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– Venga, Tewp. Donovan Phibes nos espera en el gran salón…

La Suite de los Príncipes era inmensa. Calculé que debía de ocupar por sí sola un tercio del noveno piso. Cruzamos una primera antecámara suntuosamente amueblada, una segunda aún más lujosa y un pasillo con dos altos espejos de marcos dorados situados frente a frente, antes de entrar en el gran salón. Yo sabía que no corría un peligro físico inmediato y que, con toda probabilidad, dentro de unos minutos, o de unas horas como máximo, saldría vivo del hotel Ascot; pero eso no impidió que mi corazón se acelerara. Con un paso un poco rígido, las mandíbulas apretadas y una punzada de nerviosismo en el estómago, avancé sin levantar la mirada del suelo. Por pudor, por angustia, por juego tal vez también, quería tomarme un tiempo antes de descubrir el rostro de Phibes.

– Teniente David Tewp, de la oficina del MI6 en Calcuta -dijo Hardens con voz potente para presentarme.

Lentamente -tan lentamente como fui capaz y con un sentido teatral que se acentuaba conforme pasaban los días-, levanté los ojos. Y mi respiración se detuvo en mi pecho. En contra de lo esperado, no me encontraba frente a un hombre. Frente a mí, sentados en mullidos sillones de cuero pardo, había doce individuos esperando. Un último asiento permanecía vacío. Al ver que estaba situado en medio de la fila, comprendí de inmediato que no era para mí. En efecto, Hardens fue a ocuparlo enseguida. ¿Cuál de entre estos personajes era Donovan Phibes? ¿Cuál era el jefe de los otros? Aunque algunos vestían uniformes diversos del ejército británico y otros simples trajes civiles de buena factura, ninguno mostraba un signo en su vestimenta que permitiera distinguirle de los demás. Estas personas, manifiestamente de edad avanzada en su mayor parte, hubieran podido constituir el público masculino tipo de una recepción de embajada perfectamente corriente. Tres

o cuatro de entre ellos llevaban frac. Uno fumaba tranquilamente su pipa, otro mordisqueaba una galleta, y algunos se contentaban con calentar el vaso de coñac que tenían en la mano.

– Tewp, le presento a Donovan Phibes -dijo Hardens señalando a todo el grupo con la mano abierta.

– Yo… no comprendo muy bien, mi coronel -balbuceé tratando inútilmente de reconocer al menos un rostro en esta reunión.

– Donovan Phibes es simplemente un nombre ficticio compuesto a partir de las iniciales de los aquí presentes. De izquierda a derecha, permítame que le presente a los señores Dolester, Obadiah, Neville, Olint, Vouillé, Arlene, Nathan, Polley (la H es por Hardens, naturalmente), y luego Ibhart, Borway, Enquist y Sebastian.

Uno tras otro, a medida que eran citados, estos señores tan dignos me obsequiaron con una leve inclinación de cabeza a la que me abstuve de responder, recordando que, a pesar de su cortesía aparente, yo aún desconocía sus intenciones con respecto a mí.

– Tal vez Donovan Phibes deba morir esta noche, Tewp -prosiguió Hardens-. Porque tal vez, y es lo que todos esperamos aquí, sea preciso encontrar un nuevo acrónimo para nuestro pequeño grupo. Un acrónimo que incluya la T de su nombre, Tewp. ¡Porque si le hemos hecho venir esta noche, es porque deseamos que se una a nuestras filas!

– ¿A sus filas? Pero ¿con qué fin, coronel? Ya he oído antes el nombre de Phibes. Me han hablado de sus objetivos. De sus intenciones… No sé si me dijeron la verdad. Pero si ése fuera el caso, creo que hizo bien en desarmarme, coronel. Porque mi deber sería poner fin al complot que prepara.

Mi perorata, y sobre todo el tono agresivo, casi arrogante, que había empleado, hicieron que más de uno abriera los ojos como platos. Vi que Hardens abría la boca para responder, pero alguien a mi izquierda se le adelantó.

– ¿Es usted consciente de lo que está sucediendo actualmente en Europa, oficial Tewp? -dijo el hombre al que me habían presentado como Obadiah, levantándose de su sillón.

Vestido con una chaqueta oscura y un chaleco gris, la O de Donovan Phibes era un anciano un poco calvo, algo rechoncho, físicamente poco impresionante pero con unos ojos negros y vivos muy chispeantes.

– ¿En Europa, señor?

– En Europa, en el continente. Desde hace tres meses, España ha entrado en una fase de guerra civil que se prevé larga y sangrienta, y cuya deriva llevará con toda probabilidad al poder a un régimen que se alinea ideológicamente con los que ya están establecidos en Roma y en Berlín. Los italianos, por su parte, han invadido Etiopía y sueñan con reconstituir el Imperio romano. En Francia, la embriaguez que ha conducido a la elección del Frente Popular tiene las horas contadas. En su proceso de reorganización, la oposición se radicaliza y busca apoyos al otro lado del Rin. El parlamentarismo tal vez no resista mucho tiempo allí, pero esto se lo explicará con más detalle el señor Vouillé, aquí presente.

Un hombre alto y distinguido, de sienes plateadas, me obsequió con una discreta inclinación de cabeza.

– En Alemania -continuó Obadiah-, algunas comunidades son perseguidas. Cada día recibimos informes más alarmantes. Informes de testigos dignos de confianza, como los que nos ha hecho llegar, por ejemplo, el burgomaestre de Leipzig, Karl Goerdeler. Desde 1934, los judíos tienen prohibida la entrada en los cafés alemanes; en las piscinas y los cines también. Las expoliaciones son cada vez más frecuentes. Ahora prohíben que los hebreos dirijan sus propias empresas, sus propias industrias… Se queman las obras de Spinoza, de Proust, de Freud… A los médicos, los abogados, los periodistas, los profesores judíos se les ha prohibido ejercer. ¿Hasta cuándo les permitirán seguir con vida? ¿Cree que todo esto se reduce a un período pasajero? ¿Que es un simple fuego de paja que se extinguirá por sí solo? Respóndame con sinceridad, teniente Tewp.

Suspiré. Obadiah me forzaba a formular una respuesta que me resistía a expresar.

– No, señor. Por desgracia, es indudable que no se extinguirá por sí solo.

– Somos de la misma opinión, señor Tewp. Y así mismo, pensamos que acabará por estallar una guerra en Europa. Un conflicto bélico que se extenderá al mundo entero. Nadie escapará a ella. Dentro de cinco años, de diez tal vez. Será la guerra más atroz y mortífera que la historia haya conocido nunca. El planeta saldrá de él conmocionado, alterado para siempre, tal vez incluso completamente desangrado. Alemania ha recuperado el Ruhr y el Sarre, sus dos grandes viveros industriales. Allí, las fábricas trabajan ahora a pleno rendimiento. Pronto, muy pronto, Berlín volverá a tener una marina, unas fuerzas aéreas, unos cuerpos blindados y una artillería que le permitirán dictar su ley en Europa central. En Austria, en Checoslovaquia, en Polonia, en Hungría, e incluso en el oeste, con toda probabilidad, en Holanda, en Bélgica o en Francia. ¿Qué podrá hacer entonces Inglaterra? Su aislamiento no la protegerá mucho tiempo si el continente se vuelve contra ella… ¿Se lo imagina, teniente Tewp? ¿Su mente es capaz de captar la increíble cantidad de sufrimientos que esta guerra generará? Muchas ciudades desaparecerán del mapa. Países y pueblos enteros también, quizá. Si de usted dependiera, teniente Tewp, ¿dejaría que las cosas siguieran su curso sin hacer nada?