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Hardens dobló su viejo cuerpo y me tendió un maletín de cuero que sacó de debajo de su asiento.

– En el interior encontrará una pistola automática Luger con tres cargadores llenos. Es obvio que no necesitará tantas municiones, pero es una precaución. Deberá disparar con esta arma. Sólo con esta arma, recuérdelo bien. Y cada vez en pleno rostro. Y sobre todo ¡no se ande con melindres!

Con un gesto brusco, Hardens me apretó el maletín contra el pecho antes de poner fin a la entrevista con estas palabras:

– Eso es todo, Tewp. Ya conoce lo esencial. Tanto si para entonces ha abatido ya a Keller como si no, Diarmuid estará constantemente cerca de usted la mañana de la caza. Le protegerá. Vamos, es hora de que vuelva a sus ocupaciones y no olvide la finalidad que nos motiva a todos. ¡Adiós, muchacho!

Aquello sonaba casi como una despedida. Aunque era totalmente estúpido por mi parte, yo estaba casi conmovido. Sin embargo, ese gran buda que era mi oficial superior se había manchado las manos con la sangre del agente Surey y de su compañero, con la de Gibbet y de Blair, y ahora se disponía a hacer derramar la de su propio soberano y sin duda maquinaba también mi muerte. Aun así, me resultaba imposible odiarle del todo. ¡Qué imbécil era, Dios mío!

LA MAÑANA DEL ELEFANTE

Decididamente, Wallis Simpson no era una persona corriente. Aunque oficialmente todavía se encontraba unida a su segundo esposo, un agente marítimo de la costa este, en 1935 la señora Simpson había hecho de Londres su residencia principal. Atraída por el lujo y el dinero, dotada para las fiestas y persona mundana por encima de todo, pronto se había creado allí una reputación de mujer fatal a la altura de las calaveradas de sus más grandes amigas del círculo de americanas expatriadas: las incontrolables y deletéreas Gloria Vanderbilt, Consuelo Thaw o Thelma Furness. Wallis Simpson había robado solapadamente a esta última a su pretendiente actual, ¡un cierto personaje de mente estrecha y cabellos pálidos y quebradizos, actual príncipe de Gales y futuro rey de Inglaterra! A pesar de que no podían tener caracteres más diferentes -uno retraído y serio; la otra, expansiva y descarada-, los dos amantes ya no se habían separado. El día de su coronación, en enero de 1936, Eduardo había transferido un tercio de su fortuna a la cuenta de Wallis, trescientas mil libras esterlinas como mínimo, y le había ofrecido como anillo de bodas morganáticas una enorme esmeralda de la que se decía que había pertenecido al Gran Mogol en persona. Ya nada parecía poder separar al rey de su amante. Nada excepto tal vez el maquiavelismo de algunos que conocían sobradamente las tendencias germanófilas de esta pareja improbable pero terriblemente influyente, tanto que de su vida o su muerte podía depender el destino del mundo.

– Mi esposa y yo somos perfectamente conscientes de la posición en que hoy se encuentra Wallis -me había confesado Dalibor

Galjero mientras los dos íbamos en el coche que había pertenecido al bandido Legs Diamond-. La conocimos hace más de diez años. No era gran cosa en esa época. No era una lady. Sólo una mujer inteligente y que prometía mucho, pero que se encontraba bajo la férula de un marido alcohólico que le pegaba. Su vida no era fácil, y nosotros la ayudamos un poco. Y luego el azar hizo su trabajo, o algo más que el azar incluso, poco importa… ¡Y hete aquí que hoy se encuentra a las puertas de Buckingham Palace! ¿Quién lo hubiera pensado? No creo que nunca sea reina de Inglaterra, si le interesa mi opinión. Pero algunos lo temen. Y otros lo esperan. Debe usted saber que ocurra lo que ocurra, tendrá consecuencias…

Sí, lo sabía. Con la Luger que sólo esperaba cumplir su trabajo en la masa cervical de la señora Simpson y de su real amante, yo estaba particularmente bien situado para juzgar sobre la pertinencia de la aserción. La jornada precedente a la llegada del rey fue sin duda la que transcurrió con más exasperante lentitud de todas las que había vivido en la villa Galjero. Darpán me había prometido que volvería al caer la noche para que juntos intentáramos llegar sin tropiezos hasta la stupa, y todos mis pensamientos se centraban en este instante más que en la caza del tigre prevista para dos días más tarde; porque había decidido actuar día a día, sin anticipar el futuro. El brahmán era un hombre liberado de las angustias del tiempo. Todo lo contrario de mí…

