– ¡Darpán! -exclamé preocupado-. ¿Va todo bien?
Pero el brahmán ya no me oía. Ajeno a todo, daba vueltas por la habitación como un león enjaulado, mientras su rostro se deformaba bajo el efecto de una angustia terrible, sus ojos se inyectaban en sangre y sus labios se encogían sobre sus dientes blancos. Yo no sabía qué le estaba ocurriendo, pero a cada instante que pasaba su figura se alejaba un poco más de toda apariencia humana. Con la mirada de un loco y unas flemas espantosas resbalándole de la comisura de los labios, el Bon Po parecía estar siendo víctima de una crisis epiléptica fulminante. Su cuerpo, sacudido por temblores cada vez más violentos, se mantenía, sin embargo, erguido, pese a las increíbles convulsiones que lo agitaban. Hubiera querido acercarme a él, atarle los miembros con mi cinturón y hundirle un pañuelo en la boca para que no se ahogara al tragarse la lengua, ¡pero estaba desnudo, sin recurso alguno para acudir en su ayuda! Mientras mis ojos buscaban desesperadamente un objeto que me fuera útil, Darpán empezó de pronto a correr hacia la salida de la necrópolis. Le llamé, exhortándole a que volviera junto a mí, pero fue en vano. Blandiendo la antorcha, el brahmán se hundía ya en la galería cuando comprendí que tenía que seguirle si no quería quedarme solo aquí, sumergido en tinieblas, rodeado de cadáveres resecos que me inspiraban horror. Me lancé tras él, pero Darpán era más ágil que yo y había adquirido una confortable ventaja que no pude recuperar. Ante mí, los reflejos de la antorcha bailaban sobre los muros. Ellos constituían mi única referencia, mi único faro a lo largo de este pasillo bajo, estrecho y resbaladizo donde se acumulaba un aire denso que alimentaba mi cuerpo con una energía maligna. Sin aliento, sentí que perdía terreno. La luz de la antorcha se alejaba tanto que, de un segundo a otro, tendría que proseguir mi camino sumido en la más completa oscuridad. Y entonces vi que la claridad aumentaba de nuevo. El brahmán debía de haberse detenido para esperarme. Aliviado, obligué a mis músculos agarrotados a realizar un nuevo esfuerzo para alcanzar a mi compañero, pero cuando al fin le encontré, ya no era más que un cadáver. A sólo unas yardas del lugar donde, un instante antes, habíamos descubierto el cuerpo de la pequeña desconocida, yacía ahora el Bon Po. Presa de un terror incontrolable, se había atravesado el corazón con su daga de doble hoja.
Horrorizado, cubierto de sudor, con el corazón palpitando a un ritmo infernal, le arranqué el arma de la mano y cogí la antorcha, que escupía una humareda negra cerca del cuerpo. Sabía que ya no podía hacer nada por él y que, por misterioso y poderoso que hubiera sido, Darpán, el sacerdote hechicero, había dado cumplimiento, él también, a su dharma. Pero ¿por qué había hecho esto? Para permitirme liberar un paso que la magia de la piedra redonda ocultaba al profano. ¿Y era posible hacer algo así? En todo caso, un hombre había sacrificado su vida por esta posibilidad.
Cerré los ojos del hindú y me puse en marcha. Para que su muerte cobrara sentido, era preciso, al menos, que me lanzara a recorrer de nuevo los subterráneos de la stupa. Aunque no creía que fuera a descubrir nada, lo debía a su memoria, así que, tras enjugarme con el dorso de la mano el sudor que me caía sobre los ojos, caminé recto hacia delante, y tuve que volver a pasar, a pesar de mi repugnancia, cerca del cadáver de la chiquilla degollada. Mientras salvaba su cuerpo, la llama de mi antorcha vaciló y se inclinó de lado bajo el efecto de un soplo que me dejó helado hasta los tuétanos. ¡Al volver la cabeza, vi una cavidad oscura, de la altura de un hombre, que marcaba el inicio de un pasaje! ¿Cuánto tiempo habíamos estado Darpán y yo junto al cadáver de la pequeña sin atisbar siquiera esta entrada? Cinco, ocho minutos tal vez… ¡Y no habíamos visto nada! ¡Imposible! Imposible a menos que Darpán estuviera en lo cierto y existiera una magia con tanto poder como para ocultar partes enteras de un edificio a un ignorante como yo pero también a un maestro en magia como el Bon Po. Con mi mano derecha crispada sobre la guarda de la daga, hundí mi antorcha en las tinieblas y avancé. El pasillo no era muy largo. De hecho se trataba de un nicho amplio más que de un pasaje. Y lo que descubrí en él me sorprendió mucho, con mayor razón aún porque me había preparado para afrontar nuevas atrocidades. Pero no. Lo que allí había sido depositado con tanto esmero y protegido con tanta eficacia no era ni más ni menos que un contenedor de madera como los que se ven en todos los puertos del mundo, una caja de transporte de tamaño modesto -el de una mesa de cocina aproximadamente-, abierta y desbordante de virutas de madera amontonadas. Tenía una etiqueta medio rasgada pegada al flanco de la caja. Descifré algunas palabras alemanas impresas en alfabeto gótico: «Deutsche Lufthansa, Tempelhof…».
