– ¿Permanecer treinta y seis meses sin un hombre? ¡Imposible! -gimió la señora Simpson como si la despellejaran viva-. ¡Yo ya sufro una agonía cuando pasan treinta y seis horas sin que me toquen!
Aquello desató las risas de los allí presentes y no escandalizó a nadie. Aparentemente yo era el único en este grupo que cultivaba una moral ordinaria, propicia a la severidad, amiga del rigor. Yo apreciaba la castidad, la limpieza en las relaciones humanas, y detestaba por encima de todo los arrebatos físicos, todos los fastidiosos abandonos a las exigencias del cuerpo. Esta conversación me incomodaba, y me revolvía las tripas oír detallar todas esas excentricidades que a los otros les parecían tan naturales, tan indispensables para su equilibrio. Yo no sabía nada de aquello, y permanecía cabizbajo tratando de pasar inadvertido, rechazando incluso con un gesto, para seguir al abrigo de las sombras, que el criado que se acercaba hiciera brillar la lámpara colocada sobre la mesa a mi lado.
Por fin sirvieron la cena, y pretexté un asunto del servicio para ausentarme, y ahorrarme así una nueva sesión de parloteos. Sentía que necesitaba el aire fresco de la noche, la visión de un rostro corriente también, la simple presencia de un ser tan banal como yo. Al recordar que Hardens me había dicho que un piquete de guardias se encontraba apostado a la entrada de la villa, me agarré a esto como a una tabla de salvación y atravesé el parque para ir a saludar un instante a mis semejantes. Necesité diez minutos largos a buen ritmo para llegar de la casa a la verja de Shapur Street. Fuera, instalado cerca de dos camiones de la policía militar, un grupo de soldados montaba guardia. Me entretuve charlando con estos hombres tanto rato como pude, fumando incluso hasta el extremo un cigarrillo acre que me ofrecieron, cuyo olor a paja mojada no tenía nada en común con el aroma de esencias que exhalaba el de Simpson. Sobre mis rodillas, garrapateé una nota para Swamy y la confié a su sargento para que la entregara en mano al hombre que se había convertido, por azares del destino, en mi ordenanza. En ella fijaba una cita para el día siguiente y le pedía que me trajera algunos objetos personales que había dejado en mi habitación militar. Pero sólo era un pretexto. En realidad, tenía necesidad de hablar con alguien que me conociera un poco. Si no para desahogarme, sí al menos para compartir mi incomodidad con alguien parecido a un amigo. Después de haberse puesto mi nota en el bolsillo y cuando yo ya me disponía a volver a casa de los Galjero, el sargento quiso tener un aparte conmigo. Empezamos a caminar a lo largo del muro, cerca de los medallones grabados.
– Hay algo que querría saber, teniente… -empezó, incómodo-. ¿Cómo son las cosas ahí dentro?
Le miré extrañado, y luego me lancé, sin desconfiar, a realizar una descripción formal del lugar, pensando que sólo la curiosidad le había impulsado a formularme esta pregunta; pero él me interrumpió.
– No, no… no le pido que me diga qué pinta tiene la choza. Quiero saber si… si se siente bien ahí dentro.
No, evidentemente no me sentía bien. Podía decirse incluso que estaba muy lejos de eso. Pero no podía confesárselo. Le miré, frunciendo los labios.
– Porque nosotros aquí… En fin, los hombres y yo… No son todos, eh, pero son muchos de todos modos… Pues… uno tiene la impresión de encontrarse ante una especie de cementerio… O de matadero, más bien. Penkawr, ese que ve ahí, cerca del camión… trabajó en carnicerías industriales. Dice que esto apesta a sangre, como en las fábricas de carne. Exactamente igual. Y otras patrullas también se han fijado… Ya es mi tercer servicio en esta acera y cada vez tengo pesadillas. Sueño con este sitio. Con sangre por todas partes. ¡Y las esculturas de este muro se ríen en mi cara y quieren tragarme!
