Joséphine le tendió el camembert.
– Pero tu madre… -dijo Jo.
– ¿Mamá? Seguro que iría a partirle la cara a Iris. Pero no está aquí y no lo sabrá…
– ¿Estás seguro?
– Pues claro, Jo. ¿Te crees que ese panfleto se lee en Mosquito? Además, es genial, ¡mi nivel de popularidad va a explotar entre las chicas! ¡Van a querer salir todas conmigo! Voy a ser la estrella del instituto. Durante unos días, en todo caso…
– ¿Eso es todo el efecto que te provoca? -preguntó Jo estupefacta.
– ¡Tendrías que haber visto la prensa inglesa en tiempos de Diana, entonces sí que estábamos acojonados! ¿Puedo acabarme el camembert? ¿Ya no queda pan?
Jo negó abatida. Ella era la responsable de Gary.
– Venga, Jo, no hagas un drama de lo que no lo es.
– ¡Habla por ti! Pero imagínate Philippe y Alexandre…
– No tienen más que tomárselo como un juego. Una broma. La única cosa que me gustaría saber es cómo esas fotos han llegado a ese periodicucho.
– ¡A mí también! -gruñó Jo.
Iris volvió a salir en la televisión. En programas de radio. «No entiendo todo este estrépito, se extrañó en la emisora RTL, cuando un hombre de cuarenta años sale con una jovencita de veinte, no sale en la primera página de los periódicos. Estoy a favor de la igualdad entre hombres y mujeres en todos los sentidos».
Las ventas del libro volvieron a subir. Las mujeres seguían sus consejos de belleza, y los hombres metían la tripa cuando la veían. Propusieron a Iris dirigir un programa nocturno en una emisora de radio. Lo rechazó: quería consagrarse por completo a la literatura.
Lejos de esa agitación parisina, sentado en los escalones del porche, Antoine reflexionaba: no había podido traer a sus hijas en las vacaciones de febrero. En Navidad tampoco las había visto. Joséphine le había pedido permiso para llevárselas a Mosquito a casa de una amiga. Las niñas estaban encantadas de ir allí. El había dicho que sí. La Navidad había sido triste y aburrida. No habían encontrado pavo en el mercado de Malindi. Habían comido uapití, que habían masticado en silencio. Mylène le había regalado un reloj de buceo. El no tenía regalo para ella. Ella no había dicho nada. Se habían acostado pronto.
Se encontraba mal desde hacía algún tiempo. Bambi había sido devorado por un viejo cocodrilo belicoso un día que se paseaba, despreocupado, al borde del estanque. Eso había desestabilizado completamente a Pong y a Ming. Les servían arrastrando los pies, tenían la mirada vacía y triste, ya no comían y se tumbaban sobre una estera para descansar a la menor dificultad. Debía reconocer que él mismo se había sentido afectado por la muerte de Bambi. Había terminado por cogerle cariño a ese animal patoso y asqueroso que le miraba con ojos vidriosos, atado al pie de la mesa de la cocina. Era un lazo entre él y los otros cocodrilos. Un lazo de unión amistosa, lo observaba y veía una lucecita de humanidad en el fondo del ojo. A veces, incluso, sonreía. Retorcía sus mandíbulas y esbozaba una sonrisa. «¿Crees que le gusto?», había preguntado a Pong. Se había sentido enternecido por la respuesta afirmativa de Pong.
Sólo Mylène resistía. Su pequeño negocio prosperaba. Su asociación con míster Wei se precisaba. «Abandona esas bestias asquerosas y ven conmigo», susurraba ella a Antoine por la noche, cuando se deslizaban bajo la mosquitera. Otro traslado después de otro fracaso, pensaba Antoine, despechado, no hago más que eso: coleccionar fracasos. Y, además, sería como declararse derrotado ante los cocodrilos y, no sabía por qué, rechazaba esa solución y quería, frente a esas sucias bestias, salir con la cabeza bien alta. Quería tener la última palabra.
Pasaba cada vez más tiempo cerca de ellos. Sobre todo por la noche. Porque, durante el día, se deslomaba a trabajar. Pero por la noche, después de la cena, abandonaba a Mylène y a sus listas de pedidos, sus libros de cuentas y partía a pasear a la orilla de los cocodrilos.
