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Galjero me miró, sonriendo suavemente.

– No me ha convencido. Pero como usted desee. Le dejo que descanse un poco. Hablaremos más tarde, tal vez…

Durante una hora apenas, permanecí tendido en mi cama, con los ojos cerrados, para tratar de olvidar la nueva situación en que me encontraba. Pero fue inútil. Sin cesar volvían a mi memoria los rostros y las voces de los hombres que habían consagrado toda la noche a convencerme de las bondades de su cruzada.

– Es innegable, Twep, que hemos creado una ola de acontecimientos que ahora se nos escapan de las manos -había confesado Olint, el principal representante del Banco de Inglaterra en las Indias- Pero aún estamos a tiempo de corregir el tiro. Y queremos que usted nos ayude a hacerlo…

– Esta mujer, Ostara Keller, ha venido aquí por nuestra causa -empalmó el armador Neville-. De eso hace tres meses ya; desde el momento en que el gabinete del rey informó al Mié y al Ministerio del Interior de que el soberano proyectaba una visita a las Indias en compañía de la señora Simpson, hemos tratado de engañar al SD Ausland. Küneck pronto mordió el anzuelo. Pero la asesina que Berlín envió aquí tuvo dudas…

– Yo mismo me he citado tres veces con ella, en esta misma habitación -había proseguido entonces sir Jacobus Dolester, un hombre de aire apático que, sin embargo, ocupaba el envidiable cargo de consejero particular del actual gobernador de las Indias, lord Linlithgrow- Por su comportamiento, enseguida percibí que Ostara Keller era diferente al común de los mortales. Durante mucho tiempo estuve jugando al gato y al ratón con ella, asumiendo lo mejor que pude la figura de Donovan Phibes, un supuesto personaje próximo a los círculos del poder aquí, en las Indias. La máscara no era muy difícil de llevar, evidentemente. Nosotros no sabíamos con exactitud la fecha exacta de la llegada del soberano, ya que aplazó su viaje en varias ocasiones de forma inopinada. Tuvimos que utilizar la astucia para que no se impacientara. E incluso enviar tras sus pasos a gente del MI6, tan poco competente como fuera posible (y me estoy refiriendo al capitán Gillespie, a sus dos incapaces esbirros y… ¡a usted mismo, querido amigo!), para que no sospechara que los responsables de la oficina, aquí, estaban al corriente de su misión.

– Una excesiva placidez de la Firma con respecto a ella hubiera acabado por acrecentar su desconfianza -había precisado Hardens- En tanto residente extranjera, era lógico que acabara por interesar a algún servicio… De modo que nosotros mismos preparamos un cortafuego. Lamento haberle designado para eso, pero tenía usted el perfil ideal, Tewp.

– ¿El de un ingenuo y un torpe, coronel?

Hardens había bajado los ojos ante mi pregunta.

– Y luego, poco tiempo después de su entrada en escena, las cosas se precipitaron -continuó Dolester-. A pesar de todas las fuentes de información de que disponemos, aún nos faltan datos para encadenar entre sí los acontecimientos que provocaron que Keller desapareciera pura y simplemente de nuestro campo de visión. En primer lugar, y tal vez fuera la espita que lo desencadenó todo, estuvo lo del asistente Edmonds, que creyó conveniente enviar un informe directo a Nueva Delhi sobre la visita de Küneck a Calcuta. A menudo los imbéciles causan daños temibles por exceso de celo. Gillespie juzgó que la información era demasiado importante para hacerla pasar primero por Hardens. Así que, en el convencimiento de que actuaba correctamente, cortocircuito la jerarquía, lo que impulsó a Delhi a declarar incompetente a su equipo de la operación en beneficio del agente Surey. Un fino rastreador. Un cazador muy hábil.

