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Obadiah había acabado su discurso literalmente electrizado, arrastrado por los hechos que exponía, por el terrible cuadro que esbozaba. En sus gestos, en su voz, en su fervor, volvía a encontrar la misma fogosidad de Chandra Bose cuando me había dibujado el caos que, probablemente, ennegrecería el panorama de los diez años próximos. Las conclusiones y los intereses de estos dos hombres eran opuestos, desde luego, pero su encarnizamiento en la defensa de su causa era de una naturaleza muy semejante. El hombrecillo del chaleco gris volvió a tomar asiento pesadamente, provocando, en una reacción inmediata, que uno de los doce rostros restantes de Donovan Phibes se levantara a su vez. ¿Cuál era el nombre de este nuevo miembro? Tal vez se trataba de Ibhart, o Polley… En todo caso, cualquiera que fuera su patronímico, el uniforme que llevaba, gris azulado con galones dorados, era el de un oficial superior de la RAF.

– Su coronel nos ha hablado de su valor, Tewp. Tal vez debería ser él quien le precisara los motivos, pero permítame que sea yo mismo quien le explique las razones de por qué le hemos hecho venir aquí esta noche.

El aviador hizo una pausa bastante larga. Una pausa sabiamente estudiada para subrayar la importancia de sus palabras. Quería que por fin alcanzáramos el corazón del volcán, ese punto de fusión en que se suponía que todos los misterios se fundirían como la nieve al sol. A pesar de la solemnidad del instante, sentí que mis manos habían vuelto a secarse y que mi corazón no palpitaba con tanta fuerza. Todos los ojos de Donovan Phibes estaban clavados en mí, pero esto, en lugar de desconcentrarme y de privarme de mis capacidades, me daba una cierta fuerza. Aún no sabía por qué, pero adivinaba que estas personas necesitaban de mi concurso. Y esto me concedía cierta ventaja sobre ellos. Dejé que el aviador prosiguiera, procurando que la emoción no se reflejara en mis rasgos.

– Tewp, podríamos pasarnos toda la noche hablándole de nuestras convicciones. Pero por desgracia, como en su caso, no disponemos de tiempo suficiente para eso. Todos los que ve aquí reunidos son o bien altos responsables militares, como yo mismo, o bien diplomáticos o representantes de organizaciones internacionales discretas pero influyentes. Nuestras formaciones, nuestras trayectorias, nuestra nacionalidad, a veces incluso nuestras preferencias intelectuales, nos diferencian. Pero dos cosas nos unen. En primer lugar, la voluntad de actuar en beneficio de la humanidad, por el amor fraternal y la armonía entre los hombres. Y luego, una convicción: hay ocasiones en la historia en las que el Bien no debe contentarse con ser una virtud pasiva, sino que puede y debe luchar con ferocidad por su preservación, aunque para eso se vea forzado a utilizar métodos condenables. Todos sin excepción lamentamos lo que nos disponemos a hacer, Tewp. Pero ha llegado el momento de que lo sepa. Donovan Phibes sólo existe por una única y exclusiva finalidad: eliminar al rey de Inglaterra, Eduardo VIII, aquí, en Calcuta, y atribuir la responsabilidad directa por este crimen a los servicios secretos alemanes.

No pestañeé. Evidentemente, para mí, esta revelación no era tal. Aunque en su momento no hubiera creído ni una palabra de aquello, Netaji ya me había preparado para considerar la posibilidad de que se estuviese preparando un complot de este tipo. Sin embargo, aun así la impresión fue terrible, porque ahora ya no se trataba de una simple hipótesis académica, de una opción brumosa y, al fin y al cabo, excesivamente poco probable. A partir de este momento tenía que considerar la realidad inmediata y trágica de este plan. Pero Phibes aún no había acabado del todo conmigo. Hardens fue el encargado de, acto seguido, exponerme la razón de mi comparecencia ante esta asamblea reunida en la Suite de los Príncipes.

– Supongo que tiene muchas preguntas que hacer, Tewp. Y nosotros responderemos a ellas. Pero antes de eso, debemos comunicarle con toda precisión lo que esperamos de usted.

Los cartuchos se alojaban de nuevo en el tambor de mi Webley cuando el coche de Hardens me dejó, poco después de las cinco de la mañana, ante la verja de la villa Galjero. ¿Podía decir entonces que yo era el mismo hombre que el que había sido introducido ante la extraña congregación que llevaba el nombre de Donovan Phibes y actuaba entre bambalinas en el escenario mundial para tratar de modificar radicalmente la historia? No, evidentemente. Pero este cambio no se debía a que ahora supiera que el complot contra el rey Eduardo era una realidad y no la mentira de un hábil manipulador. Esta transformación era debida a otra dimensión de la intriga, una dimensión que me había sido revelada por mi coronel y que nunca hubiera podido sospechar de mi propio jefe. Una dimensión terrible, monstruosa, que estaba a punto de trastornar mi vida para siempre. Sin embargo, yo no había vendido mi alma a esos trece hombres. No la había cambiado por dinero o un favor, un aumento de graduación o una posición social ventajosa. ¡Había hecho algo mucho peor que eso! Por voluntad propia, había ofrecido mi concurso a Phibes. ¡Y ya no existía ninguna posibilidad de echarse atrás!

– ¿No se encuentra bien? Está muy pálido, teniente.

La voz grave de Dalibor Galjero me sorprendió mientras atravesaba el primer salón de la planta baja. Su alta silueta se había distendido bruscamente ante mi aproximación, lanzando su larga anatomía fuera de un rincón de sombra donde un instante antes descansaba tranquila, silenciosa, tal vez somnolienta, en un profundo diván.

– He tenido una larga entrevista de trabajo con mis superiores. Sólo es eso, sir -respondí sacándome la gorra en un gesto instintivo, como un criado obsequioso cogido en falta por su amo.

– Realmente, sus horarios de servicio son demasiado prolongados. Su jerarquía hubiera debido prever a alguien para que le relevara de vez en cuando. ¿Hay algo que pueda hacer por usted, David?

No me gustaba oír mi nombre en boca de Galjero. Aquello me hacía sentir incómodo. Él no tenía por qué rebajarse a eso, y yo no tenía por qué sufrir esta familiaridad. Se acercó a mí. Muy cerca. Casi hasta tocarme…

– Su espíritu tiembla y se agita. Puedo sentirlo. ¿No es así, David?

Bajé los ojos, sin atreverme a responder. Durante la velada pasada en compañía de los trece conjurados, nadie había pronunciado el nombre de los Galjero. Nadie había mencionado a esa extraña gente que acogía en su casa a la señora Simpson. Estos rumanos, notables en tantos aspectos, parecían ignorar la existencia de Donovan Phibes. Sin embargo, en mi fuero interno, yo no podía dejar de pensar que esta misteriosa pareja desempeñaba por fuerza un papel en la oscura mecánica que, de la habitación de Ostara Keller a la celda sórdida donde Küneck había sido degollado, ligaba de forma misteriosa a tantas personalidades de alto rango, a tantos intrigantes que pretendían decidir nada más y nada menos que sobre la suerte del mundo.

– Simplemente estoy fatigado, señor. Es inútil buscar causas imaginarias.