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Tres golpecitos en la puerta me arrancaron de una duermevela agitada, cargada de recuerdos y de frases pronunciadas aquella noche. Salté nerviosamente de la cama y sólo tuve tiempo de cubrirme los riñones con una sábana para ir a abrir. Cortés, paciente y grave, Jaywant esperaba en el pasillo, con los brazos cruzados sobre el pecho.

– La señora Simpson quiere comunicarle que no saldrá de la propiedad hoy, teniente. Lady y sir Galjero le informan, por su parte, de que sólo han invitado a algunos amigos para esta noche. La jornada de mañana, en cambio, tal vez se consagre a una excursión. Es todo lo que tenía que decirle, señor oficial.

Di las gracias al segundo mayordomo con una frase inacabada, y cuando ya cerraba la puerta ante él, creí ver que se ponía de puntillas para mirar hacia el interior de la habitación. Aquello me intrigó, y me volví para buscar qué había despertado su interés. Sólo vi, en el centro del cuarto, el montón que formaba la ropa que había llevado la víspera y que había tirado negligentemente al suelo. Acepté el ofrecimiento de Jaywant de llevar mi uniforme a la lavandería, y al tenderle mi chaqueta, un largo y muy fino reflejo cobrizo retorcido en la manga atrapó la luz de la mañana que entraba en oleadas. Maquinalmente, cogí entre mis dedos lo que en un principio tomé por un simple hilo de polvo. Pero no se trataba de eso: era un cabello. Un largo cabello pelirrojo. El rastro ínfimo, casi inmaterial, pero tremendamente evocador, de un hombre espantoso, de un hombre como nunca había visto antes, que me había sido presentado por el colectivo Donovan Phibes en la Suite de los Príncipes…

– Tewp -había dicho Hardens, después de haber conseguido dominar por fin el ataque de risa que le había provocado la mención del poder milagroso sobre las armas de fuego que Dolester atribuía a Keller-, creo que ha llegado el momento de acabar con las explicaciones detalladas. Será mejor que hagamos un somero resumen; porque, bien mirado, la situación es muy simple. Hemos tratado de manipular a agentes del SD y hacerles cargar con un atentado contra la persona de la señora Simpson. Un atentado urdido por nosotros, desde luego, que hubiera debido eliminar al soberano al mismo tiempo que a la americana. Si todo se hubiera desarrollado según nuestras previsiones, hubiéramos abatido a Keller y a Küneck, para, posteriormente, proporcionar a la opinión británica todas las pruebas de la implicación de los alemanes en esta tragedia. Tras esta revelación se hubiera desatado una guerra… que nosotros hubiéramos ganado. Los hombres que usted ve aquí esta noche sólo son la parte visible de una red extraordinariamente más vasta. Donovan Phibes no se reduce a trece personas. Donovan Phibes son veinte, treinta, cincuenta veces más miembros de los que ve aquí: banqueros, generales, industriales, filósofos, diputados, ministros, científicos de once naciones diferentes repartidos por los cinco continentes… ¡Incluso hay alemanes entre nosotros, Tewp! Sí, alemanes que saben que la única solución para evitar la catástrofe anunciada es tomar la delantera y barrer a los ogros que han tomado el poder en Berlín, en Roma, y pronto en Madrid, en Rumania o en otros lugares… Todas estas personas que nos apoyan sólo esperan que surja una chispa para convencer a los antiguos aliados de que vuelvan a tomar las armas y se lancen al corazón de Europa para instalar por fin en él un régimen compatible con nuestras democracias. Un régimen pacífico del que nadie tendría ya nada que temer.

– ¿Realmente necesitan que muera un rey para esto? -había comentado yo con tristeza.

– Una acción así impresionará a la opinión pública. Es el más simple y el más directo de los casus belli… Una ocasión que no podemos desperdiciar, aunque Keller haya huido. Después de la operación del Harnett, la austríaca hubiera debido acudir al escondite que le habíamos asignado en caso de producirse alguna emergencia. Allí disponía de dinero, material…, todo lo que necesitaba. Pero no se presentó. Y también le hemos perdido el rastro a Küneck. La operación se acelera, Tewp. Se nos escapa de las manos. Sin duda los agentes del SD han comprendido el papel que pretendíamos adjudicarles. Harán lo imposible para que nuestra operación fracase. Pero aún podemos caer de pie. Tenemos a un hombre que se encuentra tras la pista de los alemanes. Ya sabe que Keller sigue en la ciudad. Pronto la encontrará… y pronto la matará.

