Joséphine asintió.
– Reemplazarás a la señora Barthillet, ¡ganaré con el cambio!
Iris miró por la ventana de su habitación. Odiaba el mes de enero. También odiaba febrero y los chubascos de marzo y abril. En mayo, tenía alergia al polen, en junio hacía demasiado calor. Ya no le gustaba la decoración de su habitación. Tenía mala cara. Abrió su armario: ¡no tenía nada que ponerse! La Navidad había sido siniestra. Qué fiesta más horrible, pensó apoyando la frente contra el vidrio. Philippe y ella, cara a cara, ante la chimenea del salón, ¡abominable!
Nunca volvieron a hablar de Nueva York.
Se evitaban. Philippe salía mucho. Si volvía sobre las siete, era para ocuparse de Alexandre. Se volvía a marchar cuando su hijo se bañaba. Ella no le preguntaba adónde iba. El hace su vida, yo la mía. Para qué preocuparme, siempre ha sido así.
Había decidido olvidar a Gabor. Cada vez que pensaba en él, era como si un cuchillo le atravesara el corazón. Seguía jadeante, cortada en dos por el dolor. Lo que había pasado en Nueva York, cuando volvía a pensarlo, le daba vértigo. Era como si la hubiesen colocado al borde de un precipicio. Ya no podía avanzar más, a menos que saltase al vacío… El vacío le daba miedo. El vacío le atraía.
Vivía de casualidad.
Su momento de gloria había terminado. Tras el frenesí de los tres primeros meses, la prensa había encontrado otros temas de interés. La solicitaban menos. ¡Qué deprisa pasaba todo! Justo antes de Navidad, me llamaban para hacerme una foto o para dar color a una fiesta con mi presencia. Hoy… Consultó su agenda, ¡ah, sí! Una foto para Gala el martes que viene… No sé cómo vestirme, tendré que preguntar a Hortense. Eso es, voy a pedir a Hortense que se invente un nuevo look para mí. Eso me entretendrá. Iremos juntas de tiendas. Tengo que encontrar algo para volver a primera plana. Resulta embriagador estar frente a los proyectores, pero, cuando se apagan, tiemblas de frío.
«¡Quiero que me miren!», rugió en la calma aterciopelada de su habitación. Pero para eso, tengo que crear mi propio espectáculo. Hacerme cortar el pelo en directo, fue soberbio. Debo encontrar otra idea… Sí, ¿pero qué? Miraba la lluvia contra el cristal, cómo resbalaba y caía sobre el marco. Encendió la tele y dio con un programa de final de la tarde. Recordaba haber sido invitada. «Vende mucho, vende mucho, hay que ir sin falta», había dicho su adjunta de prensa. Un joven autor presentaba su novela. Iris sintió un pinchazo de celos. Una periodista, ignoraba su nombre, decía que le había encantado el libro, que estaba bien escrito: sujeto, verbo, complemento. Frases cortas, rápidas.
– Normal -respondió el joven autor, acostumbrado a escribir SMS…
Iris se dejó caer sobre la cama, deprimida. Su libro no estaba escrito como un SMS. Su libro, el suyo, era literatura. ¿Qué tengo yo en común con ese imberbe? ¡Si se le aprieta la nariz y sale leche! Apagó el televisor, irritada, febril. Volvió a caminar de un lado a otro de la habitación. Encontrar una idea, encontrar una idea. Philippe no volvería para cenar. Alexandre estaba en su habitación. No se ocupaba de él. No tenía fuerzas para interesarse por él. Cuando se veían los dos y le contaba lo que había hecho en el colegio, ella simulaba escucharle. Asentía con la cabeza, sin decir nada, para puntuar las frases de su hijo como si pusiese atención, pero tenía ganas de que se callase. Esa noche estarían solos en la cena. Se sentía cansada con antelación, pensó en pedirle a Carmen que le preparase una bandeja para su habitación, pero luego cambió de opinión. Debe de haber algo en la tele. Cenaremos delante de la tele.
Al día siguiente, comía con Bérengère.
– No tienes muy buen aspecto…
– Debería ponerme a escribir de nuevo, y estoy angustiada…
– Hay que reconocer que, para un primer intento, fue un golpe maestro. Conseguirlo una segunda vez no debe de ser fácil.
