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Al alba, los invitados partieron, un poco ebrios, un poco tambaleantes. Los hombres iban en camisa, y las mujeres, todavía medio desnudas. Los coches los recogían en la escalera de entrada, y nadie parecía sentir ningún reparo en que criados, chóferes y sirvientes pudieran ser testigos de tanta disolución y abandono.

Como había esperado, durante toda la mañana reinó la calma en la propiedad, de modo que aproveché la ocasión para comunicar a Habid Swamy a través del correo interno que deseaba que se presentara urgentemente en la verja de la villa. Menos de una hora más tarde, el caporal hindú hacía chasquear reglamentariamente sus talones en mi presencia.

– ¡Espero sus órdenes, señor oficial!

Swamy y yo no nos habíamos visto desde hacía varios días. Y aunque no tuviera ninguna consigna que darle, su compañía fue un bálsamo para mí. En aquel momento necesitaba hablar. Sin embargo, estaba fuera de cuestión hacerle la menor revelación o comentario sobre la existencia de Donovan Phibes o la alianza tácita que ligaba ahora a Keller con los hombres de Bose; y estaba también fuera de cuestión revelarle que los brahmanes Darpán y Ananda estaban compinchados con los sanghatanistas. En lugar de eso, preferí preguntarle por Khamurjee y la Thomson Mansion.

– Ninguna novedad, mi teniente. Kham sigue componiéndoselas para transmitirme sus informes. Aparentemente no hay ningún elemento que desentone en la organización de su fundación. Creo incluso que el chico pronto me pedirá que le deje seguir con el juego y le deje partir a su pritaneo de Berlín.

La incongruencia de esta perspectiva me hizo reír, a pesar mío. ¿Hasta ese punto me había engañado sobre la gente de Thomson Mansion? ¿Qué había imaginado? ¿Que eran unos monstruos devoradores de niños? No, todo aquello era ridículo. Pregunté a Swamy por los rumores que corrían sobre la muerte de Zacharias Gibbet y Eric Arthur Blair, pero el caporal no sabía más de lo que el ordenanza de los Red Caps me había comunicado la víspera.

– ¿En qué puedo serle útil, mi teniente? -acabó por preguntarme Swamy, que se daba perfecta cuenta de que los temas de conversación que yo elegía no eran sino pretextos para ocultar mis verdaderas preocupaciones.

– En nada… O mejor dicho, sí… ¡Encuéntreme a Darpán!

La orden no agradó al hombrecillo. El caporal me dirigió una mirada extraña antes de decidirse a partir hacia el templo de Kalighat Road, de donde madame de Réault había hecho venir al sacerdote del turbante negro para que cuidara de Khamurjee en el Harnett, y donde, una noche de tormenta, yo mismo había sorprendido a Darpán celebrando la abyecta ceremonia del maithuna.

Esperando febrilmente que el Bon Po se dignara presentarse, volví hacia el edificio principal. La víspera, Jaywant se había referido a la posibilidad de una salida, pero la casa no presentaba señal alguna de que esto sucediera.

– Creo que mis amos y la señora Simpson prefieren descansar hoy también, oficial Tewp. Deben de querer reservar fuerzas para la caza del tigre que el sultán Muradeva organiza dentro de tres días.

– ¿Esta actividad reviste algún peligro? -pregunté.

– No para los cazadores, señor. Los tigres no atacan a los elefantes sobre los que están instalados los tiradores. En cambio, puede ocurrir que se produzcan víctimas entre los porteadores o los ojeadores. Sí, a veces sucede. Incluso a menudo. Se diría que es el tributo que hay que pagar…

Con la mente agitada por visiones de muerte y de sangre, volví a mi habitación, de la que había decidido no salir hasta que anocheciera. Dejé la puerta entreabierta para no perderme ninguno de los ruidos domésticos. Ya había conseguido familiarizarme lo suficiente con el lugar para distinguir los sonidos corrientes que revelaban una actividad en la que Wallis Simpson estuviera implicada. Pero durante toda la tarde sólo oí murmullos de conversación, entrechocar de tazas y teteras, risas ahogadas, y luego, al caer la noche, el tintineo del hielo en los vasos. Si se había programado una excursión para este día, a cada minuto se hacía más evidente que había sido anulada. Nadie subió a preguntar por mí. De todos modos bajé para cenar en el saloncito que me habían reservado y, en cuanto pude, volví a enterrarme en mis aposentos, vivamente contrariado por la negativa con que Darpán parecía responder a mi deseo de encontrarme con él lo más pronto posible. Tal vez Swamy no le había encontrado. Tal vez el Bon Po había juzgado preferible abandonar la ciudad mientras esperaba que la crisis se resolviera de un modo u otro… O bien… o bien Diarmuid ya había empezado a dar caza a los sanghatanistas implicados en la lucha contra Donovan Phibes. Porque en mi loca pérdida de control la noche pasada en el hotel Ascot, en aquel momento de absoluto desprendimiento de mí mismo que me había llevado a adherirme al monstruoso plan de los trece conjurados, yo había tenido la debilidad de confiarles las identidades de Darpán y de su aprendiz. Al escuchar estos nombres, el rostro de Diarmuid se había deformado por un instante en un rictus espantoso, ¡una especie de mueca de jabalí que le había hecho descubrir todos sus dientes, mostrándonos que se los había hecho cortar todos en punta! ¿Tal vez el escocés había empezado a buscar a Keller siguiendo esta pista? En tal caso, a pesar de los talentos de los Bon Po y de su afición por la crueldad, juzgué que no tendrían ninguna oportunidad ante el monstruo acorazado de las Highlands.

