– De todos modos no puedo entenderlo -repliqué yo alzando la voz-. Ha habido muertos en esta historia. Y no sólo un comodoro de la Navy. ¡Han sacrificado a niños inocentes, por Dios! ¿No cree que merecen que se interesen por ellos? ¿Que la justicia se interese por ellos?
– En términos absolutos, sí… Tiene razón. Pero en la práctica no será así.
– ¡Pero esto es contrario a todas las normas de la moral! -me indigné, golpeando la mesa con el puño con tanta fuerza que la gorra de Nicol cayó al suelo.
– Sin duda -asintió el capitán mientras la recogía y la cepillaba con el codo-. Contra todas las normas. Excepto contra la única norma que cuenta realmente: ¡la de la inercia! Me apuesto lo que quiera a que el Prisionero ha recibido órdenes precisas del gobernador Linlithgrow en persona de correr un tupido velo sobre esta historia. A los cornudos no les gusta el escándalo, ¿sabe? Es una constante simple y segura de la naturaleza humana.
– ¿Los cornudos? Quiere decir que…
– ¡Que la mujer del gobernador se acostaba con los rumanos! ¡Sobre todo, guárdese esta información para usted, Tewp! ¡No es necesario que este cotilleo salga del subcontinente! -dijo Nicol sonriendo ampliamente y dramatizando el tono de sus palabras hasta la ironía más franca.
Así pues, el asunto estaba zanjado. Por atroces que hubieran sido sus crímenes, los Galjero quedarían libres para recorrer el vasto mundo liquidando a tantos niños como quisieran. Porque yo no dudaba ni por un segundo de que sus fechorías no se detendrían en los límites de Calcuta, y ni siquiera en las fronteras de Bengala. Bajo otros cielos, en otros continentes, ya habrían recomenzado sin duda su caza infernal. Pero ¿por qué exactamente? ¿Con qué objetivo? Y sobre todo, ¿cómo podía detenerlos? Porque era necesario detenerlos, evidentemente. Y esta labor me incumbía a mí, estaba persuadido de ello. Me incumbía no sólo porque el azar había hecho que mi camino se cruzara con el de esta gente, sino también, y sobre todo, porque se lo había prometido solemnemente a Habid Swamy la misma noche en que localizamos al pequeño Khamurjee entre los cadáveres de Thomson Mansion. En cuanto se nos presentaba la ocasión, y a espaldas de todos, el caporal y yo tratábamos de trenzar los hilos dispersos de los que yo había ido tirando imprudentemente desde el día en que, con tanta torpeza, había seguido a Keller a orillas del río Hoogly. Durante mucho tiempo permanecimos atascados, recogiendo aquí y allá informaciones dispares que parecían encajar tan poco como piezas provenientes de rompecabezas diferentes. Discretamente, a pesar de las instrucciones de no seguir ocupándome de este asunto, había conseguido hacer llegar una descripción grosera de los Galjero y de Ostara Keller a algunas de nuestras delegaciones en Madras, Goa, Delhi, e incluso a las de Sumatra, El Cairo o Bagdad; pero mis gestiones habían resultado infructuosas. Mis medios eran limitados y, aunque ahora tuviera el rango de capitán, no podía actuar con eficacia, porque mis superiores, después de asignarme definitivamente a Swamy como ordenanza, me habían destinado a un puesto administrativo sin contacto con el terreno.
Confinado en un despacho de los Grandes Apartamentos, mi tarea se limitaba a redactar breves memorándums para el Prisionero, esbozos de sus discursos o circulares que destinaba al servicio, un trabajo que apenas me ocupaba unas horas a la semana. Aquello se parecía mucho a una jaula dorada. El resto del tiempo me atormentaba pensando en los Galjero, preguntándome cómo podría encontrarlos para obligarlos a pagar por sus crímenes; pero estaba aislado y sabía que desconfiaban de mí. Me había convertido en una especie de paria, mucho más aún que en la época en que yo no era más que un novato ingenuo y torpe. Si bien es cierto que ya no se burlaban de mí a mis espaldas y que no se atrevían a cerrarme el paso cuando rondaba por el comedor de oficiales, aun así me hacían el vacío, porque -como había sabido por Nicol, el único colonial que no temía tratarme- corría el rumor de que tenía mal de ojo y traía mala suerte a cualquier británico que tuviera la desgracia de frecuentarme. Se suponía, claro está, que el capitán médico era la excepción que confirmaba la regla.
