– ¿Y bien, teniente? ¡Se ha tomado su tiempo! ¿Ha visto algo? -me susurró.
– Por si le interesa saberlo, su Küneck ha desayunado en compañía de Keller. Y parecía que tenían muchas cosas que decirse, tanto que aún están en ello.
– ¿Está seguro de que es la Keller, y no otra persona?
– Era ella. A menos que tenga una hermana gemela. Pero no he podido oír lo que decían. Estaba demasiado lejos. Y hablaban en alemán… Pero… ¿por qué no me habla usted de Küneck, ya que parece conocerlo tan bien?
El suboficial se encogió de hombros.
– En realidad no creo que sepa mucho más que usted. Es el representante en jefe de los servicios secretos del Partido Nacionalsocialista. No las redes del ejército, ya me entiende, sino del SD Ausland, la agencia exterior de Heydrich…
– Sí, sí, sé perfectamente lo que es el SD Ausland -mentí, aunque empezaba a comprender de qué se trataba.
– Bien. Se supone que este tipo posee una pequeña fábrica de pasta de papel en Delhi. Allí tiene su base de operaciones. Se des7 plaza en ocasiones excepcionales. Son sus agentes los que acuden a él para presentar sus informes. Y ya que hablamos de eso…
Edmonds interrumpió su frase para retorcerse en todos los sentidos en su asiento y lanzar miradas intensas a nuestro alrededor. Sus gesticulaciones provocaron que la suspensión del Chevrolet gimiera y el resto de líquido ambarino que quedaba en su botella se balanceara de un lado a otro.
– ¿Y bien? -dije, de pronto muy inquieto.
– Pues que se supone que este tipo está sometido a una vigilancia constante por parte de nuestros muchachos de Delhi. Si han dejado que se fuera, sólo existen dos opciones: o bien ha conseguido darles esquinazo, o bien están ahí, agarrados a sus faldones. Quería ver si podía descubrirles por los alrededores montando guardia, como nosotros… Pero no… no veo nada.
– Tal vez estén en el hotel.
– Es posible… Pero tampoco tiene una importancia capital, al menos de momento. De todos modos les enviaremos una copia de nuestro informe. Lo bueno es que hemos descubierto dónde se encuentra Küneck y sobre todo con quién se ve… ¡Y ahora que lo pienso! ¿Sabe qué le digo, teniente? Que la pequeña Keller debe de ser terriblemente importante para que ese capitoste del SD se desplace por ella. ¡Tal vez hemos atrapado a un pez gordo cuando creíamos pescar una sardinita!
– No se embale. Por ahora no tenemos nada concreto. Tal vez los alemanes estén maquinando algo, pero mientras no tengamos una idea más clara de lo que pretenden, evitemos construir castillos en el aire.
– ¡Esto cambiará en cuanto se ejecute su segundo eje, teniente! -me dijo Edmonds con una sonrisa reforzada por un pesado guiño.
Quería decir, evidentemente, en cuanto tuviera el coraje suficiente para introducirme por efracción en la habitación de Keller…
– ¿Qué hacemos ahora, teniente? -preguntó mientras encendía un nuevo cigarrillo y hacía desaparecer la botella bajo su asiento.
– Nos limitaremos a hacer nuestro trabajo. Esperamos a que miss Keller salga y la seguimos… Como estaba previsto, y sin ocuparnos de Küneck, que, por lo que me cuenta, está bajo la responsabilidad de otro equipo.
– Exacto, mi teniente. De manera que volvemos a esperar…
Y esperamos. Una hora. Y luego dos… Llegó el mediodía y con él la hora en que habíamos previsto que Edmonds abandonara su puesto para que yo prosiguiera solo la vigilancia.
– Será mejor que le deje el coche, teniente -me dijo entonces el asistente al tiempo que se sacaba las llaves del bolsillo y me las tendía-. Vaya con cuidado. Es propiedad del servicio… y recién salido de la fábrica. ¡No lo estropee!
