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Calculo que el paseo debió de durar casi una hora, un tiempo que constituyó una dura prueba para mí, ya que tenía que procurar estar atento a no caminar demasiado rápido y a conservar una distancia de seguimiento ideal. A cada instante rezaba por que Keller no se volviera, ya que en ese caso no hubiera podido evitar que me viera, y eso hubiera arruinado definitivamente todos mis esfuerzos. Por fortuna no ocurrió así. Atravesamos la parte este del barrio colonial sin detenernos ante los escaparates de las bonitas tiendas de Townshend Road ni en las terrazas de Moore Avenue, y luego cruzamos un paseo que parecía delimitar una especie de frontera, una línea de fractura nítida en la ciudad, una separación que oponía, a las altas casas construidas a la europea que se levantaban a un lado, los grandes almacenes destartalados de la antigua Compañía de las Indias que se alzaban en el otro. Después de ocho decenios de abandono, estos depósitos conservaban aún las huellas, claramente visibles, de la guerra de los cipayos, las tropas indígenas que se habían rebelado el día en que había corrido el rumor de que los cartuchos de sus armas, de los que debían morder el cebo, estaban embadurnados con grasa de buey. Desbordada por el alcance de los pillajes y las revueltas, la Compañía había tenido que decidirse a aceptar la intervención directa de la metrópoli. A cambio del retorno a la estabilidad, ésta había pasado a ejercer entonces un dominio directo sobre la India, poniendo así término al arriendo privado del subcontinente. Ahí, en este territorio salpicado de ruinas, empezaba la verdadera Calcuta: la de los templos dedicados al dios de las ratas, la de los prestamistas y los escribanos públicos, la de los traficantes clandestinos de opio, los tintoreros y los aguadores, la de los chiquillos del arroyo en busca de un mendrugo, de una hierba que mascar para engañar el hambre, la de todo un pequeño mundo entregado a sí mismo que a menudo vivía todavía, bajo el gobierno británico, del mismo modo que habían vivido sus antepasados siglos antes bajo la dominación mongol.

Tampoco aquí se detuvo Keller para observar a este pueblo olvidado que se mostraba en los desgarrones de esas arquitecturas deterioradas, en las ventanas de esas fachadas desconchadas, sobre esos balcones oxidados y tambaleantes a menudo invadidos por una vegetación salvaje que enraizaba hasta en las menores fisuras de la obra. No, nada de eso retenía su atención. En ningún momento hizo una pausa para capturar lugares o rostros en su obturador. La película en color que utilizaba hubiera encontrado allí, sin embargo, un material con que expresar todo su interés. A pesar de la miseria que se hacía cada vez más visible conforme avanzábamos, todo eran dorados de los árboles, contrastes violentos de los saris de las mujeres, pastel de las paredes pintadas, extravagancia de las telas que se secaban en hilos tendidos atravesando las calles… Pero Keller, prudente jovencita que avanzaba con la mirada baja y paso tranquilo, preocupada en apariencia sólo en sí misma, permanecía insensible al espectáculo. Las calles estaban aquí más transitadas que en el sector europeo, y a medida que avanzaba, la multitud me parecía cada vez más compacta, como un líquido que se solidificara poco a poco; esto dificultaba mi seguimiento, máxime porque las callejuelas eran cada vez más estrechas y estaban más congestionadas. Sin embargo, la gente me dejaba pasar sin pedirme limosna, sin importunarme, sin proponerme ningún servicio. Igual que al paso de Keller, tampoco en mi caso se elevaron voces ni hubo llamadas, silbidos o manos colocadas sobre mi hombro dispuestas a arrastrarme a algún tugurio.

