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Marcel Grobz extendió el brazo por la cama para atraer hacia él el cuerpo de su amante, que se había separado con un vigoroso movimiento de caderas dándole la espalda de forma ostensible.

– Déjalo, bomboncito, no te enfurruñes. Sabes bien que no lo soporto.

– Te hablo de algo superimportante y no me escuchas.

– Que sí… Que sí… Venga, vamos… Te prometo que te escucho.

Josiane Lambert se relajó e hizo rodar su salto de cama en bordado malva y rosa contra el majestuoso cuerpo de su amante. Su amplio vientre se desbordaba de sus caderas, el vello rojo ornaba su pecho y una mata de pelo rubio rojizo coronaba su calva cabeza. Marcel, no era un jovencito, pero sus ojos de un azul vivo, despiertos, penetrantes, lo rejuvenecían considerablemente. «Tus ojos tienen veinte años», le susurraba Josiane al oído después de hacer el amor.

– Muévete, coges todo el sitio. Has engordado, ¡estás lleno de grasa! -le dijo ella pellizcándole la cintura.

– Demasiadas comidas de negocios en este momento. Son tiempos duros. Hay que convencer, y para convencer hay que adormecer la desconfianza del otro, hacerle comer y beber… ¡comer y beber!

– ¡Bueno! Te voy a servir una copa y así me escucharás.

– ¡Quédate aquí, bomboncito! Venga… te escucho. ¡Vamos!

– Bueno, entonces…

Había plegado la sábana por debajo de sus grandes senos blancos marcados por sus venas de un delicado violeta, y a Marcel le costaba separar la vista de aquellas dos esferas que había chupado ávidamente segundos antes.

– Hay que contratar a Chaval, darle responsabilidades e importancia.

– ¿Bruno Chaval?

– Sí.

– ¿Y por qué? ¿Estás enamorada de él?

Josiane Lambert soltó esa risa profunda y ronca que le volvía loco, y su mentón desapareció en tres collarines de grasa alrededor del cuello que se pusieron a temblar como gelatina inglesa.

– ¡Ummmmm! Cómo me gusta tu cuello… -gruñó Marcel Grobz hundiendo su nariz en uno de los círculos flácidos del cuello de su amante-. ¿Sabes lo que le dice un vampiro a la mujer a la que acaba de morder?

– Ni idea -respondió Josiane, que tenía más interés en no perder el hilo de su razonamiento y soportaba mal las interrupciones.

– Te lo agradezcuello.

– ¿Te lo agradezco qué?

– Te lo agradez… cuello.

– ¡Ah, qué gracioso! ¡Pero que muy gracioso! ¿Has terminado ya con tus jueguecitos de palabras y tus chistes? ¿Puedo hablar?

Marcel Grobz puso cara de arrepentido.

– No lo haré más, bombón cito.

– Como te iba diciendo…

Y como su amante volvía a hundirse una vez más en uno de los numerosos pliegues de su voluptuoso cuerpo:

– Marcel, si continúas me voy a poner en huelga. ¡Te prohíbo tocarme en cuarenta días y cuarenta noches! Y esta vez te prometo que lo cumplo.

La última vez, él, para romper la cuarentena, tuvo que regalarle un collar de treinta y una perlas cultivadas de los mares del sur, un broche cubierto de diamantes y una montura de platino. «Con certificado -había exigido Josiane-, sólo así me rendiré y te dejaré poner tus zarpas sobre mí».

A Marcel Grobz le volvía loco el cuerpo de Josiane Lambert.

A Marcel Grobz le volvía loco el cerebro de Josiane Lambert.

A Marcel Grobz le volvía loco el sentido común campesino de Josiane Lambert.

Así que aceptó escucharla.

– Hay que contratar a Chaval, si no se irá a la competencia.

– Ya casi no hay competencia, ¡me los he comido a todos!

– Abre los ojos, Marcel. Los has liquidado, es cierto, pero un buen día pueden resucitar y liquidarte a ti también. Sobre todo si Chaval les echa una mano… Venga… En serio, ¡escúchame!

