Выбрать главу

– Éste es el teniente David Tewp -dijo sobriamente Wallis a Eduardo, mientras yo me cuadraba ante ellos-. El teniente es un muchacho absolutamente delicioso que ha hecho todo lo que estaba en su mano para que mi estancia aquí fuera… realmente divertida… Es el perfecto ejemplo de un joven inglés sobrio y recto, con la cabeza bien plantada sobre los hombros. ¿No es cierto, teniente?

Las palabras de Wallis eran corteses, pero su entonación, que a estas alturas ya conocía bien, contenía, como era habitual en ella, una ironía sutil que me ofendió. ¿Qué quería ahora de mí esta mujer?

– Teniente -continuó, mientras yo sentía la mirada del rey posada sobre mi rostro-. Usted, en tanto hombre de gran agudeza y que sabe expresar el fervor de sus convicciones, debe persuadir al rey de que nos acompañe a esta caza tan divertida. ¡Ha decidido ponerse terco!

Las palabras de Wallis daban cuerpo a mis temores. Si el rey no respondía a la invitación de Muradeva, sólo Dios sabía qué podía inventar Donovan Phibes como alternativa para ejecutar su plan. Si esta opción fructificaba, ya podía irme despidiendo de que los conjurados contaran de nuevo conmigo para sus confidencias, ¡y entonces me sería imposible intervenir para hacer fracasar la tentativa de asesinato!

Como de costumbre, me lancé a balbucear confusamente unas palabras torpes; pero impulsado por la necesidad, que de pronto hizo su efecto en mí, gané luego en elocuencia, inventando bajo el influjo de una súbita inspiración las más grandes mentiras para influir en la decisión del rey.

– El sultán es un hombre delicioso, sire. Estoy seguro de que le agradará mucho su compañía. Creo saber también…, aunque tal vez no debería mencionar esto ante la señora Simpson…

Interrumpí la frase para suscitar la curiosidad de la pareja. Wallis me miraba con los ojos abiertos de par en par. Creo que aún no había comprendido que mentía, y pensaba que efectivamente Muradeva le había ocultado sus verdaderas intenciones.

– ¿Un secreto? -dijo Eduardo, que se había animado de pronto-. ¿Hay un secreto?

– Un secreto. Sí. O mejor, una sorpresa, sire. Una gran sorpresa destinada a los dos y que perdería su sentido si sólo uno se beneficiara de ella…

Vestido con su pijama con las armas reales delicadamente bordadas en el bolsillo del pecho, Eduardo dio dos o tres brincos palmoteando, sorprendiendo incluso a Wallis, que no esperaba semejante demostración.

– ¡Qué bien, qué bien! ¡Si hay una sorpresa, no hay más que hablar: iré!

Y salió casi corriendo hacia su habitación para vestirse. Wallis me miraba con los labios fruncidos, dudando de si debía pensar mal o bien de mis talentos para la improvisación.

– Espero, por su bien, que esta historia no sea una invención, Tewp. ¡Porque si Eduardo no tiene la sorpresa que acaba de prometerle, no doy ni un céntimo por su futuro, muchacho!

– No tengo temor alguno, señora. ¡Le prometo que ni nuestro soberano ni usted misma vivirán hoy una jornada corriente!

Hacía más de una hora que las sacudidas del enorme animal sobre el que el rey, Wallis y yo nos habíamos instalado, machacaban, aplastaban, trituraban literalmente los músculos de mi cuerpo. La parte trasera de una barquilla fijada sobre un elefante de las Indias no es precisamente el lugar más confortable del mundo. En esta posición se pueden sentir todas las sacudidas y balanceos de la marcha lenta de la bestia, lo que resulta casi tan agotador como si uno mismo se abriera camino en la maleza a golpes de machete. Tal como Donovan Phibes había previsto, fui designado como único acompañante de la pareja real, con evidente disgusto del butler, guardia de corps habitual de Su Majestad, que había sido relegado al simple papel de seguidor. Encaparazonado de oro y sedas, nuestro elefante era el más grande y fuerte del grupo. Los otros -aproximadamente una quincena de paquidermos- eran de menor tamaño y no estaban tan ricamente engalanados.

– Este animal es la perla de mi cuadra -había anunciado con orgullo Muradeva- ¡Sólo una real bestia es digna de llevar a una real pareja!

La caza del tigre es siempre un acontecimiento social de una extrema importancia en Bengala. Rodeada de ritos y tradiciones, la partida da, a quien la organiza, la ocasión de mostrar todo su poder y de exhibir su pompa ante los ojos de sus súbditos y también de sus rivales. Yo no había podido descubrir si Muradeva era cómplice de Donovan Phibes o una simple marioneta en manos de los conjurados; pero si el sultán era uno de los numerosos eslabones de la maquinación, Phibes había debido de hacerle una propuesta irrechazable para que aceptara participar en esta aventura, porque la muerte programada del rey en sus tierras mancharía su reputación de forma indeleble.