– Extremadamente hábil; demasiado, para su desgracia… -había suspirado en su rincón el llamado Nathan- Hablamos con Surey. Pero no quiso saber nada. ¡Dios sabe, sin embargo, que utilizamos todos los argumentos de que disponíamos! Hasta los más vergonzosamente materiales…

Aún veo los trece rostros de Donovan Phibes ensombreciéndose de golpe cuando uno de ellos refirió la trágica decisión que habían tenido que tomar con respecto al destino del agente Surey: Milton Millicent, un mercenario, o más bien un ejecutor de trabajos sucios, había sido el encargado de eliminar al hombre del panamá y a su compañero de equipo, y de dejar luego un grosero indicio que incriminaba a Keller…

– ¿De modo que fueron ustedes y no Surey quienes pusieron el pedazo de papel bajo mi puerta? -había exclamado yo.

– Alguien tenía que descubrir el cuerpo, Tewp. Si no, ¿cómo íbamos a emitir una orden de arresto contra ella?

Durante un largo rato permanecí inmóvil, estupefacto. Por más que le diera vueltas al problema en todos los sentidos, decididamente seguía sin comprender por qué Hardens me había enviado esa noche a la cabeza de una sección de policías militares con armas ineficaces para capturar a Keller en el Harnett. Y entonces fue el señor Vouillé quien tomó el relevo de las explicaciones.

– Actuamos así, en primer lugar, porque sabíamos que Surey había hablado con usted mientras aún estaba en su celda, Tewp. Intuimos que le había hecho partícipe de sus dudas. Darle la orden expresa de detener a Keller nos permitía jugar, y ganar, en los dos tableros. O bien, como era probable, usted perdía la vida en la operación y ya no era necesario reservarle la misma suerte que a Surey, o bien escapaba milagrosamente a la masacre y volvía del Harnett persuadido de la buena fe del coronel Hardens. Evidentemente podrá calificar nuestra maniobra de cínica. Por nuestra parte, asumimos colectivamente su vileza tanto como su necesidad.

Todas estas revelaciones me habían aterrado. Matar a Surey y a su compañero, lanzar -sin el menor escrúpulo- al encuentro de una asesina profesional a hombres inconscientes, con armas trucadas, y urdir finalmente la muerte de su propio soberano. ¿Cómo diablos podían unos hombres con tan altas responsabilidades, unos hombres que debían tenerse por seres de irreprochable conducta, concebir estos crímenes abyectos? La cuestión permanecía sin respuesta, lo que, por otra parte, tenía escasa relevancia, porque yo aún no había llegado al término de sus revelaciones…

– ¿Ni por un segundo contemplaron la posibilidad de que el capitán Norrington podía estar, a pesar de todo, en condiciones de detener a Keller en el Harnett? -había preguntado finalmente, cuando desde hacía tiempo la sangre se me había helado en las venas y ni un solo músculo vibraba en mí.

– En absoluto, teniente Tewp. Imaginábamos que podría haber supervivientes entre los miembros del grupo. Que tal vez usted mismo sobreviviría. Pero teníamos la certeza de que Keller no podía dejarse atrapar… Y ni siquiera ser herida seriamente.

– Pero ¿y las armas? No habían sido saboteadas… Yo mismo verifiqué mi Webley…

Un silencio incómodo había seguido a este comentario. Hardens había carraspeado, con el puño apretado junto a la boca. Obadiah se había puesto de pronto a mirar al techo. Neville había concentrado su atención en el suelo. Por fin, Dolester se había decidido a retomar el hilo del discurso.

– Éste es un punto bastante delicado de explicar… La agente Keller me hizo una demostración extremadamente impresionante en nuestra primera entrevista. Una demostración de la que sigo sin explicarme el funcionamiento. Le ahorraré la descripción completa de la escena. Para simplificar, digamos que…

Dolester había dejado la frase en suspenso. Tenía los labios apretados y la frente fruncida. Estaba claro que se estaba esforzando para encontrar las palabras, para elegirlas… con la esperanza de ser explícito sin verse obligado a emplear simplificaciones tal vez ridículas. Pero a pesar de su buena voluntad, no lo había conseguido. Hardens había suspirado tan ruidosamente como una vieja morsa antes de decidirse a acudir en su ayuda.

– Sir Dolester trata de decirle que esta Kraut posee la facultad de provocar disfunciones en las armas de fuego -había acabado entonces el coronel, y todo su ser se había visto sacudido por un ataque de risa nerviosa.