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– Me gusta cuando eres así, Hortense…

– Duerme, Zoíta, duerme…

Hortense, en su cama, reflexionaba. La vida era apasionante. Mick Jagger la perseguía por teléfono, su madre resultaba ser una autora de éxito, su tía no podía dar un paso sin ella, el dinero iba a correr a chorros… A finales de curso pasaría la selectividad. Tendría que sacar una mención de honor para entrar en una buena escuela de diseño. En París o en Londres. Se había informado. Ya vería. Aprender para conseguir. No depender de nadie. Embrujar a los hombres para trazarse un camino. Tener dinero. La vida era simple cuando se aplicaban las buenas recetas. Asistía, afligida, a las dudas de sus compañeras de clase que perdían el tiempo intentando saber si un gigante lleno de granos había reparado en su existencia. Ella, en cambio, marcaba el camino. Chaval había perdido toda su dignidad y Mick Jagger la perseguía. Su madre iba a ganar mucho dinero… con la condición de que ingresara los derechos del libro. ¡Tendría que hacer lo posible para que no la timaran! ¿Cómo puedo hacerlo? ¿A quién podría pedir consejo?

Ya lo encontraría.

No era tan difícil, después de todo, hacerse un sitio en la vida. Bastaba con organizarse. No perder el tiempo con historias de amor. No enternecerse. Largar a Chaval, que ya no servía para nada, y hacer creer a un viejo roquero que era su príncipe azul. ¡Los hombres son tan vanidosos! Sus ojos se entornaron en la oscuridad de la habitación. Tomó su posición favorita para dormir: el brazo a lo largo del cuerpo, la cabeza recta, las piernas juntas en una larga cola de sirena. O de cocodrilo. Siempre le habían gustado los cocodrilos. Nunca le habían dado miedo. Los respetaba. Pensó un instante en su padre. ¡Cómo había cambiado la vida desde que se fue! Pobre papá, suspiró, cerrando los ojos. Bueno, se dijo recuperándose, no debo preocuparme por su suerte. ¡También le irá bien!

Mientras tanto, la vida se presentaba bajo los mejores auspicios.

* * *

Philippe Dupin consultó su agenda de citas y vio que Joséphine estaba inscrita a las quince treinta horas. Llamó a su secretaria y le preguntó si sabía de qué se trataba.

– Llamó y pidió una cita oficial… Insistió para tener tiempo. ¿He hecho bien?

Murmuró: sí, sí y colgó intrigado.

Cuando Joséphine entró en el despacho, quedó impresionado. Bronceada, más rubia, más delgada, había rejuvenecido y sobre todo, sobre todo, parecía sentirse liberada de un peso interior. Ya no avanzaba con la mirada gacha, los hombros encogidos, pidiendo perdón por existir, entró en su despacho sonriendo, le besó y fue a sentarse frente a él.

– Philippe, tenemos que hablar.

Él la miró, la sonrió para detener un instante el tiempo y preguntó:

– ¿Estás enamorada, Joséphine?

Desconcertada, balbuceó sí, su mirada se turbó, y añadió:

– ¿Se nota?

– Está escrito con letras mayúsculas en tu cara, en tu forma de andar, de sentarte… ¿Le conozco?

– No…

Se miraron un largo momento en silencio y, en la mirada de Joséphine, Philippe pudo leer un cierto desasosiego que le sorprendió y vino a endulzar la pena que había sentido.

– Me siento muy feliz por ti…

– No he venido a hablarte de eso.

– ¿Ah? Creía que éramos amigos…

– Precisamente. Porque somos amigos he venido a verte.

Inspiró profundamente y comenzó:

– Philippe. Lo que te voy a decir no te va a gustar y no querría en ningún caso que pensases que quiero perjudicar a Iris.

Dudó de nuevo y Philippe se preguntó si tendría el valor, frente a él, de revelarle la superchería del libro.

– Voy a ayudarte, Jo. Iris no ha escrito Una reina tan humilde, lo has escrito tú.

La boca de Jo se abrió y sus cejas se elevaron en una interrogación estupefacta.

– ¿Lo sabías?

– Lo sospechaba y mis sospechas se fueron haciendo cada vez más evidentes.

– ¡Dios mío! Y yo que pensaba…

– Joséphine, déjame contarte cómo conocí a tu hermana. ¿Quieres que pida que nos traigan algo de beber?

