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Eduardo y Wallis tenían la palidez de un espectro. Al contemplar su expresión vacía, comprendí que mi rey no entendía nada de lo que le pedía; pero Simpson, cuyo instinto de supervivencia estaba sin duda más desarrollado, recuperó pronto el aplomo. La americana recogió las piernas bajo su cuerpo para incorporarse y tiró a su amante de la manga.

– Rápido -les apremié-. Pasen por encima del panel y sujétense a los arreos. ¡Sobre todo no resbalen!

Wallis trepó como pudo por el lomo de la enorme montura, cuya cruz estaba ahora a menos de tres pies de la superficie del pantano. Mal que bien, Eduardo consiguió unirse a ella, mientras yo, con la pistola en la cintura, me sujetaba a los ornamentos chorreantes sobre el flanco de la bestia muerta para tratar de encontrar el modo de soltar la barquilla y hacerla caer al cenagal lo más cerca posible de la orilla; esta operación requirió un largo minuto de esfuerzos para obtener un pobre resultado, ya que me fue imposible controlar la caída de la pesada cesta, que se aplastó en el fango con un ruido de esponja mojada de muy mal augurio. ¿Qué distancia nos había hecho ganar mi maniobra? Aproximadamente seis pies. Ocho a lo sumo. Me coloqué en bandolera, en torno al torso, una larga tira de cuero que acababa de recuperar y luego me lancé sobre la barquilla, donde aterricé bastante bien, aunque mi peso la hizo hundirse al menos dos pies en el fango. Febrilmente fijé la correa entre la red de fibras de mimbre de la barquilla y acto seguido lancé el cabo hacia la orilla, donde el extremo quedó enganchado en la maleza. Ahora tenía que saltar de la isla improvisada a tierra firme. Aunque no podía darme impulso y sólo tenía una ínfima oportunidad de conseguir alcanzar la orilla sin que el fango me succionara, tenía que intentarlo. Mientras tensaba ya los músculos de mis piernas y me disponía a saltar, vi que la maleza se abría muy cerca de mí. Silenciosamente, una forma humana salió de ella. Una forma fina, de aire candido, con los cabellos rubios recogidos en un moño. ¡Ostara Keller! Instintivamente, mi mano se cerró sobre la culata de mi arma, con la que encañoné a la muchacha inmóvil en la orilla. Disparé, pero como la noche en que había apuntado a su rostro a quemarropa, ¡inexplicablemente no ocurrió nada! A pesar de todos mis esfuerzos, el gatillo se negaba a moverse, como si estuviera soldado. Sin preocuparse por mí, la agente del SD se dirigió hacia la tira de cuero que yo había atado a la barquilla y verificó su solidez. Comprendí que quería ayudarnos. ¡Así que de momento estábamos en el mismo campo! Hice una seña a Wallis y al rey para que se reunieran conmigo en la barquilla. En cuanto estuvieron a mi lado, Keller se puso a tirar con todas sus fuerzas de la brida. La austríaca hubiera tenido que estar dotada de una fuerza hercúlea para conseguir arrastrar el peso de tres adultos en una barquilla que, además, era aspirada por un sifón de fango. Y de hecho, no fue capaz de hacerlo. Pero el pequeño avance que efectuó nuestra embarcación fue suficiente para que pudiera saltar hacia ella con más éxito que antes. Tomé impulso y aterricé a dos pies del borde del fangal, de modo que Keller ni siquiera tuvo que ayudarme a salir a tierra firme. Juntos, trabajamos codo a codo sin pronunciar palabra y tiramos de la brida para acercar tanto como fuera posible a Eduardo y a Wallis. Cuando ya nos vimos incapaces de traerlos más cerca, me decidí a ir a buscarlos. Avancé por el lodazal y grité a Wallis que saltara a mis brazos, lo que la americana hizo sin vacilar. Era ligera como una mantis. Cargué con ella para evitarle el riesgo de una caída en el fango y luego la lancé a la orilla, donde aterrizó de rodillas a los pies de Keller. Luego le tocó el turno a Eduardo, que, muy digno, se atusó el pelo para arreglárselo antes de lanzarse hacia mí. El soberano, de constitución delgada, endeble casi, era mucho más pesado de lo que parecía. Bajo su peso, me hundía casi hasta los muslos en el fango. Sacando fuerzas de flaqueza, propulsé finalmente al real fardo hacia la orilla, donde cayó con las manos por delante y su cabeza chocó contra el suelo con un ruido mate.