– Gracias por animarme -cortó Iris-. Debería comer más a menudo contigo, me subiría la moral.
– Escúchame, acabas de pasar tres meses en los que no se ha hablado más que de ti, en los que has estado por todos lados, es normal que te deprima un poco la idea de encerrarte de nuevo.
– Me gustaría que durase siempre…
– ¡Pero si dura! Cuando hemos entrado en el restaurante, he oído a gente murmurar «es ella, Iris Dupin, ya sabes, la que acaba de escribir ese libro…».
– ¿De verdad?
– Te lo prometo.
– Sí, pero se acabará…
– No. Porque vas a escribir otro.
– ¡Es tan duro! Lleva su tiempo…
– ¡O haz alguna locura! Te suicidas y…
Iris hizo una mueca.
– Te ocupas de los pequeños leprosos de Papúa Nueva Guinea…
– ¡Muchas gracias!
– Das tu nombre a una rosa…
– ¡Ni siquiera sé cómo se hace!
– Te dejas ver con un jovencito… Mira Demi Moore, ya no hace ninguna película, pero se habla de ella gracias a la juventud de su pareja.
– No conozco ninguno. Los amigos de Alexandre son demasiado jóvenes… Y, además, está Philippe, ¡no lo olvidemos!
– Le explicas que no es más que publicidad para el próximo libro. Lo entenderá. Tu marido lo entiende todo…
Les trajeron sus platos e Iris bajó los ojos ante la comida, asqueada.
– ¡Come! Te vas a volver anoréxica.
– ¡Es mejor para la tele! Con la imagen se ganan kilos, vale más que esté flaca.
– Iris, escúchame, te vas a volver loca… Olvida todo eso. Ponte a escribir, en mi opinión, es lo mejor que sabes hacer.
Tiene razón, tiene razón. Tengo que insistirle a Joséphine. Se resiste a escribir un segundo libro. Cuando le hablo, se pone tensa. El próximo sábado, me autoinvito a comer en su lejano extrarradio, le comento y me llevo a Hortense de compras conmigo…
– ¡No, Iris, no insistas! ¡No lo volveré a hacer!
Estaban las dos en la cocina. Joséphine preparaba la cena. Había acogido a Gary y tenía la impresión de tener que alimentar a un ogro.
– Pero ¿por qué? ¿No te ha cambiado la vida ese primer libro?
– Sí… Y no tienes idea de hasta qué punto.
– ¿Entonces?
– Entonces, no.
– Formamos un equipo formidable las dos. Ahora estoy lanzada, tengo un nombre, una reputación, sólo hay que seguir alimentando a la máquina. Tú escribes, yo vendo, tú escribes, yo vendo, tú escribes…
– ¡Para! -gritó Joséphine tapándose los oídos-. No soy una máquina.
– No lo entiendo. Hemos hecho lo más difícil, nos hemos hecho con un nombre y tú te echas atrás…
– Tengo ganas de escribir para mí…
– ¿Para ti? ¡Pero si no venderás ni uno!
– Muchas gracias.
– No es lo que quería decir. Perdóname… Venderás mucho, mucho menos. ¿Sabes en cuánto estamos con Una reina tan humilde? Cifras auténticas, no esas cifras imaginarias que se ponen en las fajas de publicidad…
– Ni idea.
– ¡Ciento cincuenta mil en tres meses! Y sigue, Jo, sigue. ¿Y tú quieres parar eso?
– No puedo. Es como si hubiese traído al mundo a un hijo, con el que me cruzo en la calle y no lo reconozco.
– ¡Ya estamos! No te ha gustado que me cortara el pelo en directo, que salga en todos los periódicos, que responda a entrevistas idiotas… Pero así es el juego, Jo, ¡es lo que hay que hacer!
– Quizás… Pero no me gusta. Me apetece actuar de otro modo.
– ¿Tú sabes cuánto vas a ganar con esta historia?
– Cincuenta mil euros…
– ¡No tienes ni idea! ¡Diez veces más!
Joséphine soltó un grito de horror y se cubrió la boca con su mano libre.