Выбрать главу

El 20 de octubre, hacia las cinco de la tarde, Eduardo VIII hizo su entrada en la propiedad de Shapur Street al volante de su pesado Daimler blindado. A pesar de las apariencias, nada le gustaba tanto al rey como deshacerse del corsé de las convenciones en cuanto se presentaba la ocasión y liberarse de las rigideces que le imponía su papel. Eduardo, niño frágil educado en la asfixiante atmósfera de la era posvictoriana, nunca había tenido, con toda evidencia, madera de rey. El nuevo soberano no poseía ni la gestualidad ni el carisma de una majestad que le había sido impuesta. Embutido en unas ropas siempre un poco demasiado estrechas, con esos famosos pantalones con vueltas que había puesto de moda, el monarca nunca había querido renunciar a su parte de humanidad. Esta característica de su personalidad, si bien causaba inmediatas simpatías, próximo a las clases bajas incluso, era también su perdición en Buckingham. El trono de Inglaterra exige, para quien lo pretende, el abandono de las pequeñeces humanas. Pocas veces un soberano había querido olvidar, tanto como Eduardo, esta norma bella y terrible. Victoria, su bisabuela, la había comprendido de un modo impecable. Jorge V, su padre, antiguo oficial superior de la Navy, también se había ceñido bastante bien al papel. Pero Eduardo, a nadie se le escapaba, no poseía la fuerza de carácter necesaria para semejante renuncia. Con Simpson, más que con cualquier otra, Eduardo no era un rey. Ni tampoco un hombre. Porque, al lado de Wallis, Eduardo se convertía en un niño. Lo vi enseguida cuando se precipitó inmediatamente hacia ella después de detener su vehículo ante la terraza de los Galjero. Sin prestar atención a nadie, casi corrió a lanzarse a sus brazos, a apretarse como un garito perdido contra el cuerpo flaco de aquélla a la que había decidido entregar toda su confianza y que se había convertido en su único horizonte, su único faro, su esencial razón de vivir. La propia Simpson debió de acabar por encontrar inconveniente esta escena de reencuentro, porque, después de una inacabable serie de abrazos y melindres, rechazó con el brazo a su amante, que se había pegado a ella con la fuerza de un crustáceo adherido a su roca. Con signos de contrariedad en su largo rostro, el rey simuló, de todos modos, interesarse por fin por los Galjero. Saludó a Laüme, estrechó la mano de Dalibor y consintió en entrar en la villa. Desde luego, yo no tuve derecho a que me dirigiera una mirada, ni al menor signo de interés por parte del soberano. Sabía que había visto mi uniforme porque me había plantado cerca de la puerta vidriera por la que había tenido que pasar para instalarse en el gran salón, pero para él yo era tan importante como los criados hindúes de la casa de los Galjero. En visita privada, el rey no había tolerado que le acompañaran la horda habitual de empleados, pajes, guardias y camareros que componían su casa directa. Aparte de un secretario y de su butler particular, Eduardo ya había enviado a toda esa gente a Inglaterra. La opinión pública, por su parte, no debía saber nunca que el rey pasaba todavía unos días en las Indias. Oficialmente, el soberano estaba de camino a Londres para consagrarse a preparar la ceremonia que le imponía la inminente apertura de la Cámara de los Lores. Pero por horripilantes que fueran, estos detalles de la vida y los amores reales apenas me perturbaban. Todos mis pensamientos se centraban en la jornada del día siguiente y en los acontecimientos que tendrían lugar. Me esforcé, pues, en hacerme transparente y dejar que la velada siguiera su curso evitando en lo posible la proximidad inmediata de estas dos parejas cuya existencia, a decir verdad, me inspiraba casi un mismo desagrado.

Aquella noche no pude dormir. Hubiera debido hacerlo, pero a medida que pasaban las horas sentía crecer en mí un nerviosismo incapaz de dominar. ¿Qué ocurriría durante la caza? ¿Me había dicho Hardens toda la verdad? ¿Era realmente yo la persona que Donovan Phibes había elegido para asesinar al rey, o todo esto no era más que una nueva trampa? ¿Y cómo conseguiría atravesar esta prueba conservando mi integridad, mi honor? ¿Qué sacrificios debería hacer? Estos pensamientos me llevaron a evocar a la diosa Durga. A juzgar por los acontecimientos espantosos y sangrientos que habían sucedido desde que franqueara la pasarela del Altair, seis semanas antes, la terrible divinidad me había acogido bajo su sombra. Me pregunté si mi destino no estaría ahora en manos de la diosa del dolor y de los cambios. Finalmente llegó el alba. Resignado, deslicé la Luger que me había confiado Hardens en la funda donde habitualmente descansaba mi revólver inglés Webley y bajé a esperar órdenes. Un tráfico incesante de sirvientes animaba ya los pasillos de la mansión. Por un lado, los criados traían de las cocinas las bandejas del desayuno que Eduardo y Simpson se habían hecho servir en su habitación; por otro, un emisario del sultán Muradeva perdía los nervios dando instrucciones a una cohorte de subalternos cuya principal cualidad no era, al parecer, la capacidad de concentración; y un poco más lejos, el secretario del rey en persona verificaba el contenido de algunos baúles que serían cargados en los maleteros de los vehículos que transportarían a la compañía hasta las inmediaciones de la jungla. Aquel hombre en la treintena, de ojos azules y con la nuca rapada, debía ser el confidente que Phibes había colocado en el primer círculo de allegados del rey. Yo no sabía cuál era su función exactamente, pero Hardens me había indicado que la gestión de los detalles protocolarios era de su competencia. Era él quien debía designarme como la única persona autorizada a trepar a la barquilla del elefante junto al soberano y su flaca americana. El tipo me lanzó una nociva mirada cuando me acerqué a él, y vi que ya estaba empapado en sudor, que le chorreaba literalmente de la frente. ¡Tampoco él debía de haber pasado una buena noche! ¿Actuaba este hombre por convicción, como se suponía que hacía yo mismo, o sufría presiones que le obligaban a colaborar en el complot? Nunca llegué a saberlo; porque en el momento en que me disponía a iniciar la conversación, una voz sorda gritó mi nombre en la escalinata.

– ¡Oficial Tewp! ¡Acérquese aquí!

Era la señora Simpson la que me llamaba, y su tono no hubiera podido ser más autoritario si se hubiera dirigido a un vulgar perro de compañía. Aquello me irritó a tal punto que un estremecimiento recorrió mi cuerpo. De todos modos tuve que obedecer, ya que oficialmente era el ordenanza particular de esa arpía. Me volví. Wallis, en lo alto de la escalera, ya iba ataviada para la caza: chaqueta y pantalón safari con bolsillos cosidos y botas de cuero rojizo atadas hasta las rodillas. A su lado distinguí a una pálida silueta en pijama azul. ¡El rey Eduardo! Le dirigí un saludo reglamentario y luego subí hasta ellos, con el corazón latiendo desaforado, temiendo que el soberano rechazara la invitación de Muradeva mientras yo me veía obligado a seguir a su amazona a la caza. Lo que más temía en el mundo era que se anulara el plan previsto, ya que ahora sólo quería acabar lo más rápido posible. Hoy mismo, costara lo que costase, tenía que entregar a la policía a los conjurados del grupo Phibes, y luego, una vez desbaratado el intento de atentado, proceder al arresto inmediato de los Galjero y obligarles a confesar el motivo de todos estos asesinatos de niños.