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– Pues bien, déjame tu móvil y te llamaré…

– ¿Puede darme usted también el suyo por si acaso pierde el mío?

La mujer la miró, sorprendida por su arrojo, y dijo «¿por qué no? ¡Vas a llegar lejos!».

– Venga, hacemos un último rollo, y lo dejamos, estoy agotada. Tenemos todo lo que hace falta, de verdad que es sólo para asegurarnos.

El fotógrafo terminó el rollo pero, antes de que guardara su equipo, Iris le pidió si podía hacerle fotos con Hortense.

Hortense vino a ponerse a su lado y posó con ella.

– ¿Y Gary también? -preguntó Hortense.

– Vamos, Gary, ven… -gritó la redactora-. ¡Pero qué guapo es este chico! ¿No querrías hacerte fotos?

– No, no me interesa, preferiría ser fotógrafo…

– Ponedles un poco de maquillaje en la nariz a los dos, pidió la redactora haciendo una señal a la maquilladora.

– Son para mí, no para hacer fotos de moda -indicó Iris.

– ¡Pero son tan guapos! Nunca se sabe, si él cambia de opinión.

Iris se hizo una serie de fotos con Hortense y, después, otra junto a Gary. La redactora insistió en hacer algunas seductoras, los dos abrazados, para ver qué salía, y después declaró terminada la sesión y dio las gracias a todo el mundo.

– No se olvide de enviármelas -le recordó Iris antes de ir a cambiarse.

Se encontraron los tres en el gran camerino de Iris.

– ¡Uf! Es agotador hacer de modelo -suspiró Hortense-. ¡Lo que hay que esperar! ¿Te das cuenta? Hace cinco horas que estás ahí. Cinco horas sonriendo, posando, inmaculada. ¡Nunca podría dedicarme a eso!

– Yo tampoco -afirmó Gary-. Y, además, ese maquillaje, ¡puaj!

– ¡Pues a mí me encanta! Te miman, te ponen guapa, guapa, guapa… -gritó Iris estirándose-. En todo caso, bravo por tus compras, cariño, ha sido sublime.

Volvieron al plato donde los encargados de la iluminación guardaban los focos, los cables y los enchufes. Iris llevó a la redactora y al fotógrafo a un aparte y les invitó al Raphael.

– Me encanta el bar de ese hotel. ¿Venís con nosotros? -propuso a Hortense y a Gary.

Hortense miró su reloj, declaró que no se quedarían mucho tiempo: tenían que volver a Courbevoie.

Se encaminaron todos hacia el Raphael. La redactora previno al fotógrafo:

– No guardes tu equipo, hazme fotos de ese chico, es de una belleza que corta el aliento.

En el Raphael, Iris extendió el brazo y pidió una botella de champán. Gary pidió una coca-cola: conducía la moto de su amigo; Hortense también: todavía tenía deberes para esta noche. El fotógrafo y la periodista bebieron un dedo de champán. Fue Iris la que terminó la botella. Hablaba mucho, reía en alto, movía sus piernas, sacudía sus brazaletes. Atrapó a Gary por el cuello y lo atrajo hacia ella. Todo el mundo reía. El fotógrafo sacó algunas tomas. Después Iris se puso a hacer muecas, muecas de payaso, de carmelita, de estrella de cine mudo, y el fotógrafo la ametralló. Ella reía cada vez más fuerte y le aplaudían cada cara que ponía.

– ¡Qué bien lo estamos pasando! -gritó vaciando su vaso.

Hortense la miraba sorprendida. Nunca había visto a su tía en ese estado. Se inclinó hacia ella y le susurró:

– Ten cuidado, has bebido demasiado.

– ¡Oh! ¡Si una no se puede divertir de vez en cuando! -dijo ella dirigiéndose a la periodista, que la miraba extrañada-. Tú no sabes lo que es escribir. Pasar horas frente a una pantalla, con un café frío, buscando una palabra, una frase, con dolor de cabeza, con dolor de espalda, así que cuando podemos divertirnos, hay que aprovecharlo.

Hortense se volvió, molesta por los comentarios de su tía. Miró a Gary y le hizo una seña «¿nos largamos?». Gary asintió y se levantó.

– Tenemos que irnos. Joséphine nos espera. No querría que se preocupase…

Se despidieron y salieron. En la calle, Gary se pasó la mano por el pelo y dijo:

– ¡Joder con tu tía! Qué rara estaba esta noche. No dejaba de manosearme.

– Había bebido demasiado, olvídalo.