Ahora era yo quien tenía que salir de aquella trampa pegajosa que tiraba de mí hacia abajo entre un borboteo atroz. Keller no me ayudó. Sabía quién era yo, y mi vida poco le importaba. ¡El SD le había confiado la misión de hacer todo lo necesario para preservar la vida de Eduardo, no la de David Tewp! Tampoco podía contar con la ayuda del rey o de su amante, demasiado preocupados por su propia persona para tener conciencia de la situación en que me encontraba. Pero nada de eso revestía excesiva gravedad ya que, criado en las peligrosas playas de Brighton, había aprendido de mi padre la única técnica eficaz para salir de los cenagales. Con los brazos en cruz, me dejé caer de espaldas llevando a la superficie mis piernas enviscadas, y rodando luego sobre mí mismo, conseguí arrancarme del pantano, negro de fango e inmundicias, agotado y febril, ¡pero vivo! Jadeando en la orilla, me disponía a levantarme de nuevo cuando otro ruido llegó hasta mí a través de la brecha entre los árboles. En un principio lo atribuí a que uno de los elefantes del cortejo nos había localizado y se dirigía hacia nosotros, pero no fue un animal el que apartó las ramas con vigor y rabia, sino el gigante Diarmuid Langleton, el asesino al que Donovan Phibes había encargado eliminar a Keller para ofrecer su cadáver como justificación del atentado cometido contra el rey y Wallis Simpson. Su masa monstruosa desgarró la maleza y el escocés surgió ante nosotros, rojo de cólera, feroz y obcecado, pero desprovisto de armas. ¡Vi que la piel de su rostro estaba salpicada de abscesos sanguinolentos, como los que yo había padecido cuando Keller había ejecutado en mí su obra de muerte! Así pues, Darpán había conseguido, con la ayuda del cabello rojo que yo le había dado, elaborar un hechizo contra el gigante que sin duda ya había empezado a debilitarle. Durante un segundo, el coloso permaneció inmóvil para evaluar la situación. Ante él, casi a sus pies, yacían, muertos, los cuatro mercenarios de Phibes que yo acababa de abatir. Un poco apartados, a apenas unas yardas, Wallis y Eduardo se habían acurrucado el uno contra el otro, sin comprender nada del torbellino que se había desencadenado en torno a ellos y les había lanzado, enfangados, débiles y temblorosos, al centro de una arena donde el número de muertos superaba al de los vivos. Keller también seguía allí. La austríaca, igual que el escocés, no iba armada. A seis pies de ella, una Sten yacía en el fango.

– ¡Diarmuid! -grité al gigante-. ¡Deténgase! Phibes ha fracasado. ¡No intente nada o morirá!

El monstruo no me escuchó. No porque fuera estúpido, sino porque era un pretoriano, un fanático dispuesto a combatir como un lobo para que triunfara la voluntad de sus amos, y había comprendido perfectamente que aún tenía la posibilidad de invertir la situación si conseguía matarnos a los cuatro. Su cerebro procesó durante una fracción de segundo el orden de prioridades entre sus objetivos, y luego abandonó toda reflexión para lanzarse como un tornado contra Ostara Keller, el enemigo que había juzgado más peligroso para él. La agente de Heydrich comprendió que la primera carga le estaba destinada y que ni siquiera tendría tiempo de coger la Sten que yacía no muy lejos de sus pies. Esbozó un movimiento de detener el golpe, pero había subestimado la agilidad del escocés. Al contrario que yo, ella no había sido testigo, en la Suite de los Príncipes, de la extraordinaria agilidad de este hombre que tenía la facultad de mover su masa de búfalo con la gracia y la ligereza de un gato. El impacto que sufrió la joven debió de ser espantoso. Ni un caballo a todo galope que la hubiera golpeado de lleno la hubiera proyectado a más distancia que la carga del escocés. Keller se aplastó contra un charco de fango muy cerca de la orilla del pantano.