Por la fuerza del destino, me había cruzado varias veces con el capitán Gillespie e incluso con los asistentes Mog y Edmonds -este último, aunque se había recuperado bien de la herida que le había infligido en el hígado, todavía era incapaz de tragar ni una gota de alcohol, desde la noche terrible en que había estado a punto de abrirme la garganta con un casco de botella-, y en cada ocasión, los tres tipos habían preferido volver la cabeza antes que tener que saludarme. Con todo, los únicos pensamientos que ocupaban mi mente por entonces estaban relacionados con los rumanos y con la agente del SD. Durante mucho tiempo, pacientemente, traté de desenredar por mí mismo la enorme madeja de acontecimientos fantásticos de los que había sido testigo directo. Desde finales de 1936 y durante todo el año de 1937, me convertí, así, en una especie de ratón de archivo, recorriendo las librerías y las bibliotecas públicas de Calcuta. Decepcionado, insatisfecho por la escasa información que encontraba, llevé más allá mis investigaciones afiliándome a círculos de eruditos, como la Sociedad de Estudios Asiáticos o la Sociedad Teosófica. Allí, rabiosa y febrilmente, pasaba tardes enteras descifrando viejas notas de etnología o de historia de las religiones, para tratar de desvelar los secretos de los brujos Keller y Galjero. Porque para mí, ahora, la realidad efectiva de la magia no admitía duda. No podía negar que en otro tiempo había sido un hombre racional, pero siempre sin excesos y manteniendo un espíritu abierto; de modo que para mí no supuso un auténtico esfuerzo introducir lo sobrenatural y sus derivaciones dentro de mi sistema de pensamiento y de mi metafísica general. Nada se oponía seriamente a ello, ni mi sentido común, ya de por sí flexible, ni mi fe cristiana, cuya banalidad tranquila y escasa densidad dogmática eran, a fin de cuentas, bastante adaptables. Mi horizonte interior, enriquecido, no se vio profundamente modificado, y siguió orientándose en lo esencial por las banales brújulas del Bien, el Mal y la Mediocridad como principal diosa que regía al género humano en todas las latitudes y en todas las épocas. La revelación de que el universo era «mágico», atravesado por fuerzas desconocidas para los hombres corrientes, tampoco despertó en mí una especial ansia de poder ni una sorda esperanza en algún tipo de redención. Nací con la suerte, tan poco frecuente como inmensa, de no ser ni un apasionado ni un ávido. Esta buena disposición de espíritu, aliada a una perseverancia que a menudo pasa por obsesión maníaca a ojos de los que no me conocen bien, me permitieron avanzar durante los años 1937 – 1938 a una razonable velocidad de crucero por los extraños mares de los saberes secretos.
Sin embargo, al principio no todo fue tan simple. Al no estar ya madame de Réault para guiarme -la francesa había hecho las maletas y había abandonado Bengala-, me vi obligado a abrirme paso en la jungla de estas cuestiones con mi propio discernimiento como machete. Por fortuna, las Indias eran, desde hacía siglos, la tierra de elección de los cultos más extraños, de manera que, siempre que se tuviera un cierto interés en la materia, cada día era posible realizar sorprendentes descubrimientos. Dejando aparte a los faquires y otros prestidigitadores callejeros, era fácil encontrar a europeos imbuidos de misticismo con valores más o menos establecidos. En este sentido los teósofos, muy extendidos en todo el subcontinente -donde por otra parte había nacido su movimiento, a partir de las visiones de la rusa blanca Blavatsky en comunión con el genio publicitario del coronel americano Olcott-, aún podían mirar por encima del hombro a los masones, pese a la reciente defección del poeta Krishnamurti, su profeta anunciado. Los martinistas y los rosacruces, por su parte, en ocasiones se ponían de acuerdo sin llegar a alcanzar nunca la fusión; mientras que los recién llegados del movimiento antroposófico de Rudolf Steiner trataban, mal que bien, de echar raíces en una tierra de por sí saturada de injertos sectarios importados de contrabando de Occidente desde hacía tres siglos. En apenas unas semanas recorrí todas estas opciones, y pronto comprendí que de boca de estas gentes deseosas de hacerse perdonar no iba a descubrir lo que quería saber. Porque, como tuve ocasión de comprobar no una, dos o cinco veces, sino más bien diez o veinte, en cuanto empezaba a interrogar a estos hermanos pretendidamente situados en lo más alto del escalafón masónico, teosófico o martinista a propósito de la efectividad de la magia, estos buenos señores henchidos de importancia se lanzaban a hacer aspavientos como ancianitas escandalizadas. Era evidente que tan sólo buscaban y apreciaban la vaga excitación intelectual que va ligada al estudio de la filosofía y la teología -aunque estén teñidas por las aguas turbias de una metafísica entreverada de ocultismo-, y que su único interés radicaba en perorar en los salones y en los clubes y exhibirse en los palcos. Ninguna de ellas estaba dispuesta a arriesgarse de verdad para introducirse en una de las vías de la auténtica iniciación mágica.