Выбрать главу

Así que puse fin a todo debate conmigo mismo, corrí hasta los centinelas apostados en torno a la villa Galjero y ordené a su sargento que me condujera sin pérdida de tiempo a los Grandes Apartamentos. Aún estábamos en plena jornada, y yo era consciente de que Hardens o alguno de los numerosos espías que, en el cuartel, parecían consagrados a la causa de Donovan Phibes podían detectar mi presencia allí y adivinar mis intenciones. Pero aquello me era indiferente. En cuanto hubiera franqueado el umbral del despacho del jefe de la policía militar, ya nada podría ocurrirme. Y además, era tanta la importancia de lo que estaba en juego que valía la pena intentarlo. Como un condenado, subí de cuatro en cuatro los escalones que conducían al piso de Gibbet. Alargando el paso, atravesé velozmente el pasillo de su servicio, y golpeé la puerta sin perder tiempo en hablar con el alarmado secretario que ya surgía detrás de mí para detenerme.

– ¡Mi teniente! ¡Mi teniente! ¡No tiene derecho…!

Al ver que mis golpes no obtenían respuesta, accioné el picaporte; pero la puerta estaba cerrada con llave.

– ¿Dónde está el coronel Gibbet, caporal? ¡Tengo que verle inmediatamente! ¡Es un asunto de gran importancia! -aullé al ordenanza, escandalizado por el desprecio que mostraba por las reglas más elementales de la cortesía militar.

– ¿El coronel Gibbet? Pero es que… -respondió, turbado.

– ¿Qué pasa ahora? -le espeté con malos modos.

– Pues… ¡es que murió ayer noche, mi teniente!

La brutalidad del anuncio hizo que me tambaleara. Por suerte, el caporal me sostuvo y rápidamente deslizó una silla hasta mí.

– ¿Zacharias Gibbet… está muerto? Pero ¿cómo ha ocurrido? -dije, extrañado, después de recuperarme de la impresión.

– Una caída, mi teniente. Pasó a través de los cristales del último piso de La Toldilla mientras peleaba con un tipo. Un vulgar asunto de faldas, al parecer. Cayeron ambos contendientes. Y los dos están muertos. ¿No estaba al corriente? No se habla de otra cosa en el cuartel.

– ¿Otro tipo? ¿Qué otro tipo, caporal? -pregunté con creciente aprensión.

– No conozco su nombre. Un chico de los archivos. Corre la voz de que se acostó con la amante en título del coronel Gibbet. Pero es sólo un rumor…

¡Un chico de los archivos! ¡Eric Arthur Blair, evidentemente! Sólo podía tratarse él. Desde luego, ni por un segundo otorgué el menor crédito a la versión del incidente que circulaba por los dormitorios militares. Si Blair y Gibbet no se encontraban ahora entre los vivos, no era a causa de una historia de cama. Era mucho más simple: porque me habían visto con ellos y sabían que les había preguntado por la identidad de Donovan Phibes. La atrocidad de la situación me atrapó por el cuello, oprimiéndome la laringe con más fuerza aún que el puño de Diarmuid la víspera.

El anuncio de estas dos muertes había acabado de devolverme la razón. ¿Cómo había podido olvidar que esa gente, por banqueros, diplomáticos o capitostes de la industria que fuesen, ya se había manchado las manos con la sangre del agente Surey y de su compañero? Con estas nuevas víctimas inocentes, yo obtenía también la prueba de que no dudarían en eliminarme una vez hubiera cumplido mi tarea. David Tewp era para ellos un ingenuo útil a quien habían nombrado ordenanza de Wallis Simpson para introducirle discretamente en el círculo íntimo del más alto personaje del Estado; pero cuando el papel de Tewp el Panfilo hubiera llegado al final, no tendrían más elección que eliminarle a él también. Yo conocía sus nombres. Conocía sus rostros, sus motivaciones. ¡En ningún caso podían permitirse dejarme con vida! Todas estas reflexiones cruzaron por mi mente en un instante, como una descarga eléctrica. Aún aturdido, abrumado por los acontecimientos que se precipitaban, conseguí levantarme y abandoné tan discretamente como pude los Grandes Apartamentos. Como sabía que a esa hora Nicol aún pasaba consulta, me vinieron unas ganas enormes de que me llevaran al hospital; pero resistí a la tentación, porque de ningún modo podía arriesgarme a poner otras vidas en peligro. Ocurriera lo que ocurriese en adelante, tendría que afrontar en solitario la catástrofe que se anunciaba.

