Выбрать главу

DHARMA

De la jornada del 17 de octubre de 1936 conservo pocos recuerdos auténticos. Jaywant me había avisado por la mañana: la señora Simpson había manifestado el deseo de pasar la mayor parte de su tiempo descansando en su habitación. En cuanto a los Galjero, simplemente habían desaparecido. Los criados no esperaban que regresaran hasta la noche, y hasta ese momento no les habían dado ninguna orden precisa. Esta relativa libertad de movimientos que se me ofrecía me iba de maravilla, porque tenía muchas cosas en que pensar. Y muchas cosas que decidir también… Este día, lo sabía, era uno de los últimos instantes de calma antes de la tempestad. Todo se había aclarado unas horas antes, en la Suite de los Príncipes, pero yo aún no había tenido tiempo para asimilar las implicaciones a raíz de mi aceptación de la propuesta de Donovan Phibes.

– ¿De modo que acepta unirse a nosotros, oficial Tewp? -había concluido Hardens al término de las largas horas de conversación y debate que se habían desarrollado en la lujosa y aislada habitación del Ascot.

– Acepto -había soltado yo, convencido en ese instante de la pertinencia de los argumentos que me habían sido presentados.

– ¡No se precipite! -me había advertido entonces el pequeño Obadiah-. ¿Está absolutamente seguro de que ha entendido bien lo que le pedimos, teniente Tewp?

¡Oh, Dios mío! Sí, había comprendido demasiado bien lo que Donovan Phibes esperaba de mí. No había sido la amenaza de entregarme, inerme a Diarmuid lo que me había decidido a entrar a formar parte de los conjurados. Era otra cosa. De hecho, había sido únicamente la más pura, simple y fría racionalidad. Estas personas habían acabado por persuadirme de la justicia de su causa. Habían conseguido su objetivo. Sí, haría lo que reclamaban de mí. ¡Yo, personalmente, mataría al rey Eduardo VIII y a su amante! ¡Desencadenaría una guerra entre las naciones del mundo! ¡Pero tal vez esa guerra fuera -eso esperábamos todos- el último conflicto a gran escala en la historia de la humanidad!

– Si Keller se entera o llega a la conclusión de que en adelante el éxito de nuestro proyecto descansa sólo en usted, evidentemente tratará de abatirle. A partir de ahora pasa usted a primera línea, Tewp. Pero tranquilícese, porque no parte totalmente al descubierto. Diarmuid le protegerá. Él encontrará a los agentes del SD antes de que consigan su propósito de hacerlo fracasar todo.

– Su escocés no tendrá que ocuparse de Küneck -había informado entonces a Donovan Phibes-. Murió en mi presencia, degollado por los nacionalistas.

Ahora que había escogido mi bando, creí conveniente no ocultar nada a mis nuevos socios. Bastaron unas pocas frases para informarles de lo que sabía sobre las intenciones de Bose y del faquir Darpán. Un largo silencio había seguido a mi relato. Un silencio no consternado, sino solemne, porque ahora la duda ya no estaba permitida: dos bandos enfrentándose, los agentes del SD aliados a los hombres de Netaji contra los conjurados del grupo de Donovan Phibes. Por un lado, la preservación a corto plazo de una paz que sería el preludio de una guerra total, y por otro, una formidable provocación que justificaría un conflicto breve y localizado destinado a extirpar de una vez por todas el absceso pardo que crecía en el corazón de Europa. Yo no me arrepentía de mi elección. Hubiera deseado no verme obligado a escoger entre estas dos facciones; pero los acontecimientos así lo habían dispuesto. Ocurriera lo que ocurriese en adelante, yo ya no podía contentarme con adoptar la personalidad del pequeño funcionario gris y anónimo que tan bien había encajado conmigo en otro tiempo. Donovan Phibes acababa de abrirme la puerta de la historia. Me gustara o no, ahora debía franquearla…