Yo sabía que Tempelhof era el nombre del mayor aeródromo de Berlín. Ubicado cerca del centro, era el que preferentemente acostumbraban a utilizar los dignatarios del Partido Nacionalsocialista. Sabía también -Blair me lo había dicho- que los Galjero habían llegado a Calcuta directamente desde la capital alemana, en un vuelo de larga distancia de la Lufthansa. Así pues, esta caja debía de haber viajado con ellos. Esta caja que ocultaban en el sótano de un matadero… Me incorporé y me pegué a las planchas de madera; oprimí mi vientre contra ellas con tanta fuerza que una fina astilla me pinchó en el abdomen haciendo brotar una gota de sangre. Dejé caer la daga, y con el corazón desbocado, removí las primeras virutas de madera para descubrir el contenido de la caja. Bajo la superficie de protección, mis dedos rozaron una placa de mármol negro, que cogí con ambas manos. Debía de pesar unas diez libras y tenía las dimensiones aproximadas de un volumen de gran formato. No supe descifrar las inscripciones nieladas con plata esculpidas tanto en el anverso como en el reverso; los signos me eran completamente desconocidos. Sin embargo, estaba casi seguro de que se trataba de una escritura, porque observé que todos los glifos se repetían con una regularidad de alfabeto. Al volver la losa del revés, oí una especie de chapoteo en el interior, y aquello me asustó. Pensé en la piedra guardiana que Darpán había vaciado unos instantes antes delante de mí y en las terribles consecuencias que esto había provocado. Aterrado por este objeto que adivinaba habitado por una fuerza maligna, dejé la piedra negra sobre su lecho de virutas y retrocedí hasta la salida de la stupa, dejando a regañadientes tras de mí el cadáver del brahmán, exangüe en los fríos subterráneos. «Esta torre está protegida de un modo que usted no puede siquiera imaginar…», me había prevenido la víspera. ¡Qué ironía! ¡No había sido yo, el «profano», como me había llamado en un tono de desprecio, el que yacía ahora en lo más oscuro del templo, sino él, el «iniciado» con cuyo concurso había contado para vencer a Ostara Keller! Desafiando toda previsión, Darpán había abandonado el gran juego por su cuenta. No podía negar las implicaciones de su muerte en tanto que significaba un enemigo menos sobre el tablero, pero el brahmán era asimismo una pieza poderosa con la que momentáneamente había querido establecer una alianza y que ahora me era sustraída al inicio de la partida. Sólo cabía esperar que el opus nefas, el hechizo de muerte lanzado contra Diarmuid el escocés, se revelara finalmente eficaz, porque yo sabía que era demasiado débil para enfrentarme al verdugo de Donovan Phibes además de a la agente de Heydrich.
Abrumado por la fatiga y lleno de amargura, tuve que atravesar de nuevo el foso helado a nado antes de emprender el camino de regreso a la villa Galjero. No sabía si el «guardián del umbral» que controlaba el acceso a la jungla consentiría en dejarme franquear la cortina de espinos, pero cuando me acerqué a la frontera, los matorrales se abrieron por sí mismos sin que tuviera que hacer nada. Una puerta mecánica no hubiera cumplido mejor su cometido. La noche se aclaraba peligrosamente. En menos de una hora amanecería… Partí corriendo hacia la villa y volví a mi habitación sin cruzarme con nadie por el camino, a excepción de un boy que empezaba su jornada al salir el sol. Hardens me había prevenido: hoy era el día en que Eduardo VIII debía llegar a Calcuta. El soberano estaría junto a su amante a última hora de la tarde. Si quería actuar, esto no me dejaba mucho tiempo. ¿Actuar? Pero ¿de qué modo exactamente? ¿Denunciar a los Galjero como asesinos de niños? Evidentemente era mi deber. Pero ¿era el momento? Tal vez no. Porque ¿quién sería el destinatario de mi denuncia sobre unas personas que se disponían, precisamente hoy, a acoger bajo su techo a la figura más importante del Imperio? ¿A quién podía dirigirme para que la operación se desarrollara sin problemas? Hardens y los miembros del grupo Phibes, que estaban interesados en que el programa del soberano no sufriera la menor variación hasta que se celebrara la caza del tigre, quedaban descartados. ¿A los agentes de Scotland Yard en Calcuta? Yo no les conocía, y todo parecía indicar que también ellos habían sido corrompidos o había infiltrados en sus filas. ¿A los miembros del entorno directo del rey? No, porque yo sabía que su jefe de protocolo estaba del lado de Phibes. Y seguramente este tipo no era el único traidor. Una vez más, la constatación final era simple: con excepción del caporal Habid Swamy, con cuya colaboración podía contar indefectiblemente, ¡me encontraba completamente solo!