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– ¡Pistola! ¡Pistola! ¡Ahora! -gritó remedando el gesto de apuntar un arma de fuego contra el rey.

Fingiendo que respondía a su demanda, empuñé la Luger, pero en lugar de dirigirla contra las dos siluetas que tenía ante mí, apunté al cornaca e hice fuego casi a quemarropa. Mezclada con los barritos del elefante que se hundía inexorablemente en el pantano, la detonación apenas se oyó. El hombre, herido de muerte, se deslizó como un saco de grano a lo largo de la cruz de su montura y cayó de cabeza en el fangal, donde desapareció por completo en unos segundos. Wallis gritó, mientras que Eduardo, petrificado, me miraba sin saber qué hacer. Con las últimas fuerzas que le quedaban, el elefante trataba de avanzar por el fango para liberarse; pero hubiera tenido que retroceder, en lugar de seguir adelante. Sus esfuerzos no hacían sino apresurar su desaparición en el cenagal al tiempo que nos conducían a nosotros cada vez más lejos de tierra firme. Había que actuar, y rápido. Con una salva de tres disparos resueltos, perforé el cráneo de la bestia. Volaron sangre y pedazos de piel y hueso, y el animal, detenido en seco, dejó inmediatamente de moverse. Como un barco que naufraga, su cuerpo seguía hundiéndose, pero ahora más lentamente. Calculé que el sacrificio de la bestia apenas nos había hecho ganar poco más de un minuto. Era poco y mucho a la vez. Poco porque el repentino silencio me permitía oír unos ruidos entre la vegetación -sin duda, los hombres de Phibes que se acercaban para asegurarse de que había hecho mi trabajo antes de asesinarme y lanzarme también a la fosa de fango-, y mucho porque yo aún quería creer que la sorpresa derivada de mi traición me iba a proporcionar una ventaja decisiva sobre ellos.

– ¡Sire, señora! -susurré en dirección a la pareja acurrucada sobre el suelo de la barquilla-. ¡Sobre todo no se muevan, no hablen y no se levanten! ¡Es un complot para eliminarles! Pero tenemos cierta ventaja sobre ellos. ¡Confíen en mí y dentro de unos minutos estarán a salvo!

Por prudencia, introduje un nuevo cargador lleno en mi pistola y me agaché para acechar el exterior detrás de un panel de la barquilla, asomando sólo los ojos por encima de la pared de mimbre trenzado. Fue precisándose el ruido de un grupo que avanzaba hacia nosotros. ¿Cuántos podían ser? ¿Tres? Cinco como mucho, a juzgar por los sonidos. Detrás de nosotros, exactamente en el lugar donde el elefante había atravesado los árboles para precipitarse súbitamente en el fango, vi dos siluetas de occidentales, seguidas a poca distancia de otras dos. Cuatro hombres en total, vestidos con traje de camuflaje y armados con pistolas ametralladoras Sten. El primero, un tipo bastante alto, el jefe aparentemente, gritó mi nombre:

– ¡Tewp! ¡Phibes nos envía! ¿Ha acabado el trabajo, amigo? ¡Salga, le sacaremos de ahí!

¿Qué debía hacer? ¿Representar una comedia confiando en poder abatir a estos renegados a bocajarro, o actuar de inmediato? «¡Actuar rápido! ¡Sin dudar! ¡Ése es el secreto!», me gritó mi voz interior. Renunciando a toda reflexión, olvidando todo temor, inspiré profundamente, bloqueé mi respiración y me levanté de un salto para abrir fuego sobre los esbirros de Phibes. Sabía que la Luger sólo contenía nueve cartuchos y que debía alcanzar al menos con dos balas el cuerpo de cada asaltante para asegurarme de que realmente estuviera fuera de combate. De modo que debía acertar ocho disparos. Sólo podía perder una bala, una sola… Era poco. Demasiado poco. Pero también era la única forma de vencer, porque era consciente de que no tendría tiempo de introducir un nuevo cargador en la pistola antes de que los supervivientes acribillaran la barquilla con sus ráfagas. En un combate declarado, de frente y a esta distancia, las Sten tendrían las de ganar. Lo había comprendido desde el preciso instante en que había visto llegar a esos tipos. Pero ahora no era cuestión de reflexionar. Ya era demasiado tarde para eso. Metódicamente, procurando aunar rapidez y precisión, apreté el ligero gatillo de mi Luger. Disparé en series de dos disparos sobre el mismo objetivo. Mi potencia de fuego era muy pobre. Despilfarrarla hubiera supuesto cometer un error fatal. Tenía, al contrario, que organizaría, dirigirla, concentrarla con una implacable determinación. Mis dos primeras balas estaban evidentemente destinadas al vientre o el torso del cabecilla. Era mejor conseguir un doblete fácil en esta zona ancha que intentar un dificilísimo disparo único en plena cabeza. Creo que el mercenario alto ni siquiera tuvo tiempo de verme surgir de detrás de la pared de la barquilla. Las dos balas que recibió en el estómago le tumbaron sin que pudiera reaccionar. Con el mismo éxito apunté al hombre a su izquierda, que, como su compañero caído, no debió de comprender de dónde procedían los disparos. Derribé al tercer tipo en el momento en que tiraba de la palanca de armado de su pistola ametralladora. Mi brazo ya temblaba un poco, porque el arma me pesaba en el puño y la angustia del fracaso volvía a minar mi determinación. Vi cómo la segunda bala se desviaba completamente a un lado e iba a dar en un tronco, haciendo surgir una lluvia de fibras de corteza. Aunque ya estuviera en el suelo, disparé por tercera vez sobre él y le alcancé en plena garganta. Había recuperado el aplomo, y apuntaba ya al último hombre. Este, asustado por el giro de los acontecimientos, me miraba fijamente sin moverse. Blandía su Sten al extremo del brazo, sujetándola por el cañón. Me negué a convencerme de que ya no constituía una amenaza para mí y, mientras soltaba su arma en señal de rendición, disparé contra él mis dos últimas balas. Cayó lentamente, de cara, en el límite del charco de fango donde el elefante seguía hundiéndose. El tiroteo apenas había durado quince segundos, y aún disponíamos de un tiempo valioso antes de que la barquilla se sumergiera también. Por precaución, coloqué el último cargador en mi arma, no fuera que tuviera que enfrentarme a otras sorpresas desagradables, y luego bajé los ojos hacia el soberano y su compañera.

– Ahora tenemos que salir de este cenagal. La tierra firme está bastante lejos y no podremos alcanzarla saltando. Habrá que emplear otro medio. ¿Podrían situarse los dos sobre el cuello del elefante, exactamente en el lugar donde se sentaba el cornaca?