Cuando volví a casa de los Galjero se estaba celebrando una fiesta improvisada, que se hallaba en su apogeo. Al parecer, Dalibor y Laüme habían traído, de no sé dónde, a un puñado de invitados, cuyos esmóquines y vestidos largos apenas disimulaban su carácter naturalmente perverso y arrogante, a imagen del de la señora Simpson. Me limité a entrever a esa gente, porque había llegado a la conclusión de que hacer de carabina de la americana de demasiado cerca era inútil en tanto conservara el título de asesino patentado que me había otorgado la víspera por la noche Donovan Phibes, la hidra de trece cabezas y centenares de manos procedentes de «once naciones diferentes repartidas por los cinco continentes», citando las palabras textuales de Hardens. Subí, pues, a mi habitación para descansar. Apenas había dormido en el curso de las últimas cuarenta y ocho horas, y la falta de sueño, añadida a la tensión generada por los últimos acontecimientos, empezaba a cobrarse un pesado tributo sobre mi estado físico. Me tendí y me dormí enseguida. No había tenido la sensación de dormitar más que un momento cuando un roce en mi mejilla me despertó bruscamente. A pesar de que la habitación estaba envuelta en sombras, distinguí los rasgos de Laüme Galjero inclinada sobre mí. Me encogí súbitamente, como si un tizón me hubiera quemado, y con un gesto rudo me cubrí el pecho con la sábana sin prestar atención a los latidos de mi corazón. La Galjero me sonreía, pero no decía palabra. Su vestido negro, profundamente escotado, descubría impúdicamente sus hombros, sus brazos, el surco tierno entre sus senos, y una lengua fina y rosada asomaba entre sus labios entreabiertos. Me cogió el mentón con la mano y acercó lentamente su rostro al mío. El olor de su carne saturó mi ser, penetró en mi espíritu, lo encadenó como lo hubiera hecho el filtro de una bruja.

Casi petrificado, creí que era la propia muerte la que avanzaba hacia mí, tan incapaz me sentía de reaccionar, de pensar siquiera. Luego, cuando la boca de Laüme ya iba a posarse sobre la mía, una última chispa de lucidez se reavivó en mí y me hizo rechazar con todas mis fuerzas a la criatura que se ofrecía. Durante un instante muy breve, mi rechazo provocó una especie de combate. Nuestras manos se entrelazaron, nuestros brazos batieron el aire, sentí sus largas uñas duras marcando mi torso y vi relámpagos de odio surgiendo de los ojos, tan hermosos, de esta mujer. Pero la batalla cesó enseguida, y nos apartamos el uno del otro sin mirarnos ya. Laüme se incorporó y abandonó mi habitación. Sin tomarse el trabajo de volverse, me enunció una suerte de sentencia:

– Si se hubiera abandonado esta noche, yo no hubiera puesto límites a lo que le hubiera concedido, David. Tanto peor para usted… Sí, realmente es un lástima que haya frustrado así mi deseo.

Luego cerró la puerta y a mi alrededor se cernió la oscuridad absoluta. Una negrura espantosa, abisal, una oscuridad que nunca antes había atravesado, ni siquiera cuando Darpán y Ananda me habían sumergido en un estado cataléptico en la roca en medio del río hirviente para liberarme de las prácticas nefastas que Keller había tejido en torno a mí. Permanecí un buen rato sentado en mi cama, desconcertado y tembloroso, escuchando los ruidos de fiesta y de orgía que subían de los salones. No quería bajar, no quería ver. Demasiado bien imaginaba lo que estaba ocurriendo allí para herirme el alma siendo testigo directo de esa escena. No tenía ninguna necesidad de aquello… no, realmente ninguna.