Así pasé las dos horas previas a la medianoche, atormentándome con estos pensamientos. Fuera, la luna brillaba, llena y redonda en un cielo sin nubes, bañando el césped con una extraña luz, gris e intensa, que proporcionaba singulares relieves a todos los volúmenes de la fronda, de las fuentes y los edificios. Mis ojos se habían abismado desde hacía varios minutos en esta vana contemplación cuando de pronto un movimiento irregular que agitaba el fondo arbolado me llamó la atención. Tuve el tiempo justo de coger mi viejo catalejo -que por fortuna había tenido la precaución de incluir en mi equipaje- para ver a un cortejo que se dirigía directamente hacia la zona salvaje del parque. Encabezando la fila, reconocí la alta silueta de Dalibor Galjero, seguido por Laüme, Simpson, y una tercera silueta femenina, vestida con un largo chal a la moda hindú que la cubría de la cabeza a los pies. Creí identificar a Madurha, la más estilizada de las bailarinas del sultán Muradeva. Ante ella caminaba otra figura más, una minúscula sombra triste, cubierta de harapos. ¡Un niño! Como en la noche de la primera orgía, estaba seguro de que el destino del grupo sólo podía ser esa famosa stupa negra que se levantaba en medio de la maleza como un dedo de carne flaca.

Exaltado, corrí al piso superior, a una de las ventanas del pasillo desde donde sabía que disfrutaría de una inmejorable visión del parque. Era mi única oportunidad de descubrir el camino oculto que utilizaban los Galjero para abandonar la zona ordenada de los jardines. Con los pies descalzos, corrí tan deprisa como pude hacia mi puesto de observación. Al enfocar de nuevo la lente, vi que el grupo llegaba al lindero del bosque. La luna iluminaba la escena como en pleno día. ¡Lo veía todo! Dalibor se acercó, solo, a un arbolillo plantado por delante de los otros y se arrodilló respetuosamente ante él como si fuera un ídolo, una especie de pequeño dios silvestre. Luego sacó de su bolsillo un frasquito que contenía no sé qué líquido, que vertió respetuosamente en la tierra que rodeaba al árbol enano. Podía ver cómo movía los labios; pero era incapaz de adivinar las palabras que pronunciaba. ¿Qué diablos estaba haciendo? ¿Era una especie de ritual? ¿Un acto mágico? ¿Un acto de pura superstición para impresionar a Simpson y a la bailarina? Imposible decirlo. Me apresté a examinar más detenidamente al grupo de las mujeres y el niño, pero un temblor en las ramas bajas más próximas al rumano atrajo mi atención. ¡Sin poder creerlo, vi cómo las ramas de espinos se apartaban como por arte de magia y en unos segundos dejaban al descubierto un camino perfectamente rectilíneo, un sendero limpio y recto que se hundía en el corazón de la jungla! ¿Qué artificio de prestidigitador había podido producir este milagro? Lo atribuí a un gran despliegue de medios y esfuerzo para controlar la retirada de las ramas y los matorrales artificiales, tal vez mediante una red de cables y poleas enterrada en el suelo. Era la única explicación lógica, y yo sabía que los Galjero eran suficientemente excéntricos para concebir un mecanismo como aquél. Eso debía asegurar a los rumanos un temible ascendiente sobre las almas simples a las que ofrecían este espectáculo. Wallis y la bella Laüme fueron las primeras en desaparecer bajo las sombras negras de los grandes árboles. La bailarina las siguió, empujando con rudeza al niño ante ella. Finalmente, Dalibor cruzó también la linde, y los matorrales se cerraron sobre él tejiendo una rejilla de espinas infranqueable para quien desconociera la existencia del pasaje secreto. Todo volvió a quedar como antes. La ilusión era perfecta. Aun sabiendo que existía, el ojo no podía discernir nada de ese porche vegetal.