En todo ese día, la señora Simpson no se dignó aparecer. La americana permaneció recluida en su habitación, donde incluso se hizo servir la comida. Y lo cierto es que aquello me venía de perlas para mis intereses. Evidentemente no me apetecía cruzarme con ella ahora que sabía que su muerte provendría de mí. Yo aún desconocía los detalles de lo que los hombres de la Suite de los Príncipes habían preparado para matar al rey y a su amante. Aunque poco importaba la forma. Se habían limitado a explicarme que no me pedirían que actuara antes de la llegada de Eduardo a Calcuta. Los pormenores del atentado no me serían comunicados hasta el último minuto, y se ocuparía el coronel Hardens en persona. ¿Qué me habían prometido a cambio? Pocas cosas, de hecho. La impunidad, claro está; eso era lo mínimo que podía pedirse. Y dinero también. Mucho dinero incluso. Pero yo había rechazado enérgicamente cualquier forma de recompensa material. Yo no me consideraba un mercenario. No estaba en venta. Intelectual y moralmente, las posiciones de Phibes eran justas. Con mi gesto, con mi crimen, salvaría centenares de miles de vidas, millones tal vez. Aquello era retribución suficiente para mí. Incluso me hacía sentir feliz. Casi orgulloso.

Pasé la mañana sumido en este estado de exaltación. Todo me parecía claro, imparable, evidente. Me había comprometido a cometer un doble asesinato, pero no calificaba este acto mucho más condenable que matar a un perro afectado por la rabia. Y luego, a medida que avanzaba el día, empecé a sentirme dominado por un nerviosismo febril. Mis manos se retorcían, mis pulmones se comprimían. Buscaba aire, en vano. Con el paso de las horas, esta sensación de opresión se fue haciendo cada vez más insoportable, y la mala conciencia surgió por fin como una fuente sombría del fondo de mi corazón y me invadió por completo. ¿Qué había prometido a esos hombres? ¿Qué demonio me había dominado para que me alineara con su causa? ¡Phibes no me pedía que degollara a unos vulgares cerdos en el patio de una granja! Pretendían que ejecutara un doble asesinato. ¡Y no sobre cualquiera, sino sobre el rey y la mujer que sería su futura esposa! ¿Cómo había podido dar mi consentimiento a semejante aberración? ¡Tenía que reaccionar, debía hacer fracasar el complot! ¡Pero eso significaba al mismo tiempo dejar vía libre a Bose y a Keller, enemigos declarados de la Gran Bretaña! ¡Tomara el camino que tomase, estaba atrapado en un callejón sin salida! O bien ayudaba a Phibes y me convertía en un criminal, o bien dejaba actuar a Keller y favorecía los intereses de Alemania y de los independentistas hindúes contra Inglaterra. ¿Qué hacer, pues? ¿No actuar? ¿Cruzarme de brazos y ser testigo de los acontecimientos? Ya no lo consideraba posible. ¡Estático, atrapado entre dos fuegos, sólo podía ser aplastado sin piedad! En aquel estado, presa de los nervios, con el cuerpo sacudido por temblores, hablando solo mientras daba vueltas por mi habitación, debía de tener el aire de un condenado a muerte. Sin que importara a qué punto me condujera mi análisis, la constatación era siempre invariable: ¡estaba definitivamente solo frente a mi elección! ¡Ayuda! ¡Necesitaba ayuda! Pero ¿hacia quién podía volverme? ¿En quién podía confiar? ¿En Bartholomew Nicol? Sin duda; pero él no era más que un viejo capitán médico sin poder ni influencia. No podría hacer nada concreto, nada eficaz por mí. ¿En Garance de Réault? ¡Evidentemente no! Madame de Réault era una persona inteligente, de eso no cabía duda, y decidida también. Pero era una extranjera y yo no olvidaba que ella había sido la puerta de entrada de Darpán para que interviniera en la danza macabra que se desencadenaba en torno a mí. Entonces, ¿en quién? Habid Swamy y el aspirante Shaw también quedaban descartados. Un simple caporal hindú y un jovencísimo oficial sin experiencia hubieran tenido aún menos influencia que el buen Nicol. Sólo quedaba Zacharias Gibbet, el teniente coronel de la policía militar. ¿Podía realmente sincerarme con este hombre? No tenía ni idea. A decir verdad, la escuadra y el compás grabados sobre su cartapacio y su insistencia en mencionar la divisa del MI6, Semper occultus, durante nuestra entrevista no me inspiraban nada bueno. Sin duda Gibbet era también un hombre con un doble fondo. Sin embargo, era preciso que me lanzara al agua, que apostara por una solución, si no quería soportar solo y sin ningún tipo de recursos el monstruoso fardo que desconsideradamente me habían cargado a la espalda.