– ¿En qué piensa, Tewp? ¿Está soñando despierto?

La señora Simpson se había vuelto hacia mí y sus ojos, ocultos por unas gafas negras que la protegían de la violenta luz que caía del cielo en líneas casi verticales, me apuntaban. Respondí con una media sonrisa, tratando de disimular lo que realmente estaba haciendo mientras nuestro elefante aceleraba el paso para situarse en cabeza del grupo de cuatro o cinco animales que transportaban a príncipes y gentilhombres de la casa Muradeva. Porque, contrariamente a lo que creía Simpson, yo no soñaba con los ojos abiertos, sino que estaba en plena actividad: con la punta de un cuchillo me esforzaba en inutilizar los cartuchos de fusil, separando las balas de plomo de su casquillo de cobre. Por encima de todo, pretendía que las armas que el soberano y su amante tenían a su alcance no fueran aprovechables de ningún modo. ¡Y tanto peor si se quedaban sin su caza del tigre! Con unos hábiles golpecitos propinados con su gancho de acero curvado, el cornaca pidió a su animal que acelerara la marcha. Lentamente pero con regularidad, el elefante empezó a distanciarse de la manada. Los balanceos de la barquilla se hicieron cada vez más amplios, lo que pareció divertir a Wallis y Eduardo y que a mí me provocó, en cambio, un vértigo comparable al de un mareo en alta mar. Mi corazón empezó a palpitar con más fuerza porque presentía que la emboscada se cerraba sobre nosotros. El elefante avanzó rápidamente por la trocha, levantando una nube de polvo en torno a su enorme cuerpo caparazonado con banderolas y ornamentos de toda clase. Oí una voz que no reconocí llamándonos desde atrás, tal vez de alguien que se inquietaba al ver al elefante real alejándose del grupo principal. Pero el cornaca no redujo el paso, sino que, bien al contrario, optó por aumentarlo para alcanzar cuanto antes un bosquecillo de bambús donde yo sabía que iba a hacernos desaparecer. Mantuvo el ritmo del paquidermo durante cien yardas largas todavía, y luego entramos bajo la cobertura de los árboles.

Wallis y Eduardo se sonreían el uno al otro mostrando toda su dentadura, como chiquillos enamorados en una atracción de feria, mientras que yo ya era sólo un manojo de nervios en tensión. Las ramas ligeras que nos rodeaban por doquier empezaron a azotar nuestro dosel, forzándonos a esconder la cabeza entre los hombros para protegernos el rostro. Wallis se sacó rápidamente el casco ligero que llevaba y prefirió colocárselo ante la cara a modo de máscara. Eduardo la imitó enseguida. El cornaca se volvió entonces, para observar cómo soportaban sus distinguidos pasajeros la travesía del bosque bajo. Al constatar que no podían verle, me sonrió y, dirigiéndose sólo a mí, se pasó el pulgar por la garganta mientras señalaba a Simpson y Eduardo con el mentón. Luego se concentró en su tarea para hacernos llegar por fin a un sendero trazado despejado, donde las ramas no alcanzaban nuestra barquilla. A buen paso, avanzamos en nuestra marcha durante minutos que a mí me parecieron horas. Nos hundíamos en el corazón de una jungla donde la luz, tamizada por una vegetación de increíble densidad, era la de un constante crepúsculo. A nuestro alrededor se elevaba por todas partes un muro verde que nos separaba a cada instante un poco más del mundo de los vivos. Despreocupados y felices, Wallis y Eduardo se acariciaban las manos balbuceando nimiedades. ¡Y luego, de pronto, se produjo un gran choque que nos lanzó hacia delante! Caí pesadamente contra la espalda de mi soberano, que gimió bajo el impacto, mientras sentía cómo el elefante se hundía con toda su masa en una especie de fosa. ¡El cenagal! Azorado, atrapado en el fango, que ya le succionaba, el animal levantó la trompa y barritó, emitiendo una llamada que resonó sobre los troncos de los árboles e hizo alzar el vuelo a una bandada de pájaros rojos. Wallis y Eduardo trataban de incorporarse de nuevo. Yo, más rápido que ellos, y consciente de que los acontecimientos iban a desencadenarse ahora a una velocidad frenética, ya había conseguido recuperar mi posición. Desde ella vi cómo el cornaca, vuelto hacia mí, me animaba a gritos a actuar.