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Diarmuid era perfectamente consciente del partido que podía sacar del cenagal en el que acababa de desaparecer el cuerpo del elefante. Aturdida, inconsciente tal vez, Keller no se levantaba. Yo tenía que tomar una decisión inmediata, una decisión cruel. ¿Debía dejar que Diarmuid se apoderara de la chica y la lanzara a la turba, o debía salvar a la bruja del SD? Desde hacía tiempo, me había trazado una línea de conducta al decidir que jugaría esta partida en solitario y dejaría que mis adversarios se mataran entre sí. Hubiera debido ser cínico y atenerme a ello. Sí, sé que hubiera debido hacerlo. Pero para mi desgracia, no pude soportar ver a Keller terminar así, porque sabía que si moría ahora, todos sus secretos desaparecerían con ella. Saqué, pues, mi Luger y descargué dos balas contra el cuerpo de Diarmuid antes de que se apoderara de la austríaca. Sin embargo, había olvidado que una piel de hierro protegía el cuerpo del asesino. Diarmuid se contrajo por el impacto, pero se mantuvo firme sobre sus piernas. Aunque los proyectiles habían penetrado en su carne, las anillas que el gigante se había hecho coser habían amortiguado enormemente los balazos. Mis disparos sólo lograron atraer su atención sobre mí. Con Keller momentáneamente fuera de combate, yo me convertía en su segundo objetivo. Se lanzó en mi dirección y en cuatro zancadas estuvo sobre mí. No tuve tiempo de ajustar el disparo. A ciegas, vacié mi cargador sobre él, más o menos a la altura de su rostro, apretando el gatillo con frenesí. La concentración de fuego era tan fuerte que una nube de polvo azul ascendió ante mis ojos, velándome por un momento la visión. Luego oí como el ruido de un árbol cayendo. Ante mí, apenas a un pie de distancia, la enloquecida carga de Diarmuid Langleton acababa de terminar en un charco de fango. Alcanzado de lleno por mi ráfaga, el gigante pelirrojo ya casi no tenía cabeza, y todas sus mallas de acero no habían servido para protegerle. Lancé al suelo la Luger vacía, recogí la primera Sten que encontré, y quise acercarme a Keller para hacerla prisionera. ¡Pero no había ni rastro de ella! Incrédulo, por espacio de un segundo creí que la turbera se la había tragado, pero al acercarme para examinar el lugar donde hacía un instante yacía inconsciente, descubrí unas marcas de pasos que conducían directamente hacia el bosque. ¡Una vez más la austríaca se me había escapado! No tuve ocasión de lanzarme en su persecución. Gritos, llamadas, ascendían de todas partes en torno a nosotros. Llegaban, por fin, refuerzos auténticos. Del sendero emergieron hombres del séquito del rey que me apuntaron ordenándome que me tendiera en el fango, con las manos cruzadas sobre la nuca. Trastornado, temblando casi, Eduardo reunió, sin embargo, fuerzas suficientes para intervenir en mi favor y explicar que su amante y él mismo me debían la vida. Me soltaron, y casi al instante empecé a relatarle a mi soberano los pormenores del complot Phibes.

– Majestad -dije-, presiento que le resultará penoso escuchar esto, pero creo que hay un segundo asunto que reclama su atención. Un asunto que implica, por desgracia, de muy cerca a sir y lady Galjero.

Después de que hubieran cubierto los hombros de Eduardo con una manta de viaje seca y limpia, me permití llevarlo a un aparte para que la señora Simpson no oyera las revelaciones que iba a hacerle. No recuerdo cómo me las ingenié para presentar las cosas del modo más conciso y más sobrio posible, pero me bastaron unas pocas palabras para evocar los cuerpos de niños calcinados y embutidos en nichos que yo mismo había descubierto en el subsuelo del templo de los rumanos, es decir, de sus propios anfitriones.

– Hay que proceder inmediatamente al arresto del matrimonio Galjero, sire -dije en tono imperioso-. Y también investigar Thomson Mansion para proteger a los niños que están albergados allí.

Durante todo el tiempo que tardé en transmitirle los increíbles detalles de mi historia, Eduardo me estuvo mirando con sus ojos impasibles y fríos, balanceando la cabeza sin decir nada. Cuando hube terminado mi relato y enunciado todas mis peticiones, ordenó venir a un comodoro de la Navy, el oficial de mayor graduación entre los que se encontraban disponibles.

