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Los acontecimientos que siguieron, en el curso de esta espantosa jornada, apenas son dignos de mención. Yo había salvado la vida de un rey y la de una intrigante y desenmascarado a un trío de asesinos de niños. Sin embargo, aún quedaban muchas preguntas sin respuesta, muchos misterios impenetrables frente a los cuales los engranajes del complot urdido por Donovan Phibes parecían de una perfecta simplicidad. Había desvelado a los oficiales enviados expresamente desde Delhi todas las circunstancias del caso, les había dado todos los nombres y proporcionado todas las pruebas. Pero estas diligencias habían derivado en un escaso número de arrestos. La mayoría de los hombres que había visto en la Suite de los Príncipes habían optado por el suicidio a la infamia de una inevitable condena a la pena capital. En cuanto a los que habían sido lo suficientemente estúpidos o cobardes para dejarse atrapar, sus identidades se mantuvieron en secreto y la opinión pública nunca conoció ninguna circunstancia de su proceso ni de su fin. Oficialmente, el 21 de octubre de 1936 permaneció en blanco en la agenda real, y ya nadie volvió a hablar jamás de aquella fecha. La historia se escribe generalmente con este tipo de arreglos, mediante los cuales se resuelven del mejor modo los asuntos molestos: con un puro y simple olvido que contenta a todas las partes. Jamás volví a ver a Wallis Simpson, ni a encontrarme en presencia de Eduardo VIII.

En diciembre, dos meses después del incidente de Bengala, siguiendo los dictados de su corazón -en un hecho único en la historia de la monarquía británica-, el rey abdicó para casarse con su plebeya. La pareja, poseedora de una fortuna millonaria, eligió el exilio en Francia para llevar allí una vida de fiestas y ociosidad. Esto, evidentemente, encajaba mejor con el temperamento despreocupado de los protagonistas que la tormenta de las cuestiones políticas de orden internacional. El digno Jorge VI ascendió al trono y los cortesanos germanófilos que pululaban en torno a su hermano mayor desaparecieron para siempre de los pasillos helados de Buckingham Palace. Se nombró a un nuevo coronel para asumir el mando del MI6 de Calcuta en sustitución del traidor Hardens, que había sido encontrado colgado en su despacho la noche del fracaso de su complot. De las propias manos de Flecker, el nuevo superior -un tipo alto y calvo de nariz aguileña y ojos estrechos, al que pronto se conoció sólo con el dulce apodo de El Prisionero-, recibí mis galones de capitán y fui nombrado caballero de la orden de la Jarretera por decisión expresa del soberano, a quien habían informado de todos los detalles de mi aventura.

Unos días antes de esta ceremonia, recibí una carta de Londres con una escritura fina trazada con tinta azul. Era una nota de la señora Simpson. La americana me daba las gracias por lo que había hecho y me presentaba sus excusas por su mal comportamiento hacia mi persona. Pero aquello no era lo esencial de su mensaje. En realidad, éste no estaba plasmado expresamente sobre el papel, sino que debía leerse entre líneas. Lo que no tuve ninguna dificultad en hacer, ya que era perfectamente consciente de lo que quería pedirme. Desde la noche en que, con mi viejo catalejo, la había visto franquear con los Galjero la barrera de espinos que protegía el acceso a la stupa, yo tenía su destino en mis manos. Sin embargo, jamás llegué a utilizar esta formidable herramienta para exigir ningún trato de favor. Mal que bien hubiera actuado de ese modo; eso hubiera significado sacar partido de los cadáveres de los niños de Thomson Mansion, para mí, el peor de los sacrilegios. Y además, ¿qué sabía yo realmente de los pecados de la señora Simpson? ¿Qué le habían mostrado, de hecho, los Galjero? ¿Momias de niños? ¿Sacrificios? ¿Misas negras? A priori, dudaba de que los rumanos le hubieran permitido el acceso a sus horribles secretos. Y aunque la hubieran introducido en sus misterios, aún me parecía más dudoso que la señora Simpson accediera a comprometerse en estas misas negras. Por más que esta mujer poseyera una personalidad compleja, amante hasta el vértigo del lujo y la vida fácil, por más que fuera perversa y extremadamente hábil para manipular a la gente, era, lo sabía, una persona inteligente, y sin duda consciente de que había límites que no debía traspasar. Su especialidad eran la danza frenética, las orgías, las drogas mundanas incluso, todos vicios comunes que podían ser controlados… Evidentemente, no era el caso de los placeres por los que había que pagar el precio de los crímenes de sangre. La jugadora Simpson sabía que estaba a punto de ganar la apuesta de su vida al casarse con Eduardo. Y después de reflexionar intensamente sobre el asunto, había llegado a convencerme de que la americana no habría perdido la cabeza en el último momento, frecuentando a los Galjero, si hubiera sabido quiénes eran en realidad.