Se había incorporado completamente, el busto ceñido a una sábana rosa, el ceño fruncido y la expresión seria. Tenía la expresión seria tanto para los negocios como para el placer. Era una mujer que nunca hacía trampas.

– Es muy sencillo: Chaval es un excelente contable además de un excelente vendedor. Odiaría verte un día enfrentado a un hombre que maneje a la perfección esas dos cualidades: la habilidad del vendedor y el rigor financiero del contable. El primero gana dinero con los clientes y el segundo lo rentabiliza al máximo. Sin embargo, la mayoría de la gente sólo posee uno de esos talentos…

Marcel Grobz también se había incorporado sobre un codo y, atento, escuchaba a su amante.

– Los comerciales saben vender, pero pocas veces dominan los aspectos financieros más sutiles de la transacción: el modo de pago, los vencimientos, los gastos de transporte, los descuentos. A ti mismo, si yo no estuviera allí, te costaría…

– Sabes muy bien que no podría vivir sin ti, bomboncito.

– Eso es lo que pretendes. Me gustaría tener unas cuantas pruebas tangibles.

– Lo que pasa es que soy un contable muy malo.

Josiane esbozó una sonrisa que mostraba que no la engañaba con esa salida por la tangente, y volvió a su razonamiento.

– Y, sin embargo, son esos hechos precisos, ¡esos aspectos financieros son los que marcan la diferencia entre un margen de tres cifras, de dos cifras o de cero cifras!

Marcel Grobz estaba ahora sentado, el torso desnudo, la cabeza apoyada contra los barrotes de la cama de bronce, y continuaba por su cuenta el razonamiento de su amante.

– Eso quiere decir, bomboncito, que antes de que Chaval comprenda todo eso, antes de que se enfrente a mí y me amenace…

– ¡Hay que atarle!

– ¿Y dónde lo meto?

– En la dirección de la empresa, y mientras él la hace crecer, nosotros nos dedicamos a diversificar, a desarrollar otras líneas… En este momento ya no tienes tiempo de anticiparte. Ya no actúas, reaccionas. Ahora bien, tu verdadero talento es el de vivir el presente, sentirlo, prever los deseos de la gente… Si contratamos a Chaval, le dejamos deslomarse con las tareas del presente mientras nosotros navegamos sobre las olas del mañana. ¿No está mal, eh?

Marcel Grobz agudizó el oído. Era la primera vez que ella decía «nosotros» cuando hablaba de la empresa. Y lo había dicho varias veces seguidas. Se separó de ella para observarla: estaba en tensión, el rostro enrojecido, la expresión concentrada y sus cejas unidas en una uve profunda y erecta de vello rubio. Pensó que esa mujer, esa amante ideal que no rechazaba ningún condimento sexual y poseía todo tipo de talentos, tenía, además, muchas ambiciones. ¡Qué diferencia con mi mujer, que me la chupa con los ojos cerrados, y eso con motivo de la elección de un nuevo papa! Por mucho que le dirija la cabeza, no viene. En cambio, Josiane no se andaba con chiquitas. A grandes golpes de caderas, de lengua, de peras, le enviaba al séptimo cielo, le hacía gritar ¡ay, Dios!, le volvía a excitar entre polvo y polvo, le lamía, le acariciaba, le enganchaba entre sus poderosos muslos y, cuando el último espasmo moría entre sus labios, le acurrucaba dulcemente entre sus brazos, le calmaba, le ponía a tono con un fino análisis de la marcha de la empresa antes de enviarle de nuevo al séptimo cielo. ¡Qué mujer!, se dijo. ¡Qué amante! Generosa. Hambrienta. Cariñosa en momentos de placer, dura en el trabajo. Blanca, lechosa, voluptuosa hasta el punto de preguntarse dónde esconde los huesos de su esqueleto.

Josiane trabajaba para él desde hacía quince años. Había acabado en su cama poco después de ser contratada como secretaria. Mujercita flacucha y triste cuando entró en la empresa, había prosperado con su ayuda. Poseía, como único título, el de una academia de tercera donde había aprendido mecanografía y ortografía -bueno… ortografía básica-, además de un curriculum caótico en el que destacaba que nunca permanecía mucho tiempo en un trabajo.