Interrumpí al sargento, que se embalaba, se sonrojaba, y de pronto parecía víctima de una crisis de angustia similar a las que yo mismo había sufrido cuando estaba aún bajo los efectos del hechizo de Keller. Le calmé lo mejor que pude, empleando palabras sencillas, banales, pero que a la larga apaciguaron su nerviosismo. Cuando ya volvíamos sobre nuestros pasos, con el suboficial retorciéndose aún las manos y yo acabando de tranquilizarle, oímos un ruido de motor acercándose. La puerta de la residencia se abrió desde el interior y el potente Torpedo blanco del sultán Muradeva pasó en tromba ante nosotros, haciendo chirriar sus neumáticos sobre el asfalto antes de desaparecer a toda velocidad por la calle pobremente iluminada. Dejé plantado al sargento y a sus visiones, y volví caminando a grandes zancadas hacia la casa, esperando que la señora Simpson no hubiera aprovechado mi ausencia para darme esquinazo. ¡Y sin embargo, eso era lo que acababa de ocurrir! La americana se había largado con el hindú para hacer una ronda por los cabarets del barrio colonial. Quise volver a la entrada, correr hasta el sargento, coger un vehículo con él y lanzarme en persecución de la evadida, pero Dalibor Galjero me disuadió de hacerlo.
– Déjelo, teniente. La señora Simpson es bastante mayor para cuidar de sí misma. Es una mujer libre y fuerte. Una garçonne, como decían en París hace quince años. No le ocurrirá nada. Y además, Muradeva conoce la ciudad como la palma de su mano. No permitirá que corra riesgos y nos la traerá al alba, fresca como un rosa y mansa como una corza, se lo aseguro.
Resignado, me dejé convencer. Refunfuñando, furioso contra mí mismo, subí a mi habitación, apagué la luz y traté de conciliar el sueño. Inútilmente. No sólo me abrumaba a reproches y me reconcomía de angustia pensando en la suerte que podía correr la amante del rey, sola en una ciudad gigantesca, hormigueante de peligros, sino que cada vez que cerraba los párpados, las imágenes de esta penosa jornada venían a atormentarme. La imagen de la mano de la señora Galjero en mi muñeca, de sus dedos mojados desabrochándose la ropa hasta el inicio de los senos, de su lengua rosa y viva mancillada por la arpía Simpson, de su cuerpo desnudo, tan blanco, tan bello, que ondulaba con tanta alegría e impudicia contra el de la americana tendida, el recuerdo de sus gemidos de felino, finalmente, mientras sus sentidos cedían al dominio de no sé qué droga desconocida. Mi carne se irritaba, trastornada por todos estos pensamientos. Me revolvía sin cesar en mi cama sin encontrar una posición que me permitiera respirar libremente. Sentía que un peso cada vez más oprimente a cada segundo, cada vez más implacable, me ahogaba. Me dolían todos los músculos y mi piel se irritaba al menor roce con las sábanas. Me levanté furiosamente de un salto, me vestí, salí de mi habitación y bajé la escalera. En el primer rellano oí voces procedentes del primer piso. Música y risas también…
Una luz suave, dorada, pasaba por la rendija de una puerta. Reconocí los maullidos apagados de Laüme Galjero. Aquello actuó en mí como una hipnosis. En ese instante dejé de pertenecerme a mí mismo, dominado por entero por la necesidad de saber qué provocaba estos gemidos de éxtasis. Con paso de sonámbulo, de autómata privado de cerebro y voluntad, avancé por el pasillo hasta la puerta por donde se filtraba la melodía y la empujé con suavidad. Giró sin ruido, sin traicionar mi presencia.
Era una habitación decorada al estilo oriental, totalmente revocada de ocre rojo, con las paredes tapizadas de sedas irisadas y el suelo cubierto de gruesas alfombras y cojines enormes, iluminada por algunas gruesas velas dispersas. No había mesa ni sillas, ni nada para sentarse que no fueran las pilas de telas irisadas, de mantas finas y pañuelos de cachemir tirados descuidadamente por el suelo.
