– Debe de haber un medio de adivinar adonde ha ido esa gente -sugirió el comodoro-. ¿Galjero tiene un despacho? Tal vez deberíamos registrarlo.
Yo no sabía dónde se encontraba el despacho de Dalibor Galjero. Durante mi estancia en la villa sólo había recorrido algunas habitaciones, y me habían mantenido cuidadosamente alejado de la parte principal del edificio. Mientras trataba de evaluar mentalmente las oportunidades que teníamos de descubrir un indicio que nos fuera útil entre los eventuales documentos abandonados por Galjero, Jaywant descargó un fulgurante puñetazo contra la corva del comodoro. El golpe alcanzó un nervio y obligó al oficial de marina a doblar la rodilla, al tiempo que sus dedos se aflojaban súbitamente y dejaban caer el arma. Jaywant fue bastante rápido para apoderarse de la pistola antes de que tocara el suelo y, levantando el percutor con el pulgar, le disparó una bala en la nuca.
– ¡Jaywant! ¡No! -grité.
Pero ya no podía hacer nada, ni para salvar a mi pobre compatriota ni para evitar abrir fuego a mi vez sobre el segundo mayordomo de la villa Galjero. En un segundo, crispé dos veces el índice sobre el gatillo de mi pistola y alcancé al hindú en plena frente, casi a bocajarro. Su cráneo, doblemente reventado, estalló como un sol rojo. Por sexta vez en ese día acababa de arrebatar una vida humana. No perdí el tiempo en lamentarme por ello. Jadeando, salí corriendo del salón donde se entrelazaban trágicamente los cadáveres del brit y del hindú. Los criados presentes en la habitación gritaron y trataron de cortarme el paso, pero la visión de mi arma con el cañón aún humeante bastó para mantenerlos a distancia. Mi presencia aquí ya no era necesaria. Hubiera sido preciso registrar la villa de arriba abajo, pero no disponía de tiempo para consagrarme a un trabajo policial. Una tarea más urgente me esperaba, una labor más importante que cualquier otra: sacar cuanto antes a Khamurjee de Thomson Mansion.
Volví a coger el Daimler del rey, y esta vez me vi obligado a conducirlo yo mismo. La tensión, la cólera, la impotencia, contribuían paradójicamente a concentrar mi energía y a canalizarla, por lo que no me resultó difícil poner en marcha la pesada máquina y alcanzar la salida de la propiedad. Cuando ya llegaba casi al extremo de Shapur Street, me crucé con el estafeta que había enviado a buscar a Swamy. Reconocí al pequeño hindú sentado a la grupa de la moto, con los brazos cruzados en torno al torso del piloto. Frenamos para colocarnos a la misma altura.
– ¡Coja el volante, Swamy! De momento ya no hay nada que hacer en casa de los Galjero. Ahora quiero recuperar a Khamurjee lo más rápido posible.
Mientras el caporal se deslizaba, con delectación de experto, en el asiento de cuero del automóvil de lujo, indiqué con un gesto al motociclista que nos precediera para despejar el camino.
– Durham Lane -grité con todas mis fuerzas para imponerme al estrépito de los dos motores-, ¡Vamos a Durham Lane!
El soldado levantó el pulgar en el aire, se ajustó las gafas de conducir manchadas de polvo e hizo rugir su máquina. Swamy, con los dientes apretados y el busto tan inclinado que tocaba el volante, le siguió de cerca. A pesar de la potencia de nuestros vehículos, tardamos casi treinta minutos en llegar a Thomson Mansion. Allí nos detuvimos ante una verja que permaneció obstinadamente cerrada a pesar de nuestras llamadas y de los golpes que descargamos con la palma de la mano contra la chapa vibrante. Una pesada cadena engrasada bloqueaba el portal.
– ¡Tengo unas tenazas en mis alforjas, mi teniente! -chilló el motociclista.
Con sus cizallas, el private atacó uno de los eslabones; pero aunque apretó con todas sus fuerzas, no consiguió morder suficientemente el acero para que cediera el conjunto. Volvió a empezar. Yo me impacientaba. A pesar de que estábamos armando un escándalo de mil demonios en la entrada, no se apreciaba ninguna señal de movimiento en la casa. Consideré todo aquello de muy mal augurio.
– Estamos perdiendo el tiempo. ¡Será mejor que haga estribo con las manos para ayudarme a saltar! -ordené.