– ¿Quiénes son en realidad? ¡Honestamente, debo decir que lo ignoro! -había respondido yo al comisario del Yard que un día me interrogó sobre los rumanos.

Y era la verdad. Lo ignoraba todo sobre el verdadero rostro de esta gente. Dalibor, anfitrión frío y cortés, me había parecido francamente insulso en comparación con su esposa, sobre la que, por otra parte, a mi parecer no poseía una gran influencia. Laüme era, de hecho, mucho más interesante que su marido, mucho más atractiva. El vientre totalmente liso de esa mujer simbolizaba a la perfección el misterio que planeaba sobre ella, y a menudo me decía a mí mismo que su esposo no era a su lado más que una sombra que arrastraba como por costumbre, pero sin sentir por él un amor auténtico. La fuerza de la pareja era ella. Innegablemente. Su voluntad y su determinación de entregarse al Mal…

Igual que el caso Phibes, el expediente Galjero se cerró rápidamente. Hubo, desde luego, un remedo de investigación conjunta entre los servicios civiles del Yard y los nuestros, pero esta comunión sólo sirvió para que se perdieran elementos del expediente, para que se entremezclaran artificialmente las competencias y para que el asunto se convirtiera, al final, en el parto de los montes. Todo aquello, desde luego, había sido premeditado.

– ¿Y esto le sorprende, muchacho? -me había preguntado el capitán Nicol, al que, en una noche de tristeza, había ofrecido una copa en el comedor de oficiales-. ¡Ya sabe cuál es la suerte que se reserva a este tipo de cosas! Y es que ha levantado usted la liebre, amigo mío, y una liebre como se ven pocas. Una liebre tan grande, tan improbable, que ha asustado a todo el mundo. Piense un momento: un tipo y su costilla (no ingleses, cierto, pero de todos modos unos individuos que se encuentran en su salsa en los círculos de la buena sociedad británica de la ciudad desde hace una decena de años, que conocen todos los secretitos sucios, que incluso han sido su juguete favorito durante mucho tiempo), esta pareja, digo, en la que él es el amante de la mitad de las jovencitas, de las mujeres y tal vez de ciertos hombres de la alta sociedad colonial, y ella el mismo cuadro en sentido inverso, esta gente millonaria y dispensadora de favores incontables, se revela, de hecho, como una pareja de asesinos, de maníacos, de locos que han despedazado o reducido a cenizas a sesenta chiquillos sin que nadie se haya dado cuenta de nada. Ha sido necesario que usted, un pardillo (y perdóneme la expresión, no es nada personal), un pardillo, digo, que acaba de bajar del barco, tuviera la lucidez o la suerte suficiente para arrancarles la máscara. ¿Cómo quiere que todos estos personajes se traguen la píldora? ¡Imposible! ¡Absolutamente imposible! ¡Usted les plantea una cuestión indigerible, de modo que prefieren mirar a otro lado y considerar que no hay ningún problema! ¡Y ya está! ¡Visto y no visto! -concluyó frotándose las palmas una contra otra como un mago que hace desaparecer una paloma.