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– Esto constituye otro secreto de magia práctica que abre también numerosas puertas -comentó fríamente después de que su palma me hubiera hecho arder la mejilla.

El laconismo del comentario casi me provocó una carcajada, lo que en cierto sentido me liberó y me permitió recuperar el dominio de mí mismo. En un instante el miedo desapareció casi por completo, hasta el punto de que volví a sentirme con fuerzas para volver a la torre. Sin embargo, en cuanto franqueé el umbral de la oscura habitación, tuve la tentación de dirigir de nuevo la mirada a las líneas del suelo.

– ¡Sobre todo no mire los dibujos! -me ordenó Darpán-. ¡Esto acabaría por matarle! Venga, ahora tenemos que bajar…

– ¿Bajar? Pero ¿por dónde? -pregunté, estupefacto y furioso; por más que examinara el lugar, no distinguía el menor pasaje.

– ¡Pues por esta escalera, oficial! -gritó el sacerdote señalando un vago emplazamiento a mis pies-. ¿Sigue sin verla?

Bajé los ojos y, como antes, sólo la roca plana, perfectamente lisa si no hubiera sido por los pequeños grabados serpenteantes que la cortaban en toda su superficie, se ofreció a mi vista.

– ¡Aquí no hay nada! -exclamé, terriblemente irritado y sintiendo cómo volvían los síntomas de malestar.

– Ya hemos hablado bastante. ¡Ahora hay que bajar! -me espetó el brahmán, y sin ningún miramiento me dio un fuerte empellón que me lanzó hacia delante.

En lugar de caer al suelo, como esperaba, mi pie se hundió y tuve la sensación de un rápido descenso en ascensor. Sin saber cómo, me encontré tendido sobre un tramo de peldaños. Me quedé con la boca abierta. ¡No podía creer lo que estaba sucediendo! ¡Ni aunque hubiera asistido al milagro de Nuestro Señor caminando sobre las aguas en el Tiberíades me hubiera quedado más estupefacto! Miré alrededor y tuve que rendirme a la evidencia: ¡en efecto, me encontraba en el segundo o tercer peldaño de una escalera que se hundía en el suelo de la torre! ¡Y yo no había visto nada, no había adivinado nada que me hiciera sospechar su presencia en la habitación de entrada!

– ¡No pierda el tiempo preguntándose cómo es posible que esto esté ocurriendo, oficial! ¡Baje!

Darpán ya se encontraba a mi espalda y, por el tono imperioso de su voz, interpreté que estaba ansioso por recorrer los meandros de los subterráneos. Iluminado por la antorcha que sostenía el sacerdote, descendí hasta el final de esta escalera pendiente, sin barandilla, resbaladiza como los cantos rodados de la playa en la marea baja. Hice un cálculo aproximado de la distancia recorrida contando el número de peldaños y estimé que debíamos haber descendido una veintena larga de yardas por debajo del nivel de la torre, después de lo cual llegamos a un rellano final de donde partían dos pasillos. El más ancho era el de la derecha, e instintivamente seguimos por él. Pasamos bajo un dintel de piedra adornado con esculturas que representaban monstruos que despedazaban a unas figuras humanas acurrucadas, de las que no supe discernir si eran enanos o niños, y luego desembocamos en una sala de geometría irregular, llena de aristas y ángulos vivos. En cada uno de estos ángulos se levantaba una estatua de Durga la Negra, a cuyos pies había cuencos de cobre depositados como ofrenda que contenían harina, miel y aceite, y el suelo de la estancia estaba surcado de canales estrechos en los que se estancaba un líquido viscoso, que, a la débil luz de nuestra humeante antorcha, nos pareció de un color marrón claro y como salpicado de zonas grises enmohecidas. Darpán se inclinó para hundir su dedo en el charco.

– ¡Sangre! -exclamó el Bon Po-. Y vertida hace poco. No esta misma noche, pero sí, tal vez, en la de ayer.

