El sol ascendía en el horizonte. Muy pronto la casa hormiguearía de nuevo de criados, doncellas y sirvientes que se afanarían en preparar la nueva jornada de sus amos. Tenía ganas de tomar un té fuerte y caliente. Empujé la puerta de las cocinas. Sentada al extremo de la gran mesa de trabajo, me sorprendió descubrir a la señora Simpson, que hundía negligentemente los labios en un gran cuenco de café. Sus ojos parecían cansados y tenía ojeras, pero parecía tranquila, como dulcificada. Un sirviente le trajo un plato que contenía una enorme tortilla de torreznos.
– ¿Tomará algo, Tewp? -me preguntó levantando apenas la mirada hacia mí.
– No tengo hambre, gracias, señora -respondí con sequedad. -Vamos, vamos, no se abandone. Recupere fuerzas, mi guapo militar.
– ¿Fuerzas? ¿Para qué?
– El príncipe Muradeva nos prometió dos sorpresas. La primera era banal. Sólo eran las bailarinas. La segunda, mucho más excitante, es para dentro de unos días, es una…
– ¿Una…?
– ¡Una caza del tigre, mi pequeño Tewp! ¡Una caza del tigre!
LA SUITE DE LOS PRÍNCIPES
Había dejado que la señora Simpson comiera sin que nada la perturbara, y luego, con el estómago lleno y los sentidos satisfechos, la mujer se había retirado a su habitación, de la que no había vuelto a salir en toda la mañana. Después de su partida, yo había permanecido un instante solo en la cocina, tamborileando nerviosamente con la punta de un cuchillo en la madera de la mesa. Al verme así instalado, sin ceremonias, en la zona de los criados, Jaywant pareció contrariado.
– Yo no soy un invitado de lady y sir Galjero como los demás -repliqué cuando me propuso servirme el desayuno en mi habitación-. Estoy aquí de servicio, no por placer. Terminaré de desayunar aquí. Mientras, aprovecharemos para charlar un poco, si le parece bien.
El segundo mayordomo me miró con sorpresa.
– ¿Charlar? Con mucho gusto, sahib Tewp… Pero ¿de qué?
– De todo y de nada… -empecé yo, un poco meloso, mientras él limpiaba los restos de la comida de Simpson-. Hábleme un poco de sus señores, por ejemplo. ¿Son gente agradable de servir?
– Muy agradables, señor. Tienen sus pequeños caprichos, como todos los amos. Pero nunca golpean a sus criados, lo que es poco frecuente. Y además, les vemos muy poco. A veces, pasan más de dos años sin viajar a Calcuta. Poseen muchas otras residencias, sabe…
Y Jaywant se lanzó a un largo panegírico de los rumanos. Lo atentos que eran con sus huéspedes, cómo ayudaban a los necesitados, cuan queridos eran por todos quienes les frecuentaban…
Todo esto me pareció, al principio, el discurso convencional de un mayordomo que considera su deber no denigrar a sus empleadores ante un tercero; pero el tono de Jaywant era tan convincente, y sus elogios tan naturales, que acabé por creer que la devoción que sentía por los Galjero era completamente sincera. Entonces decidí abordar otro tema.
– Me ha parecido ver a una persona deambulando por el primer piso -solté de la forma más inocente del mundo mientras el hindú colocaba ante mí una gran jarra de café hirviendo-. Un hombre al que nunca había visto aquí antes. ¿Hay otros residentes, aparte de la señora Simpson?
Jaywant se puso tenso.
– No, señor, no es posible. Creo que ya se lo dije. Por lo que sé, ustedes son los únicos invitados de la residencia. Si hubiera alguien más, yo lo sabría, se lo aseguro.
No parecía que Jaywant estuviera mintiendo. Y aunque probé con otras preguntas, con otras alusiones, no obtuve nada más de él. Mientras volvía a mi habitación para refrescarme un poco, me avisaron de que un ordenanza me esperaba en la verja. Swamy estaba allí, caminando arriba y abajo por la acera.
– Le traigo una nota del coronel Hardens, mi teniente -me dijo el hindú, tendiéndome un sobre sellado-. El coronel ha especificado que debía entregársela en mano.
