Выбрать главу

– Aquí quería conducirle -dijo Dalibor, aminorando la velocidad-. Esta carretera es perfectamente rectilínea a lo largo de casi diez millas. Y la calzada está en bastante buen estado, en la medida en que esto es posible en las Indias, evidentemente. En esta pista, el coche dará el máximo. ¡Ocupe mi puesto, Tewp!

Quise protestar, pero él bajó y me obligó a pasar a su asiento. Suspiré. Si bien Swamy me había mostrado las maniobras rudimentarias para hacer avanzar a un viejo camión del ejército, yo desconocía si podían aplicarse a un automóvil tan potente.

– ¡Creo oportuno prevenirle, sir, de que ni por asomo soy un conductor experto!

– ¡Bah! No tiene importancia. Déjese guiar, será él quien haga el trabajo -dijo Galjero con un aire perfectamente desenvuelto mientras cortaba el extremo de un cigarro-. Vamos, se lo ruego.

Recapitulé mentalmente las operaciones necesarias para el arranque, solté con prudencia el pedal del freno, embragué, aceleré… El coche gruñó un poco pero no dio ninguna sacudida. En mis manos, el volante era ligero, dócil. Subí lentamente las revoluciones del motor hasta alcanzar una velocidad de crucero que juzgué razonable.

– ¡Vamos, vamos, Tewp! -me animó Dalibor-. ¡Ésta no es una mecánica para timoratos! ¡Le gusta que la maltraten! ¡Acelere, acelere!

Apoyé el pie sobre el acelerador. ¡Treinta millas por hora! ¡Cuarenta! ¡Cincuenta! Nunca había ido tan rápido… Mi corazón se puso a palpitar como el de un niño que se divierte ascendiendo cada vez más alto en un columpio. Pero ésa era una velocidad ridícula para Dalibor, que, empujando su pie contra el mío, ¡hundió el pedal casi a fondo! ¡En un instante pasamos de cincuenta a ochenta, y luego a cien millas por hora!

– ¡Cuanto más rápido conduzca, más seguro estará! -gritó Dalibor mientras el motor roncaba-. Cuanto más rápido rueda, más se concentran sus nervios y más reactivo está… ¡Ése es el secreto! ¡El secreto para todo, por otra parte! ¡Hay que ir rápido en todas las cosas, Tewp! ¡Vivir rápido en todo!

«¡Vivir rápido en todo!», insistía Dalibor. «¡No dudar!», me había dicho madame de Réault. En el fondo, esas personas tan diferentes practicaban una misma filosofía. El rumano apartó su pierna, dejándome toda la responsabilidad de la conducción. Yo no frené, sino que mantuve esa marcha e incluso la aumenté, encontrando de pronto una nueva confianza en mí mismo en el descubrimiento de la velocidad. Me puse a reír, embriagado, seducido.

– Creo que tiene razón, sir… ¡Es más fácil cuando se va rápido!

Dalibor Galjero no había querido que le cediera el volante al entrar en la ciudad. Volvimos al atardecer, cuando el sol caía al otro lado del mundo y los sirvientes ya encendían las antorchas plantadas sobre las vastas extensiones de césped de la propiedad. Los pavos reales gritaron y alzaron el vuelo cuando pasé cerca del estanque, donde aprovechaban la refrescante sombra para chapotear. Después de una cena sin nada digno de reseñar y que repitió sin variantes el juego de las mesas separadas, Wallis Simpson y los Galjero volvieron a sus habitaciones como escolares bien educados, de modo que a medianoche, tal como me habían ordenado, me encontraba esperando en la acera, caminando arriba y abajo ante los horripilantes medallones. La espera no se dilató mucho, sin embargo, porque un coche del alto cuartel general dobló por Shapur Street y se detuvo a mi altura. Tras bajar el vidrio, Hardens en persona me invitó a subir a su lado. Intrigado por saber qué podía significar esta nueva extravagancia, me instalé sin decir palabra en el vehículo, que tomó a gran velocidad la dirección del centro. La tez del coronel, habitualmente rosada, sanguínea, estaba ahora pálida. Sus rasgos, tensos como si padeciera una enfermedad grave, reflejaban angustia, y su silencio era tan profundo que no me atreví a preguntarle por nuestro destino. Una pregunta vana en todo caso, ya que ahora se me hacía del todo evidente que Hardens estaba involucrado en este asunto como un simple chico de los recados al que una mano anónima había confiado la misión de ocuparse de mí. Participando en su jueguecito de los misterios -un juego al que había empezado a acostumbrarme en las tres semanas que hacía que me habían separado de mis funciones jurídicas para destinarme a actuar sobre el terreno-, respeté tan bien el mutismo de mi superior que éste acabó por sentirse incómodo. Fue él quien rompió el silencio.

– Y bien, Tewp, ¿no siente curiosidad por saber adonde le conduce este coche? -preguntó sin mirarme.