Trasladarse a China no le tentaba. Luchar de nuevo, ¿y para qué? Ya no tenía fuerzas para luchar.
«Pero yo trabajaría, tú no tendrías gran cosa que hacer… Te ocuparías de las cuentas».
No quiere irse sola, pensaba. Me he convertido en un hombre de compañía, por no decir un gigoló.
Dudaba de todo. Ya no tenía energía. Se juntaba con los criadores en el Cocodrile Café, en Mombasa, y empinaba el codo en la barra despotricando contra los negros, los blancos, los amarillos, el clima, el estado de las carreteras, la comida. Había vuelto a beber. Soy como una pila gastada, se decía mirando en la oscuridad de la noche los ojos amarillos de los cocodrilos. Podía ver una chispa de ironía en sus ojos. Te la hemos pegado, viejo. Mira en lo que te has convertido: en un despojo humano. Bebes a escondidas, ya no tienes ganas de follar con tu mujer, comes uapití en Navidad. ¡Te podríamos masacrar levantando sólo una pata! Él les tiraba piedras: rebotaban sobre su duro caparazón reluciente y graso. Sus párpados no se movían, y el pequeño centelleo amarillo seguía presente en el orificio de sus ojos, rasgados como una sonrisa melosa.
Sucias bestias, sucias bestias, ¡os voy a destrozar a todas! -refunfuñaba buscando una manera de aniquilarlos.
Qué hermosa era la vida antes. En Courbevoie.
Echaba de menos a Joséphine. Echaba de menos a sus hijas. El quicio de la puerta de la cocina venía a su memoria cuando se apoyaba en la puerta de su despacho. Se frotaba dulcemente contra la madera y volvía a Courbevoie. Courbevoie, Cour-be-voie. Las sílabas resonaban mágicas. Le hacían viajar como antaño: Uagadugu, Zanzíbar, Cabo Verde o Esperanza. Volver a Courbevoie. Después de todo, sólo hacía dos años que se había ido.
Un día, llamó a Joséphine.
Le respondió un contestador que le pidió que dejara un mensaje. Miró su reloj sorprendido. Era la uña de la mañana, hora francesa. Lo intentó a la mañana siguiente y escuchó de nuevo la voz de Joséphine que pedía que dejara un mensaje. Colgó sin dejar mensaje. Llamó, pues, a última hora de la mañana, hora de París, y contestó Joséphine. Después de las banalidades al uso, le preguntó si podía hablar con las niñas. Jo le respondió que se habían ido de vacaciones.
– Acuérdate, hablamos de ello. Las vacaciones caen tarde este año, empezaron a finales de febrero. Han ido a casa de mi amiga, a Mosquito…
– ¿Las has dejado marchar solas?
– Están con Shirley y Gary…
– ¿Quién es esa amiga?
– No la conoces.
De pronto, le vino a la cabeza una pregunta.
– Pero esta noche no estabas, Jo. ¡Ni la noche anterior! He llamado y nadie respondió…
Se hizo el silencio al otro lado de la línea.
– ¿Estás con alguien?
– Sí.
– ¿Estás enamorada?
– Sí.
– Está bien.
Hubo otro silencio. Un largo silencio. Después Antoine se repuso.
– Esto tenía que pasar.
– Yo no lo he buscado. No me creía capaz de interesar a alguien.
– Y, sin embargo… Eres formidable, Jo.
– Tú no me lo decías a menudo…
– «Se reconoce la felicidad por el ruido que hace al marcharse». ¿Quién dijo eso, Jo?
– No lo sé. Y tú, ¿qué tal?
– Estoy desbordado de trabajo, pero bien… Voy a terminar de pagar el préstamo del banco y te pagaré una pensión para las niñas. Las cosas van mucho mejor, sabes. ¡He cogido el toro por los cuernos!
– Me alegro por ti.
– Cuídate mucho, Jo.
– Tú también, Antoine. Diré a las niñas que te llamen cuando vuelvan.
Antoine colgó. Se secó la frente. Abrió una botella de whisky que encontró en un estante y la terminó durante la noche.