Joséphine tragó saliva y dijo que sí, que era una buena idea. Tenía un nudo en su seca garganta.

Philippe pidió dos cafés con dos grandes vasos de agua. Joséphine asintió. Y después comenzó su relato.

– Hará unos veinte años, yo llevaba muy poco de abogado, había trabajado dos o tres años en Francia y hacía unas prácticas en Dorman and Steller en Nueva York, en el departamento de derechos de autor. Estaba muy orgulloso, te lo puedo asegurar. Un día, recibí una llamada de un director de un estudio de cine americano, del que omitiré el nombre, que tenía un caso bastante incómodo en sus manos y que pensaba que podría interesarme: era referente a una joven francesa. Le pregunté de qué se trataba y esto es lo que me explicó: se había realizado un trabajo colectivo redactado por estudiantes del último año de creative writing en la Universidad de Columbia, Departamento de Cine. Un guión escrito entre varios, premiado a final de curso por el claustro de profesores de Columbia como el guión más original, más brillante y mejor acabado de todos los elaborados por estudiantes. Ese guión había sido dirigido después por un tal Gabor Minar. Había realizado un mediometraje de unos treinta minutos, financiado por la Universidad de Columbia, que le valió las felicitaciones de sus profesores y le permitió después ser contratado para proyectos más ambiciosos. Esa película fue, como se hace normalmente, exhibida en el circuito universitario y se llevó todos los premios de ese nivel. Pues daba la casualidad de que Iris era estudiante en el mismo grupo que Gabor y que había participado en la escritura del guión. Hasta ahí, nada que objetar. Es después cuando todo se estropea… Iris retomó el guión, cambió dos o tres detalles en la historia, hizo de ella una versión larga y la presentó a un estudio de Hollywood, el estudio donde trabajaba el hombre que me llamaba, como si fuera un proyecto suyo original. El estudio, encantado con la historia, firmó inmediatamente con ella un contrato de guionista durante siete años. Con muchos, muchos ceros. Era una primicia, un golpe de efecto, y se habló de ello en la prensa especializada.

– Lo recuerdo, no se hablaba más que de eso en casa. Mi madre estaba que no cabía en sí de gozo.

– ¡Y con razón! Era la primera vez que una alumna recién salida de la universidad se veía delante de un contrato así. Todo hubiera ido sobre ruedas si una estudiante que había formado parte del grupo de trabajo de Iris no se hubiese enterado del asunto. Consiguió el guión de tu hermana, lo comparó con el guión colectivo original y convenció al estudio de que Iris era una ladrona, una defraudadora, resumiendo, según la ley americana, ¡una criminal! El caso me interesó, quise ocuparme de él, conocí a tu hermana y me enamoré locamente de ella… Hice todo lo posible para sacarla de ese lío. Tuvo que prometer a cambio no volver a trabajar en los Estados Unidos y, durante diez años, ni siquiera pudo poner los pies allí. Había cometido un auténtico crimen según la ley americana, que no bromea con los mentirosos. ¡Allí es el crimen supremo!

– Por eso Clinton estuvo hundido en el fango mediático…

– El asunto quedó silenciado, Gabor Minar y los otros estudiantes nunca supieron nada, y la estudiante que había descubierto el fraude fue generosamente indemnizada… a cuenta mía. Aceptó retirar la denuncia a cambio de un buen puñado de dólares. Yo tenía dinero, había defendido dos o tres casos importantes muy jugosos, así que pagué…

– Porque estabas enamorado de Iris…

– Sí. La palabra no es lo suficientemente fuerte -dijo sonriendo-. Estaba a sus pies. Embrujado. Ella aceptó el arreglo sin decir nada, pero pienso que se sintió profundamente herida de haber sido cogida en flagrante delito de estafa. Lo hice todo para que olvidara y para que su herida de amor propio cicatrizara. Trabajé como un loco para hacerla feliz, intenté convencerla de que se pusiera a escribir, ella hablaba a menudo de eso pero no lo conseguía… Así que intenté que se interesara por otra cosa, en otra forma de arte. Tu hermana es una artista, una artista frustrada, que es lo peor que hay. Nada podrá nunca satisfacerla. Sueña con tener otra vida, sueña con crear, pero, ya lo sabes, eso no se decide, se hace. Cuando le oí decir que estaba escribiendo, enseguida pensé que había gato encerrado. Cuando oí decir que estaba escribiendo una historia sobre el siglo XII, supe que tendríamos problemas…