A una señal de Hardens, el llamado Borway se había levantado entonces para abrir en silencio una puerta al fondo del salón. Un hombre había cruzado el umbral; un hombre o más bien un monstruo de feria. Un luchador. Un hércules. Un gigante. ¿Qué altura y qué peso podía tener aquel coloso de carne y músculos? Más de seis pies, sin duda. Siete como mínimo… Y trescientas libras bien contadas al menos. Trescientas cincuenta tal vez… Era tan alto que había tenido que agacharse para pasar bajo el dintel de la puerta. Sin embargo, a pesar de su excepcional corpulencia, no parecía en absoluto pesado o torpe. Aquel gigante, al contrario, desplazaba su enorme masa con vivacidad, con nervio, e incluso con los ritmos de una furtividad natural que lo convertía casi en una especie de fantasma, transparente y silencioso. Aunque en este hombre todo era enorme, su llegada no había perturbado los sutiles equilibrios de aquella habitación delicadamente decorada.

– ¡Diarmuid Langleton! -había pronunciado orgullosamente Hardens-. ¡Nuestro cazador! ¡Él localizará y despedazará en nuestro nombre a la bella señorita Keller!

Como buen calibrador de hombres, y como buen combatiente de 1914 también, el coronel no ocultaba su admiración ante el increíble fenómeno natural que constituía por sí mismo Diarmuid Langleton, escocés de Edimburgo cuyo rostro imberbe, a la vez redondo y de rasgos marcados -como es característico de los celtas-, quedaba enmarcado por una pelambrera roja que le caía en mechas rizadas y se iluminaba con dos iris de un verde tierno sorprendentemente reluciente.

– Diarmuid es un hombre de otra época, oficial Tewp. Él no utiliza armas de fuego. Por eso encontrará a Keller y no tendrá nada que temer de los pretendidos poderes mágicos que Dolester atribuye a esta mujer y que sólo puede mencionar temblando.

Había sorprendido entonces al consejero de lord Linlithgrow, hundido en su sillón, murmurando entre dientes un exabrupto destinado a Hardens.

– Por otra parte -había continuado el coronel sin darse por aludido-, esta montaña tampoco teme el acero afilado de las dagas de las SS a las que tan aficionada es esta chica. ¡Muéstranoslo, Diarmuid!

Bajo mis ojos estupefactos, y bajo la mirada asombrada de los doce hombres que, como yo, eran testigos por primera vez de ese increíble espectáculo, el escocés hizo saltar los botones de su camisa de cuello alto y, lanzándola como un trapo por encima del hombro, nos desveló un torso y un cuello enteramente cubiertos por innumerables anillas de metal. Cosidas directamente a la piel, estas piezas formaban una cota de malla apretada, impenetrable, tan imposible de sacar como de romper. La visión de esta carne humana atrapada para siempre en la rejilla de acero era tan fascinante como penosa de contemplar. Varios miembros de la honorable asamblea de los Donovan Phibes no pudieron reprimir una exclamación de disgusto…

– Caballeros, no duden de que todo su cuerpo está protegido de este modo… -había alardeado Hardens, indiferente a los comentarios, como si aún tuviera que convencernos del gran valor que había necesitado el escocés para imponerse esta mortificación.

Durante un breve instante, Diarmuid había puesto sus músculos en tensión haciendo temblar su caparazón, antes de inmovilizarse a dos pasos de mí. Como imantada por la masa metálica que veía brillar bajo la luz tamizada de las lámparas, mi mano se había adelantado hacia las anillas frotadas con aceite. Durante una fracción de segundo recordé las escamas de la serpiente que madame de Réault había abatido en la habitación 511 del Harnett. En la sabia disposición de las mallas que cubrían a Diarmuid, reconocía algo de la piel del ofidio. El mismo aspecto aterciopelado, la misma frialdad. La misma amenaza, la misma sensualidad… Luego, como un rayo cayendo de las alturas, la palma del gigante me había sujetado de pronto por la garganta. Levantado del suelo por el puño del monstruo, me había encontrado, medio estrangulado y a punto de desvanecerme, frente al rostro amenazante de Diarmuid. Su enorme boca se había acercado a mí y sus mechas rojas me habían rozado el rostro, mientras tronaba con su voz cavernosa una advertencia incomprensible. Seguramente, fue en ese instante cuando uno de sus cabellos había caído sobre la tela de mi chaqueta…