Los transeúntes apenas parecían fijarse en nosotros, y se apartaban cuando podían sin manifestar irritación ni hostilidad. Durante un instante, en una calle que se estrechaba en embudo, creí que había perdido a mi objetivo, desaparecido súbitamente detrás de un montón de balas de paja sobre las que dormían unas gallinas; pero lo recuperé sin dificultad unas yardas más lejos, caminando en la misma dirección sin forzar el paso. Así llegamos a las inmediaciones del río Hoogly, que atraviesa la ciudad de norte a sur. Digo río aunque éste sea un término inadecuado, ya que se trata, en realidad, de uno de los numerosos brazos del Ganges, que se separa formando un delta antes de perderse en el océano.

Densas humaredas ascendían de las orillas. Al principio no comprendí de qué se trataba, y lo atribuí a que tal vez estaban quemando basura, porque el olor que llegaba hasta mí era fuerte y desagradable, a la vez picante y dulzón, y cuya intensidad iba en aumento. Levanté los ojos al cielo. Su color estaba velado por las columnas grises que subían de la orilla. El sol ya no era tan resplandeciente, sino que parecía un disco mate en la bóveda ensombrecida. Di unos pasos sin poder distinguir aún qué era lo que estaban quemando. Keller no estaba lejos. Acababa de verla bajar a la orilla por una pequeña escalera de piedra. Me acerqué a una especie de parapeto y me apoyé un instante, con las palmas posadas sobre algo que parecía una ceniza viscosa que recubría la piedra, y permanecí unos segundos sin moverme, sin respirar, sin querer comprender lo que mis ojos me mostraban ahí mismo, a sólo unas yardas, tan próximo que hubiera podido casi tocarlo con una leve inclinación y tender la mano…

No sé cuántas había exactamente. Me pareció que corrían a lo largo de todo el río y que también la otra orilla estaba llena de ellas. Trescientas, cuatrocientas, quinientas tal vez, podían divisarse desde donde me encontraba. Quinientas piras funerarias en actividad, algunas recién encendidas, crujiendo, gruñendo con su fuego infernal bajo los cuerpos tendidos, y otras casi apagadas, derrumbadas sobre sí mismas, desmoronadas, aplanadas sobre el suelo, de las que apenas quedaban unas brasas sonrosadas, llamitas que el primer soplo de viento llegado de las aguas hacía vacilar… Y por encima de todo un silencio abrumador, terrible, un silencio a la vez de duelo y de indiferencia, un silencio de dolor, miseria y resignación que me oprimió el corazón y me trastornó, deteniendo por un instante el flujo de mis pensamientos, anulando en mí toda capacidad de acción o de razonamiento.

Era la primera vez en mi vida que me veía confrontado a una visión como aquélla. La primera vez en mi vida que la muerte se desvelaba ante mí de una forma tan cruda, tan intensa, tan imponente y masiva. En toda mi existencia sólo había visto un cadáver, el de mi madre, cuando, con diecisiete años, la había perdido. Y además la habían preparado antes de autorizarme a verla, y apenas había podido observar en su rostro una contracción en las aletas de la nariz, un estiramiento de las sienes, un ligero hundimiento de las mejillas, rasgos informándome de que era un cadáver y ya no una mujer viva. Pero ahí, en esta orilla mortuoria, todo era diferente. Aquí no había puesta en escena, ninguno de esos juegos de sombras y polvos que convierten nuestras cámaras ardientes en teatros donde se maquilla a los muertos para ahorrar a los vivos espantos excesivos. Aquí, en esta playa al otro extremo del mundo, la muerte ya no tenía vergüenza de sí misma y dejaba su obra bien a la vista. Los cuerpos humanos que se calcinaban en ella no sólo destilaban unos hedores espantosos, sino que crujían también de un modo horripilante bajo el calor y exudaban líquidos horribles sometidos a una temperatura de horno que hacía estallar los tejidos, los disolvía, los licuaba convirtiéndolos en una jalea pardusca antes de transformarlos en gas, en vapores, en nubes de ceniza que ennegrecían el cielo y caían por todas partes en forma de copos grises, aceitosos, quebradizos y fétidos.