– Desde luego, coronel. Pero no me siento autorizado a plantearle la pregunta. E imagino que ese halo de misterio obedece a una buena razón. Más pronto o más tarde la conoceré. De modo que sí, estoy intrigado; pero no impaciente.

Hardens gruñó como un viejo oso. Mi respuesta no le daba muchas opciones de seguir con la conversación. Sin embargo, tenía algo que decirme.

– No se haga el listo conmigo, Tewp. Se complace usted en darse esos aires de petimetre descerebrado cuando en realidad es bastante más astuto que la mayoría de nosotros. Sabe muy bien que voy a decirle adonde vamos. Y voy a decírselo porque de todos modos ya lo ha comprendido, ¿no es verdad?

Hardens se quitó la gorra y, suspirando, secó la banda interior con ayuda de un pañuelo que se había sacado del bolsillo.

– Sí, eso es -dijo después de acabar su trabajo de limpieza-. Vamos a casa de Phibes. O mejor dicho, vamos al lugar donde podemos encontrarlo. Lamento haber tenido que negar su existencia el otro día en mi despacho. Pero los acontecimientos me forzaron a hacerlo.

¡Donovan Phibes! El hombre del que me había hablado por primera vez Netaji durante mi secuestro. ¡El británico, que, según los sangthanistas, estaba organizando un complot contra su propio rey! ¡Así pues, Hardens formaba efectivamente parte del grupo! ¡Netaji tenía razón! Quise sonsacarle más información sobre aquel individuo, pero Hardens se negó a soltar prenda.

– Dentro de unos minutos sabrá todo lo que hay que saber, Tewp. No se alarme. Todo irá bien…

El coche continuó su carrera durante una o dos millas más por la Calcuta colonial. Reconocí fugazmente una parte de la Moore Avenue, y luego nos detuvimos ante el gran hotel Ascot, donde un guardacoches inglés se precipitó a abrirnos la puerta. Hardens me retuvo por la manga antes de entrar en el establecimiento.

– Espere un segundo, Tewp. Verifique su atuendo. Está a punto de tener un encuentro importante. Tire un poco de su chaqueta para alisarla y ajústese correctamente el correaje.

Obedecí y luego Hardens, como un padre que lleva a su hijo a la escuela por primera vez, comprobó que estuviera presentable.

– Ahora vamos -dijo, y entró con paso resuelto en el hotel.

El Ascot era, sin discusión, un hotel de categoría superior a la del Harnett. La opulencia de su decoración, la amplitud de su arquitectura y el ambiente refinado que reinaba en su interior superaban en mucho los fastos, sin embargo bien reales, de su competidor. Hardens pasó ante el amplio mostrador de la recepción y se dirigió al ascensor privado que daba acceso a las habitaciones más espaciosas.

– Suite 904 -dijo al botones.

La reja se cerró con un silbido aceitado y la cabina se elevó en un trayecto de algunos segundos que el coronel aprovechó para sacudirse el polvo e incluso para verificar la pulcritud de sus uñas. Fuera quien fuese Donovan Phibes, por lo visto no era un hombre que tolerara el menor indicio de descuido en la apariencia de sus interlocutores. ¿Estaría Hardens pensando justamente en él cuando me había lanzado su pequeño discurso sobre los dos tipos de colonos, los románticos, que se interesaban por las costumbres locales, y los pragmáticos, que, a riesgo de rozar el ridículo, se negaban a abandonar hasta la más nimia de las tradiciones británicas? Tal vez. Dentro de unos minutos lo sabría. El ascensor frenó y se detuvo en el noveno piso. Hardens dejó que el botones abriera la reja y luego me precedió por un pasillo corto, silencioso, tapizado con un degradado de tonos verdes. En el fondo del corredor nos detuvimos ante una hermosa puerta de doble batiente. Fijada por encima de un timbre de baquelita negra, una placa poco discreta indicaba orgullosamente «904, Suite de los Príncipes». De nuevo Hardens se volvió hacia mí y me pidió que le confiara mi revólver. Dudé por un momento. Aunque los armeros lo hubieran verificado en mi presencia, yo ya no depositaba una gran confianza en mi Webley desde los fallos de funcionamiento que había mostrado en el Harnett. Sin embargo, me inquietaba separarme de él. Y además era también -tal vez por encima de todo-una cuestión de orgullo. Deshacerse voluntariamente de la propia arma es como una renuncia, una abdicación. En este instante preciso, me incomodaba ceder sobre este punto. Con cierta impertinencia, con los ojos clavados en los del coronel, me contenté con vaciar el tambor en mi mano, confié sólo a mi superior los seis cartuchos que contenía y luego devolví el arma vacía a su funda. Desde luego, esta maniobra era puramente simbólica, pero me ahorraba la desagradable impresión de desnudez que me hubiera invadido con la ausencia del Webley de mi cadera. Hardens hizo desaparecer las balas en su bolsillo, dio tres golpes secos a la puerta y entró sin esperar una respuesta.