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– ¡No podemos permitirnos el lujo de esperar, Darpán! Tenemos que actuar ahora -le apremié.

– ¡Excepto en caso de que le apetezca morir, le aseguro que es imposible que nos abramos paso hacia este lugar esta noche!

Al ver que me encolerizaba ante esta manifiesta falta de interés en aprovechar la ocasión que se nos presentaba, Darpán se levantó de un salto, me sujetó de la manga y me arrastró fuera de la habitación.

– Es sencillamente irrealizable, y se lo demostraré enseguida -dijo, harto de mis protestas.

Abandonamos la villa con cautela y atravesamos las vastas extensiones de césped desrizándonos de un rincón de sombra a otro. Darpán quería que le condujera al punto exacto donde había visto a Dalibor Galjero arrodillarse y realizar sus aspavientos ante el arbusto esmirriado. Llegamos al lugar tras algunos minutos de marcha tan prudente y silenciosa que no despertó a ninguno de los pavos reales que dormían entre las hierbas.

– Es justo lo que temía -anunció el brahmán ante aquel aborto vegetal.

– Pero ¿de qué está hablando? -repliqué enseguida, cada vez más irritado por las ínfulas, cargadas de sobreentendidos, que se daba mi compañero del turbante negro.

Por mi parte, yo sólo veía una miserable raíz retorcida con una vegetación rala y una copa que se elevaba penosamente a dos pies del suelo.

– ¿No siente nada, Tewp?

– ¡No!

– ¿Y sigue creyendo que este vegetal no es más que una palanca que dirige un mecanismo que provoca el desplazamiento de los espinos?

– ¡Sí!

– Entonces, ¡dígame cómo se supone que funciona!

Resignado, quise arrodillarme en el suelo para remover la tierra en torno al arbusto y dejar a la vista algunos de los engranajes que allí debían de ocultarse; pero de pronto, mientras me adelantaba, me acometió una espantosa crisis de angustia. Empecé a temblar y se me revolvió el estómago ante la simple idea de hundir las manos en la turba y las raíces. El ataque era tan fuerte que incluso me dominó un impulso irresistible de llorar. Las lágrimas se deslizaron por mis mejillas mientras una tristeza infinita, inexplicable, se abatía sobre mí y me incapacitaba para efectuar el menor movimiento. ¡Estaba avergonzado, me sentía ridículo, pero pese a que era perfectamente consciente de mi estado, ningún pensamiento conseguía calmarme! Darpán me arrastró violentamente hacia atrás y me abofeteó. Poco a poco, la terrible tristeza que me oprimía aflojó su presa y recuperé el dominio de mí mismo.

– Este árbol no es lo que aparenta, Tewp. Es un guerrero vegetal. Un ser vivo que piensa y actúa, y que ha sido criado, educado para esto. Tiene una función. ¡Es el guardián del umbral! ¡Protege el acceso a la fronda y usted nada podrá hacer contra él si no sabe cómo combatirlo! Todo lo que intente empíricamente contra él se revelará inútil. Y muy peligroso para usted. Ahora acompáñeme, tenemos que regresar. ¡No deben sorprendernos aquí!

Caminando a paso ligero, volvimos a la villa. En el cielo, la luna llena brillaba baja en el horizonte y hacía vibrar todo el parque silencioso con andanadas renovadas de siete ondas de luz malva.

Darpán se había ido tal como había venido, furtivo y misterioso, apenas una hora antes de que se alzara el sol; pero antes aún había tenido que hablarme de lo que él denominaba, con tanto respeto como desconfianza, los «genios familiares».

– Es un conocimiento viejo como el mundo, y es la base esencial de toda magia auténtica. La escena de abertura de la maleza de que ha sido testigo hace un momento lo prueba: Dalibor Galjero conoce bien este arte sutil. ¡No cabe duda de que él fue el maestro de Keller, quien la formó en los hechizos de muerte! Habrá que matarle, como a la austríaca… Y a su mujer también. ¿Cómo la llama usted…?

– Laüme -respondí no sin esfuerzo, destrozado ante la perspectiva de la muerte de esta criatura tan hermosa, tan hechizadora y, sin embargo, tan perversa.