– No hay peligro -dije mientras cogía el llavero con aire despreocupado.
Y en efecto, no había ningún peligro, porque yo no había conducido en mi vida y no tenía la menor idea del procedimiento a seguir para que aquel cacharro arrancara. Pero, evidentemente, Edmonds no lo sabía, y no tuve el valor de confesárselo.
– ¿Y usted, cómo volverá? -le pregunté a Edmonds, viendo que el simple hecho de mantenerse en pie bajo aquel calor sofocante ya le resultaba penoso.
– Rickshaw -me respondió simplemente, y se alejó renqueando hacia la periferia del Harnett, donde unos cuantos nativos flacuchos esperaban junto a sus taxis de tracción humana.
Mentalmente me apiadé del hombre que, por apenas unas rupias, tendría la desgracia de mover las doscientas cincuenta libras como mínimo que debía de pesar Edmons hasta el cuartel.
Me quedé solo. En todo el tiempo que habíamos estado esperando juntos, no habíamos visto salir de nuevo a Küneck del Harnett. Aún debía de estar allí, conversando con Keller, su agente. Sin otra ocupación que la de observar desde hacía horas las inmediaciones del hotel transpirando en aquel Chevrolet negro que absorbía el sol del mediodía, sentí cómo me invadía una terrible somnolencia. Tendí una mano temblorosa hacia la botella de agua que había tenido la precaución de llevar conmigo y vacié su contenido casi de un trago, reservando sólo unas gotas para frotarme la cara y la nuca. Aún estaba ocupado en esta operación cuando vi una silueta delgada que bajaba la escalinata del Harnett. ¡Eran casi las tres de la tarde y Keller, por fin, se decidía a moverse!
LA ORILLA DE LOS MUERTOS
Realizar un seguimiento por las calles de una ciudad que se desconoce por completo no es un ejercicio fácil. Ese día estuve a punto de aprender esta verdad a mi costa pero, por suerte, Keller eligió un ritmo de paseo, lo que me permitió seguirla sin dificultad. La hora del día a la que había salido me era al mismo tiempo desfavorable y beneficiosa. En Calcuta, como en cualquier otra ciudad de clima tropical, a media tarde es generalmente cuando todo el mundo se encierra en casa para escapar del calor infernal. Entonces las calles están casi vacías y es muy complicado pasar inadvertido. De todos modos, ocultándome en los rincones y en los entrantes de las puertas, creo que conseguí seguirla sin ser descubierto. La joven ya no iba vestida, como por la mañana, con un elegante traje sastre de lino, sino que había elegido un atuendo adecuado para caminar: unos jodhpurs que se inflaban bellamente en los muslos, una blusa ancha que flotaba libremente sobre la cintura, botines pequeños y fular de seda. Junto a su cadera se bamboleaba el estuche de cuero de un aparato fotográfico que llevaba en bandolera; pero los pintorescos paisajes que atravesábamos no parecían cautivar la atención de la señorita Keller, quien, a lo largo de todo su recorrido, mantuvo los ojos bajos, como si conociera perfectamente el itinerario por haberlo seguido ya en numerosas ocasiones. En ningún momento se detuvo para asegurarse del camino, ni dudó nunca en entrar en una calle o cruzar una avenida… Sabía adonde iba y caminaba directamente hacia allí, en apariencia indiferente a todo lo demás. De su silueta fina y ligera emanaba una emocionante sensación de frescor, de reserva, que encajaba perfectamente con los rasgos del rostro que yo había entrevisto antes en el restaurante del Harnett. ¿Podía decirse que era hermosa? No es ése el término que yo emplearía. Tenía unos rasgos delicados, regulares, y una silueta atractiva pero, por encima de la simple belleza plástica, lo que más destacaba en ella era un peculiar encanto de niño salvaje al que debía ser difícil resistirse y en el que residía, justamente, la esencia de su carácter.