Exploramos la habitación pero no encontramos ningún cadáver. ¿De dónde procedía, pues, toda esta sangre? A ojo calculamos que había una docena de litros esparcidos por el suelo de la sala, aproximadamente la que podían contener los cuerpos de dos adultos, o los de tres o cuatro niños. Ya no teníamos nada que hacer aquí. Volvimos sobre nuestros pasos y tomamos el pasillo de la izquierda. Después de recorrer unas docenas de yardas en condiciones penosas debido a que los muros del pasaje se estrechaban en forma de embudo y el techo se iba haciendo cada vez más bajo, vimos una forma humana tendida en el suelo. Era una niña de unos ocho años, que sólo llevaba un cinturón de tela roñosa en torno a los riñones. Darpán se precipitó hacia ella, pero ya nadie podía ayudarla. La chiquilla había sido desangrada y la habían dejado allí para que muriera. Su corazón ya no latía y tenía los ojos en blanco. Su cuerpo se había vaciado de sangre por dos heridas: una en la yugular y otra en la muñeca izquierda, como si la primera no hubiera sido suficiente. La pequeña se había debatido y había buscado apoyos en el muro, donde, a largos intervalos, se veían marcas rojas todavía frescas.

– ¿Es ésta la niña que vio ayer noche con su lente, Tewp? -me preguntó Darpán mientras examinaba el cadáver palpándolo con gestos propios de médico forense.

– A esta distancia no era más que una sombra de la que no pude distinguir bien los rasgos -respondí trastornado-. Pero es probable, sí…

– Este sótano es un matadero, Tewp. Prepárese para ver cosas difíciles de soportar. ¡Sigamos adelante!

Tragué saliva con dificultad. Desnudo, sin mi arma -había tenido que dejar el revólver en seco, con mi ropa, en la otra orilla-, avanzando encorvado por esta galería de piedra, me sentía tan frágil e inerme como un embrión germinando en su matriz de entrañas hediondas. Darpán, por su parte, parecía mucho menos turbado que yo. El sacerdote sujetó con firmeza la empuñadura de su daga de hojas gemelas, nuestro único medio de ataque y de defensa, y reanudamos en silencio nuestra laboriosa progresión. Finalmente desembocamos en una sala de altas bóvedas, de aspecto semejante al de la primera nave. Las mismas estatuas de la diosa de las metamorfosis y la misma disposición aproximada del lugar. Sin embargo, había un detalle que la distinguía: había anillas de bronce corroído -tal vez una cuarentena- encajadas a flor de suelo.

– ¡No toque nada, Tewp! -me previno el sacerdote, que se había erguido para examinar atentamente la geografía del lugar.

Esperé un instante a que el brahmán acabara de pasear la llama de la antorcha por los rincones más oscuros de la sala. Excepto por el chisporroteo seco de la tea, el silencio era absoluto, denso, impresionante. Un silencio de capilla ardiente. Darpán volvió hacia mí y, con una leve inclinación de cabeza, me indicó que tirara de una de las anillas. Angustiado, sujeté al azar uno de los círculos de metal y ejercí sobre él una fuerte tracción. Se abrió una trampilla. Las anillas estaban fijadas a unas delgadas tapas de piedra que cubrían unas fosas de un pie cuadrado de superficie aproximadamente y con una profundidad apenas mayor que la mitad de un cuerpo de adulto. El sacerdote del turbante negro hundió la luz en el orificio, donde distinguimos una masa encogida y reseca, de forma vagamente humana. Como no podíamos ver bien de qué se trataba, nos decidimos a extraer esa cosa de su agujero. De rodillas, la sujetamos entre los dos; pero en cuanto estuvo bastante liberada para poder desalojarla, los músculos de nuestros brazos se relajaron y el objeto se nos escapó de las manos y cayó en su nicho, produciendo un ruido mate y levantando una nube de polvo. Nos vimos obligados a volver a iniciar la operación para observar con más detalle el cadáver depositado en la cavidad, porque, ya no había duda posible, estábamos exhumando un muerto, una momia de un niño indígena de una decena de años. La textura del cuerpo era quebradiza y se desmenuzaba como ceniza bajo nuestros dedos. Los rasgos del rostro parecían expresar un intenso sentimiento de horror. Dos manchas amarillas brillaban débilmente donde deberían haber estado los ojos.