Había cuatro siluetas en la habitación. Tres de ellas, sentadas, miraban a la última, erguida, que se movía ante las otras al ritmo de la música que surgía, así me pareció, de un gran nicho velado por una tela opaca. No era una música mecánica, salida de un fonógrafo o de un equipo radiofónico chirriante que difundiera una mala melopea moderna grabada en surcos de cera. Aquélla era una música viva, tocada y percutida con diferentes instrumentos, resonante y sin embargo discreta, para no distraer del espectáculo que la acompañaba. Reconocí el sonido de un laúd, de un tamboril, de una flauta también. Tres o cuatro músicos debían de estar instalados en la cavidad cerrada, donde tocaban sin ver las evoluciones de la danzarina que se balanceaba al son de sus lentas cadencias. Porque era una bailarina la que se movía ante los tres espectadores autorizados y ante mí, voyeur clandestino al margen de la escena. Pero esta bailarina no era ni la gran Rajiva ni la fina Madurha, sino Laüme Galjero, rayo de carne nívea, lisa, desnuda, que se balanceaba suavemente como un barco amarrado haciendo rodar su pelvis y abriendo los muslos en un movimiento rítmico, mostrando cada vez más ampliamente la herida de su vulva tierna. Y sus manos se deslizaban sobre su vientre, sobre sus flancos, acariciaban sus senos. Porque ya no era una mujer lo que tenía ante mí. Ya no era una occidental respetable y respetada, por más que fuera balcánica, sino una diablesa, un súcubo, un animal lúbrico de otro mundo al que producía tanto placer mostrarse, exhibirse, prostituirse, como a los otros tomarla y acariciarla con sus ojos húmedos. Entre esos otros se encontraba Dalibor, con los cabellos caídos sobre la frente y las manos temblorosas. También él parecía fascinado, como si contemplara la desnudez de su esposa por primera vez. En cuanto a las esclavas que había traído consigo el sultán Muradeva, el espectáculo las ponía en trance. Ante el fuego que les mostraban, Rajiva y Madurha se inflamaron de golpe. Abandonando los brazos de Dalibor, que acariciaba con negligencia su bajo vientre, se despojaron de sus ropas y se levantaron, desnudas, para unirse a la dama blanca y dibujar con ella las figuras que les enseñaba. Y pronto no fueron más que tres hermosos cuerpos moviéndose cadenciosamente, palpitando juntos, cerrándose y abriéndose de nuevo con la misma obscenidad, pero también con la misma necesidad, la misma fuerza y el mismo deseo de vivir que un músculo cardíaco. Ante esta danza de pulpo, ante estas ondulaciones de carnes finas, el último personaje lanzó un grito, un estertor. Era un hombre al que nunca había visto, macizo como un buda. Un hindú imberbe y sin turbante, de cabellos entrecanos y aceitosos que se ensortijaban sobre su grueso cuello. Estaba colocado de tres cuartos, pero la débil luz de la habitación no me permitía distinguir sus rasgos. Lentamente, Laüme Galjero empezó a deslizarse hacia una tela que se abombaba extrañamente sobre el suelo. Siempre grácil, siempre danzarina, siempre lúbrica y girando ahora sobre sí misma para mostrar bien sus nalgas duras, se inclinó para levantar el cuadrado de tela verde, que ocultaba a una inmensa serpiente recogida sobre sus anillos. La mujer cogió a la bestia fría en sus fuertes brazos, la enrolló en torno a sí, jugó a pasar su cabeza triangular por su cuello, sus hombros, sus mejillas. Mientras tanto las muchachas seguían danzando y la música no se detenía, reproduciendo sin cesar el mismo bucle melódico, profundo, embriagador como un vino dulce. Laüme, con la serpiente colocada como una estola sobre su cuerpo delicado, se acercó entonces al desconocido, y bajo la mirada consentida de Dalibor, abrió los muslos ante su rostro para que acercara la boca a su raja, tan reluciente, podía verlo claramente, como las escamas del reptil. El hombre lo tomó todo de aquel festín que le ofrecían. Aquello duró mucho tiempo. Un tiempo infinito. Horas, días, años espantosos… Ya no sabía cuánto. Me sentía mortificado, desesperado como un adolescente traicionado. Mi alma imploraba piedad, pero mis ojos querían ver, captar este momento, estos movimientos, estos intercambios enloquecedores, y conservar inscrita para siempre, en el fondo de su retina, la imagen infecta y fabulosa del goce de Laüme Galjero, sus manos aferradas a la cabellera del gordo, su vientre claro levantándose de placer, su vientre liso, nítido, desprovisto de toda marca que probara que un día había sido alimentado por la sangre de una madre.