El soldado soltó sus tenazas, tendió las manos juntas para que apoyara el pie sobre ellas y me propulsó hasta lo alto del muro. Los cascos de botella que habían empotrado en el cemento me hicieron cortes en la palma derecha. Lastimado y dolorido, me dejé caer al otro lado y aterricé sobre un macizo de claveles. Mientras me enrollaba la mano manchada de sangre con un pañuelo que había sacado del bolsillo, Swamy apareció también sobre la pared, y oí cómo nuestro tercer hombre hacía entrar en acción sus músculos reiniciando furiosamente su trabajo de zapa sobre la cadena. Sin preocuparnos de él, mi caporal y yo subimos corriendo por la pendiente cubierta de césped que conducía al edificio principal, que tenía todos los postigos cerrados. Alcanzamos la puerta de entrada: cerrada también, probablemente con dos o tres cerrojos. Swamy cogió su arma y disparó ocho cartuchos de 45 milímetros contra el panel inferior, lo que melló y debilitó bastante la madera para que las violentas patadas que lanzó luego contra la puerta abrieran un paso suficientemente ancho para su escasa corpulencia. El hindú se hundió en el agujero de sombra que se abría ante él como un perro ratonero penetrando en la madriguera de un conejo, y luego abrió los cerrojos para dejarme entrar. En la calle, el soldado había conseguido por fin deshacerse de la cadena, y ya corría, sudoroso, hacia nosotros, ansioso por conocer la razón del tiroteo que había hecho que todos los pájaros de los alrededores salieran volando entre ruidosos graznidos. Mientras el caporal deslizaba un nuevo cargador en su automática, avancé a grandes zancadas por el vestíbulo de entrada, donde no brillaba ninguna luz. Durante unos instantes permanecí inmóvil en el centro de la sala, porque tenía dificultades para distinguir la geografía del lugar. Una gran escalera que conducía a los pisos altos, puertas cerradas, pasillos: eso era todo lo que percibía. No me pareció que hubiera ruido en el edificio. Entonces, ¿adonde podían haber llevado a los niños? ¿Seguirían con sor Marietta y Peter Talbot? Un rayo de luz barrió el lugar y la voz del motociclista resonó a mi espalda:
– ¡En lo alto de las escaleras, mi teniente! ¡Creo que hay algo!
El hilo de luz se había detenido en los últimos escalones, justo antes del rellano del primer piso. Allí, una masa inerte bloqueaba el paso. Subimos despacio, con cautela, cada uno sosteniendo su arma en la mano. Pero lo que nos esperaba en aquel rellano no era peligroso. O no lo era ya. Se trataba del cadáver de un hombre blanco al que yo nunca había visto antes. Debía de tener más o menos la misma edad que Talbot, y también iba vestido de un modo parecido al responsable de Thomson Mansion. Como no había ningún rastro de sangre sobre su cuerpo, no hubiera sabido establecer la causa de su muerte. Tal vez de una parada cardíaca. Pero después de todo, poco importaba; el hecho era que estaba indudablemente muerto, como me había confirmado la ausencia de pulso en su vena yugular, donde mis dedos se habían posado un instante para verificar el estado de esta nueva víctima.
– ¿Es Peter Talbot? -preguntó Swamy.
Al ver que yo hacía un gesto negativo con la cabeza, el caporal se lanzó hacia las escaleras llamando a Khamurjee con toda la fuerza de sus pulmones. El soldado corrió tras él. El hombre no sabía a quién buscábamos, pero sentía que este lugar estaba cargado de vapores mefíticos que presagiaban lo peor. Yo también subí a los pisos y les ayudé a registrar las aulas, pero todas estaban vacías, ordenadas y limpias.
Y al llegar al tercer piso, nos encontramos finalmente ante una escena que nunca podríamos olvidar, algo que marcaría nuestras vidas para siempre. Allí, en un vasto dormitorio de una veintena de camas, los niños de la segunda «promoción Galjero» habían sido reunidos y salvajemente degollados. No había supervivientes. Ni niños ni niñas. A la débil luz de una linterna eléctrica, el espectáculo de los cuerpos cubiertos de sangre y ya nimbados por una atroz nube de moscas me hizo desfallecer. Una ola de calor ascendió en mí y sentí que me mareaba. Tuve que salir de la habitación y me derrumbé en el pasillo, buscando desesperadamente en el enlosado un vestigio de frescor que calmara mi fiebre, que mitigara mi vértigo. El prívate tampoco había podido soportar esta horrible visión. Acurrucado en el suelo no muy lejos de mí, sollozaba, con el rostro oculto entre los brazos, mientras una larga mancha de orina se extendía por su entrepierna y goteaba sobre el suelo. Sólo Swamy había tenido el valor de quedarse. No sé cómo, sin luz y en medio de todos aquellos cuerpos, encontró a Khamurjee, lo sacó de entre el montón de cadáveres y lo cogió en brazos. Cuando salió con él de la habitación de la masacre, ya no era el mismo hombre. Algo, en lo más profundo de su ser, se había roto para siempre.