– Habrá que matarlos a los tres -afirmó despiadadamente el brahmán- Porque si su saber es tan grande que les da poder sobre los árboles, es tiempo de que alguien se alce contra ellos. El dharma quiere, al parecer, que yo sea ese hombre.

El dharma. Era una de las nociones más simples y más complejas que regía la metafísica hindú. A la vez destino universal y ley de equilibrio, el dharma era comparable al tao de los adeptos a la religión zen. No era un juez. No era un legislador. No era identificable con una persona e integraba en su seno todas las contradicciones que engendra el ciclo de la vida y la muerte, del amor y el odio, de la indiferencia y el apego. El dharma era el alma de las Indias. Mientras un hindú viviera para honrarle, este país con las dimensiones de un continente seguiría siendo la última gran ciudadela pagana del mundo.

Solo en mi habitación después de la partida de Darpán, me vi obligado a contener mi impaciencia durante buena parte de la jornada. Pero poco después del mediodía se me requirió que me presentara ante el coronel Hardens. El jefe felón del MI6 de Calcuta me esperaba fumando un cigarrillo en el asiento de atrás del coche de servicio que había hecho aparcar en Shapur Street.

– El rey Eduardo llega mañana, Tewp -me dijo sobriamente la voz de Donovan Phibes-. Esté dispuesto para actuar…

– ¿Cuándo ocurrirá?

– El día siguiente. Mientras se desarrolla la caza del tigre. En las tierras del sultán Muradeva. Es de lo más sencillo… Hubiera preferido que fuera antes; lo más pronto posible, de hecho. Pero tenemos que redoblar la prudencia.

El rostro de Hardens reflejaba una intensa angustia. En sólo unos días había perdido peso. Tenía las mejillas hundidas. Y también vi que iba mal afeitado. Olía a sudor y a miedo.

– ¿Qué se sabe de Keller? -pregunté hipócritamente-. ¿Diarmuid la ha encontrado?

El coronel soltó un «no» breve que parecía contener toda su ansiedad. Luego, después de un pesado silencio que no osé romper, empezó a hablar de nuevo.

– Dolester. El consejero de lord Linlithgrow… ¿Le recuerda, Tewp?

Asentí.

– Ha muerto. Una mala muerte; en su despacho sin ventanas y cerrado por dentro con tres vueltas de llave. Ha sido la austríaca, estoy seguro. Pero nadie comprende cómo ha dado el golpe. El pánico empieza a apoderarse de los otros. Ha llegado el momento de que esta historia se termine de una vez.

– Coronel, ¿aún no quiere decirme cómo se supone que tengo que eliminar al rey y a su amante? Esto me permitiría prepararme…

Hardens gruñó como un oso y luego, después de lanzar su colilla apagada por la ventanilla, se volvió hacia mí para hablarme cara a cara.

– Eduardo y Simpson estarán instalados en la barquilla del mismo elefante. Aparte del cornaca, usted será expresamente designado por el jefe de protocolo como la única persona autorizada a subir con ellos al animal. Oficialmente, cargará sus fusiles… En el curso de la partida de la mañana, el cornaca hará tomar un determinado sendero a la bestia. Es un camino de jungla que acaba bruscamente en un cenagal. Cuando el animal se haya hundido en la turbera, usted descargará dos balas de un arma que le confiaré en la cabeza del soberano, y otras dos en la de la americana. Luego saltará de la barquilla a la orilla, donde le recogerán hombres de nuestra confianza. Uno de ellos le conducirá a un lugar seguro mientras que los otros se encargarán de los últimos detalles…

– ¿Qué últimos detalles, mi coronel?

– Colocaremos en la barquilla un cadáver de su corpulencia y vestido con un uniforme parecido al suyo. Es fundamental que los investigadores no le identifiquen como el asesino. Oficialmente, los autores del golpe serán alemanes. Oficialmente, el teniente David Norman Tewp habrá encontrado la muerte al mismo tiempo que Eduardo y Wallis. Sin duda, amigo mío, tendrá derecho a unos funerales nacionales, pero para entonces estará demasiado lejos para asistir a ellos si no es porque alguien ocupe su lugar.