Hortense se agarró a Gary y este arrancó. Por primera vez en su vida, Hortense sentía piedad. No reconocía muy bien ese sentimiento que la inundaba como una tibia ola, ligeramente repugnante. Había sentido vergüenza de Iris. Había sentido pena por Iris. Ya no la miraría nunca más de la misma forma. La vería siempre sobre el sofá rojo del bar del Raphael, intentando atraer a Gary hacia ella, incordiándole, besándole o vaciando su copa como si estuviese muerta de sed. Se sentía triste: acababa de perder una hada madrina, una cómplice. Se sentía sola y era un sentimiento desagradable. No pudo dejar de pensar: ¡afortunadamente mamá no ha visto esto! No le hubiese gustado nada. Ella nunca hubiera hecho eso. Y, sin embargo, ha escrito el libro. Sola. Sin decir nada. No habla de ello, no se exhibe, no monta el espectáculo…

Nunca hubiera podido pensar eso de Iris, pensó Hortense agarrándose a Gary. Y, de pronto, un temor vino a sacudirla en su pensamiento: ¡espero que no haya dejado los derechos de autor para Iris! La veo muy capaz. ¿Cómo podría asegurarme? ¿A quién podría dirigirme? ¿Cómo recuperar ese dinero? Esa pregunta le atormentó hasta que tuvo una idea que calificó de genial…

* * *

Tres semanas más tarde, mientras Henriette Grobz esperaba en el gabinete de su esteticista para su limpieza de cutis semanal y su sesión de masaje, cogió, sobre la pila de revistas de la sala de espera, una revista. Le llamó la atención porque creyó ver el nombre de su hija, Iris, en primera página. En la misma medida que Henriette Grobz se regocijaba del éxito literario de su hija y se regodeaba en él, reprobaba su exposición mediática. Se habla demasiado de ti, querida, no está bien aparecer así por todos lados.

Abrió la revista, la hojeó, encontró el artículo relacionado con Iris, sacó sus gafas y empezó a leerlo. Se extendía a doble página.

El título del artículo decía «La autora de Una reina tan humilde en brazos de su paje», y, como subtítulo: «Con cuarenta y seis años, Iris Dupin bate el récord de Demi Moore y se pasea del brazo de su nuevo amor, un chico de diecisiete». Ilustrándolo, aparecían fotos de Iris con un hermoso adolescente de rizos castaños, sonrisa resplandeciente, ojos verde oscuro, piel ambarina. ¡Qué guapo, ese chico!, se dijo Henriette Grobz. Una serie de fotos mostraban a Iris cogiéndolo por la cintura, estrechándole en sus brazos, apoyando la cabeza contra su torso o girando el cuello mientras cerraba los ojos.

Henriette cerró la revista con un gesto seco, sintió que la sangre le subía a las mejillas y la ruborizaba. Miró a su alrededor por si alguien se había dado cuenta de su turbación y se precipitó a la calle. Su chofer no estaba allí. Le llamó al móvil y le ordenó que viniese a buscarla. Acababa de colgar y estaba guardando el aparato en su bolso, cuando su mirada se fijó en el escaparate de un quiosco de prensa: ¡la foto de su hija tumbada en los brazos del joven Adonis cubría toda la superficie!

Creyó que iba a desmayarse y se derrumbó en el asiento trasero del coche sin esperar a que Gilíes le abriese la puerta.

– ¿Ha visto usted a su hija, señora? -preguntó Gilíes con una gran sonrisa-. Hay carteles de ella por todos lados. ¡Debe de estar usted orgullosa!

– Gilíes, no mencione ni una sola palabra sobre ese asunto o me voy a poner enferma. Cuando lleguemos, irá usted a comprar todos los ejemplares de ese panfleto en los quioscos que hay alrededor de casa, no quiero que esto se sepa en el barrio.

– No servirá de mucho, señora, sabe usted… ¡Las noticias vuelan!

– Cállese y haga lo que le he dicho.

Sintió cómo la migraña le invadía la cabeza y entró precipitadamente en su casa, evitando la mirada de la portera.

* * *

Joséphine había salido a comprar una baguette. Aprovechó para llamar a Luca. Los niños le ocupaban todo el tiempo. Sólo con seguían verse por la tarde, cuando las niñas estaban en el colegio. Él vivía en un gran estudio en Asniéres. En el último piso de un edificio moderno, con una terraza con vistas a París. Ella ya no iba a la biblioteca, se encontraban en su casa. Él cerraba las cortinas del estudio y se hacía de noche.