Simpson, sin duda con los nervios de punta por la inminente llegada del soberano, estaba muy inquieta. El sonido de su voz, habitualmente grave y sorda y transformada ahora en un horrible chillido, llegaba hasta mí fuera cual fuese el lugar de la villa donde intentara refugiarme. Varias veces en el curso de la jornada se enfureció con los criados por zarandajas, e incluso el plácido e impecable Jaywant tuvo que sufrir injustamente sus reproches. Excitada como una mosca en un día de tormenta, esta mujer electrizaba el aire a su alrededor. Lo sentí en cuanto apareció por la mañana. Consciente de que yo mismo estaba sumamente irritable, me las arreglé para no cruzarme con ella. Cuando por fin anocheció pude, no sin alivio, volver a mi habitación. Darpán, que ya se había introducido en ella -nunca llegué a saber cómo-, me estaba esperando. Sus ojos brillaban como los de un ave de presa.

– Le alegrará saber que el cabello rojo ha sido utilizado con éxito, Tewp. El hombre al que pertenece no vivirá más de cinco días. Ni su corpulencia de coloso podrá evitarlo.

– ¡Cinco días! ¡Es demasiado tiempo! ¿No sería posible reducir este plazo?

El brahmán me fulminó con la mirada antes de aconsejarme fríamente que me ocupara yo mismo de eliminar al gigante Diarmuid Langleton si consideraba que los métodos Bon Po no eran bastante eficaces.

– Este hombre no llegará al próximo mes, Tewp. Aún le queda un poco de tiempo, pero un gusano le roe ya desde dentro. Cada minuto que pasa le debilita un poco más. Aunque tengamos que enfrentarnos a él con las manos desnudas, nuestras oportunidades de vencerle aumentan a cada instante, mientras que las suyas disminuyen en la misma medida.

– En lo que concierne a la neutralización de ese «guardián del umbral» que tanto teme, ¿cree que se encuentra ya en condiciones de actuar?

– Este punto quedará establecido en cuanto podamos deslizarnos hasta los jardines sin llamar la atención, oficial.

Tuvimos que armarnos de paciencia durante un poco más de una hora, y luego, tan silenciosamente como la víspera, fuimos al lindero del bosque. Allí, el brahmán me pidió que me tendiera plano sobre la hierba a su lado y que no me moviera ni hablara hasta que él no me autorizara expresamente a hacerlo. Él mismo fue a arrodillarse en el lugar donde Galjero lo había hecho una noche antes, y de una bolsa de tela que llevaba colgada al hombro sacó una maceta en la que germinaba una minúscula plantita. Darpán empezó entonces a salmodiar muy suavemente palabras incomprensibles para mí. Tal vez fuera hindi, pero el tono de su voz era tan bajo que me era imposible reconocer las sonoridades que modulaba con gracia. ¿Qué estaba haciendo exactamente? ¿Encantaba al guardián vegetal? ¿Le halagaba? ¿Le persuadía de lo bien fundado de nuestra causa? El canto de Darpán se prolongó más de diez minutos. Era una salmodia lenta, larga, terriblemente aturdidora, tanto que acabó por adormecerme. Y tal vez hubiera acabado por dormirme sobre la hierba fresca si de pronto la voz del hindú no hubiera adoptado un tono amenazador. ¡Cuando abrí de nuevo los ojos, vi que arrancaba súbitamente con un gesto violento el brote que se erguía en la maceta, se lo llevaba a la boca y lo masticaba salvajemente! El guardián vegetal se estremeció. Aunque en ese instante ni un soplo de viento pasaba sobre el parque, el matorral tembló como si una corriente de aire agitara sus ramas. Al mismo tiempo percibí un susurro de hojas a mi espalda. Al volverme, vi que las zarzas más próximas se separaban unas de otras… ¡Darpán acababa de abrirnos el camino hacia la torre negra!