Abrí la carta sellada con el índice. Escrita de su mano, pero no firmada, la nota era una simple orden conminándome a acudir, la próxima medianoche, ante esta verja, para encontrarme con él. Fin del mensaje. No había explicaciones ni comentarios, ni la sombra de un indicio que me permitiera entrever cuál podía ser el motivo de esta entrevista a una hora tan tardía o justificar su naturaleza clandestina. Me vi obligado a contentarme con puras especulaciones.
Ese día, la señora Simpson no quiso abandonar la residencia Galjero. Durmió hasta la hora del almuerzo, y luego pasó toda la tarde tendida en una tumbona en compañía de Laüme Galjero, hojeando revistas y comentando los artículos entre risitas, como lo harían dos mujeres normales y corrientes. Abandonado a mí mismo, ocupé mi tiempo husmeando por los alrededores de la casa, aprovechando la luz del día para buscar alguna vía que me permitiera acceder al fondo del parque, cerca de la torre negra. Todos los caminos que creía conducían hasta allí eran callejones sin salida que culminaban en altas y densas paredes vegetales. Si había un pasaje -y sin duda lo había-, debía de estar disimulado mediante algún hábil escamoteo que yo decididamente no acertaba a descubrir. Volví entonces sobre mis pasos, fingiendo que no tenía nada que hacer, pero tratando de recoger el máximo de información sobre la disposición del lugar, las costumbres del personal, los indicios que éste o el otro hubieran podido dejar de su paso o de sus actividades, intentando averiguar que se había hecho del hombre gordo entrevisto en la habitación de las orgías o de las dos bailarinas, que no había vuelto a ver desde el alba, cuando los Galjero las habían conducido al fondo del jardín.
Entré en una antigua caballeriza que había sido transformada en garaje. Cinco o seis vehículos automóviles soberbios se encontraban depositados allí al cuidado de dos criados ataviados con monos negros. Estaba pasando respetuosamente la mano por las planchas pulidas, sobre los cobres y los cromados, cuando oí la voz de Dalibor resonando a mi espalda:
– Bugatti Royale, de 41, 1927. Lo adquirí en Nueva York. Su estética está un poco pasada de moda, evidentemente, pero sus prestaciones son notables. Se lo compré a un viejo pensionista de Rikers Island, la gran prisión de la costa este de Estados Unidos. ¡La prisión de los gánsteres de Nueva York! El que me lo vendió era conocido como «el hombre que no podía morir»: ¡Legs Diamond en persona! ¿Le dice algo este nombre?
– No sé gran cosa sobre truhanes, señor Galjero. La verdad es que no tengo en gran estima a este tipo de personajes.
– Bien dicho, oficial Tewp. Sólo son unos brutos. Y además, a pesar de haber sobrevivido a las diecisiete balas que recibió en el cuerpo en el curso de su carrera, al final acabó de todos modos en un charco de sangre. Pero oiga, veo que le brillan los ojos. ¿Qué me diría de pilotar esta máquina? Lady Simpson me ha hecho saber que desea quedarse en casa esta noche. Si no le importa, permítame que aproveche la ocasión para que descubra las aceleraciones de esta mecánica.
Antes incluso de que hubiera podido responder, el rumano abrió la portezuela del Bugatti y me empujó con firmeza al interior. Las llaves estaban sobre el cuadro de mandos. Dalibor arrancó el vehículo, y en menos de un minuto habíamos abandonado la propiedad por el portal del parque. Rodamos en silencio a lo largo de las avenidas que llevaban lejos de la ciudad. Dalibor Galjero tenía una conducción ágil, fluida, y daba muestras de una gran seguridad de juicio, aunque a veces se divirtiera simulando que tomaba riesgos. Avanzamos a buena velocidad hacia el este, en dirección a la costa. El paisaje cambió rápidamente, pasando de urbano colonial a urbano local; luego atravesamos terrenos agrícolas, y finalmente llegamos a campo libre. Dalibor seguía sin decir nada, concentrado en la conducción, embriagado por la velocidad, que no dejaba de aumentar a medida que íbamos abandonando las zonas habitadas. La carretera desembocó por fin en el mar, y giramos hacia el norte para seguir el litoral en una larga línea recta.