– Acompañe a este teniente del MI6, estará provisionalmente bajo su mando. Le concedo toda la autoridad policial para que proceda al arresto del matrimonio Galjero y de cualquier persona relacionada con ellos que considere oportuno designarle. No permita que nadie se interponga en su camino. ¿Está claro?

Sin preocuparse en absoluto por el fango, que reducía penosamente el efecto marcial del gesto, el comodoro entrechocó los talones y saludó a su soberano con profundo respeto antes de volverse hacia mí para reiterar su impecable saludo, a pesar de las salpicaduras de suciedad que saltaban de sus suelas. Ni él ni yo perdimos el tiempo en formalidades. Le ordené que me asignara una decena de hombres de su plena confianza y avanzamos rápidamente, a través del bosque, en busca del elefante de los Galjero, confiando a otros la tarea de dejar en lugar seguro a Eduardo y a Wallis. A pesar de nuestros esfuerzos, no encontramos ni rastro de los rumanos. Los notables locales, que no entendían nada de lo que ocurría, afirmaron que la pareja se había perdido de vista ya en los primeros minutos de la caza, e incluso Muradeva, que estaba pálido como un fantasma y temblaba como una hoja, aseguró que no tenía ni idea de su paradero.

– ¡Le aseguro, oficial, que no sé gran cosa de estas personas! De hecho lo ignoro todo sobre ellos. Son simples conocidos de salón… ¡E incluso eso ya es mucho decir!

Dejé de prestar atención a las miserables denegaciones del príncipe. Sonaban tan falsas que resultaban penosas de escuchar.

– Comodoro -dije-, sin duda los rumanos han vuelto a Calcuta. ¡Tendremos que detenerles en su propia villa! ¡Sígame!

Reunimos a nuestros hombres y les ordenamos subir a los coches civiles más rápidos que pudimos requisar, mientras el comodoro y yo cogíamos el Daimler del rey. Rodando a toda velocidad por las pistas polvorientas de Bengala, malgastamos estúpidamente una hora perdiéndonos por el camino cuando creíamos haber tomado un atajo, de modo que, cuando nuestros neumáticos chirriaron por fin sobre el asfalto caliente de Shapur Street, ya eran, por desgracia, casi las cinco de la tarde. Al detenernos junto al piquete que seguía de guardia en la entrada, nos enteramos de que los Galjero habían llegado casi tres horas antes y luego habían partido al volante de dos coches, hacía unos treinta minutos. Ordené a un estafeta motorizado que se encontraba allí que fuera a buscar al caporal Swamy y lo trajera a la villa, y antes incluso de que el motociclista hubiera apoyado el pie sobre el pedal de arranque, el comodoro, siguiendo mis instrucciones, volvió a dar gas para atravesar el parque a toda velocidad. Era cierto -acababan de comunicármelo y yo no tenía ninguna razón para creer que el guardia me había mentido- que los rumanos ya no estaban allí; pero dado que no tenía idea de la dirección que habían podido tomar los Galjero, sólo me quedaba una última carta por jugar: la de los sirvientes de la villa. Todas mis esperanzas se centraban, en particular, en el segundo mayordomo Jaywant. Lo encontramos en un salón, embalando objetos en una caja. Nuestra irrupción, armas en ristre, no pareció sorprenderle demasiado.

– Jaywant-pregunté excitado-, ¿sabe adonde han ido sus amos?

– No, sahib. Lo ignoro. Pero aunque lo supiera, no se lo diría.

– ¡Jaywant! -aullé sacudiéndole violentamente por los hombros-. ¿Sabe qué prácticas realizan sus amos en la sala de la torre negra? ¿Sabe lo que hacen a las muchachas? ¿A los niños?

Sí, Jaywant sabía. Lo sabía desde siempre, pero eso no le impedía, por alguna oscura razón, preferir el silencio y la complicidad criminal a traicionar a sus amos. Volviendo la mirada a un lado, el sirviente se encerró en un mutismo del que supe que nada podría sacarle. Me entraron ganas de molerle a palos para obligarle a hablar, pero me contuve y me contenté con empujarlo con rudeza a un sillón.