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Bajé mi telescopio y volví discretamente al piso inferior. Por primera vez desde hacía muchos días, tenía la sensación de que por fin progresaba en mi investigación. Con mayor razón aún porque un detalle me daba vueltas en la cabeza. Sentía que se trataba de algo importante. Aguzada por la lente, mi mirada había captado algo en la escena del paso hacia el bosque salvaje. Un ínfimo fragmento de información que mi cerebro, demasiado ocupado en comprender las maniobras de Galjero para abrirse paso a través de los zarzales, había decidido relegar momentáneamente para un análisis posterior. Pero este detalle se me escapaba, como una mariposa ante la mano de un niño… ¡La mano de un niño! O, mejor dicho, ¡la mano de la bailarina que había empujado al niño hacia los árboles! Yo había visto esa mano durante una fracción de segundo. Y no era morena como hubiera debido de ser la de Madurha. ¡Era blanca! ¡Blanca y fina como la de Ostara Keller! La sangre se me heló en las venas. ¡Keller estaba aquí! ¡Y su refugio era la stupa en el fondo del parque de los Galjero! Ante esta perspectiva, mi mente se desbocó. ¡La agente de élite del SD Ausland, la protegida de Heydrich, la mujer que perseguía desde hacía casi un mes, esa austríaca pretendidamente nacida hacía veintitrés años en Graz de la relación carnal entre Althus Keller y Sabrina Ginter, esa bruja que acariciaba cráneos y entrenaba serpientes, esa furia que plantaba sin asomo de duda su daga en la garganta de soldados aguerridos, esta muchacha, en fin, acosada por un gigante pelirrojo con el cuerpo recubierto de acero, se encontraba a sólo unas yardas de mí! Este descubrimiento me situaba ante una encrucijada. Bastaba una llamada, enviar una nota, para que el escocés se lanzara contra su presa. Dentro de una hora todo habría terminado para Keller y ya nadie estaría en situación de oponerse al plan de Donovan Phibes. Pero si, al contrario, optaba por callar, si me guardaba para mí lo que sabía, todo sería distinto. ¡La historia del mundo cambiaría! Esta idea, esta elección, esta decisión que debía tomar, era embriagadora, turbadora… ¡Yo no era nada, no valía nada, y sin embargo, en este instante se concentraba un poder inmenso en mis manos! Me acometió el vértigo. Cerré los ojos y me dejé caer pesadamente sin ninguna retención, sin ningún control. El impacto fue violento. Mi cráneo chocó con tanta fuerza contra el suelo que casi perdí el conocimiento, pero el dolor, paradójicamente, interrumpió de golpe el sortilegio de mi embrutecimiento. ¡Abrí los ojos de nuevo como si me despertara de una larga pesadilla y me incorporé, feliz casi! ¡Por fin sabía qué debía hacer! En primer lugar, cogí una pluma y papel, y de un tirón y sin tachaduras, plasmé sobre el papel todo lo que sabía de Donovan Phibes. No omití nada, ni los nombres de los conjurados ni el alcance de sus palabras, la antevíspera, en la Suite de los Príncipes del Ascot. Luego procedí del mismo modo con los sanghatanistas, describiendo todo lo que sabía de Bose, Darpán, Ananda. Describí el asesinato de Küneck y puse negro sobre blanco las revelaciones del alemán antes de morir. Bastó poco más de una hora para terminar el trabajo. Introduje el expediente en un sobre, lo sellé y anoté la dirección del procurador del virrey en Nueva Delhi. Al día siguiente confiaría el documento a Habid Swamy, que tendría por misión entregarlo a quien correspondía si llegaba a sucederme una desgracia de aquí al final de la estancia en las Indias del rey Eduardo VIII. ¡Porque estaba firmemente decidido a que ni nuestro soberano ni la señora Simpson morirían aquí mientras yo fuera oficial del MI6 con destino en Calcuta!

Acababa de guardar el sobre en un cajón del secreter que se cerraba con llave, cuando oí el sonido de una puerta que se abría suavemente en la planta baja. Apagué la luz, desenfundé instintivamente mi Webley y pegué la espalda a la pared, justo detrás de la puerta de entrada de mi suite. ¡Una voz interior me advertía de que el hombre o la mujer que entraba a escondidas en la casa había venido por mí! Agucé el oído y oí crujir un peldaño bajo un peso humano. Luego reinó un completo silencio durante tres minutos, cuatro tal vez. Y después vi cómo el pomo de mi puerta giraba… Contuve la respiración para no alertar al intruso, mientras mi pulgar levantaba muy despacio el percutor del revólver. Coloqué mi índice sobre el gatillo cuando una silueta alta se perfiló en el umbral. Aquel turbante negro… ¡reconocí al momento a Darpán! El brahmán avanzaba encorvado, como un felino al acecho, temiendo caer en una trampa. Aún no se había vuelto, y juzgué preferible dejar que se adelantara un poco más antes de revelar mi presencia, ante el temor de que desencadenara una reacción irracional por su parte. Cuando estimé que la distancia entre nosotros era bastante grande para garantizar nuestra seguridad mutua, permití que un ligero soplido pasara entre mis dientes. El brahmán se volvió al instante. ¡En su mano brillaba un largo puñal de dos hojas!

– ¡Tewp! -murmuró mientras yo apuntaba el cañón de mi arma contra su frente-. ¡Tewp! ¡He visto a su ordenanza Swamy! ¿Qué quiere de mí?

Sin bajar el revólver, permanecí frente a él un momento sin decir nada todavía, tratando de adivinar por el brillo de su mirada el carácter de sus intenciones, si eran hostiles o si realmente había acudido en respuesta a mi llamada. El Bon Po debió de comprender el sentido de mi inmovilidad porque enfundó el arma. Recobrada la calma, también yo dejé caer mi brazo a lo largo del cuerpo.

– Dios mío, ¿cómo ha entrado aquí, Darpán? -siseé.

El brahmán se contentó con dirigirse hacia un sillón e instalarse en él cómodamente.

– ¿Sabe que los británicos han puesto a Netaji bajo arresto, Tewp? -me dijo por fin en tono relajado mientras yo me acercaba a él devolviendo el percutor de mi arma a la posición normal.

A mí me importaba bien poco lo que pudiera sucederle a Bose: en ese momento tenía en la cabeza preocupaciones de mayor envergadura.

– ¡No he enviado a Swamy a buscarle, Darpán, para pedirle noticias de su Netaji! ¡Tengo muchas cosas de que informarle! ¡Y muy poco tiempo para hacerlo!

Lo mejor que pude y, sobre todo, lo más rápidamente posible, le esbocé un cuadro de estos últimos días. No omití ningún detalle. Ni la introducción de Khamurjee en el seno de Thomson Mansion, ni la visita al coronel Zacharias Gibbet, ni, desde luego, el encuentro con Donovan Phibes, y ni siquiera el reciente descubrimiento del lugar donde se ocultaba Ostara Keller. Cuando hube acabado mi relato, vi que una extraña sonrisa se dibujaba en el rostro del sacerdote.