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– ¿Es esa Natacha? -atacó ella con determinación-. ¿Es esa perdida la que te ha dado un hijo?

– ¡Respuesta incorrecta! -contestó entusiasmado Marcel-. Es Josiane Lambert. Mi futura esposa. La madre de mi hijo. Mi amor, mi calma…

– Con sesenta y seis años, es ridículo.

– Nada es ridículo, mi querida Henriette, cuando es el amor el que habla…

– ¡El amor! ¡Llamas amor al interés de una mujer por tu pasta!

– Te vuelves vulgar, Henriette. Lo natural aparece a la vista cuando salta el barniz. En cuanto a la pasta, como tú dices, no te preocupes, no te dejaré en pelotas sobre la acera, donde ciertamente no ganarías nada. Conservarás el piso, y te pasaré una pensión todos los meses, algo con lo que vivir confortablemente hasta el final de tus días…

– ¡Una pensión! Puedes quedarte con tu pensión, tengo derecho a la mitad de tu fortuna, mi querido Marcel.

– TENÍAS derecho… Ya no. Has firmado papeles. No has desconfiado, llevaba tanto tiempo dejándome dominar por ti. Estás fuera de mis negocios, Henriette. Tu firma no vale un céntimo. Puedes caligrafiar con ella todos los rollos de papel higiénico que quieras, es todo lo que te queda como lote de consolación. Así que vas a ser buenecita, te vas a contentar con tu cómoda pensión, que te pasaré con gusto, porque si no, nada, no te quedarán más que tus ojos para llorar. Vas a tener que desatascarte el lagrimal, porque debe de estar bastante obstruido.

– ¡No te permito que me hables así!

– Tú me has tratado así mucho tiempo. Guardabas las formas, es cierto, elegías las palabras, barnizabas tu desprecio, habías recibido una buena educación, pero tu fondo no era bueno. Apestaba a moho, a desprecio, a humedad de cloaca podrida. Hoy, querida, estoy que exploto de felicidad y tengo un humor fantástico. Aprovéchate porque mañana podría mostrarme menos generoso. Así que vas a cerrar la boca. Si no, será la guerra. Y la guerra es algo que sé hacer muy bien, querida Henriette…

Entonces, como en todas las mentes estrechas y mezquinas, Henriette tuvo un último sobresalto pequeño y mezquino. Gritó:

– ¿Y Gilíes? ¿Y el coche? ¿Podré conservarlos?

– Me temo que no… Primero porque no eres santa de su devoción, después porque voy a tener una gran necesidad de él para transportar a mi reina y a mi principito. Me temo que tendrás que volver a aprender el uso de tus zapatos y a poner el culo en el transporte público o en taxis, si prefieres acabar con tus ahorros. He dejado todo eso muy claro con mis abogados. No tienes más que dirigirte a ellos. Te leerán el nuevo modo de empleo. Después vendrá el divorcio. Ni siquiera tendré que ir a buscar mis cosas, ya me he llevado todo a lo que tenía cariño, con el resto te puedes acostar encima o tirarlo a la basura. ¡Tengo un hijo, Henriette! Tengo un hijo y una mujer que me ama. He rehecho mi vida, me ha llevado tiempo librarme del yugo, ¡pero ya está! Camina, da otra vuelta a pie. Ya sé, por Gilíes, que giras en trompo desde hace un buen rato, así que camina hasta que te agotes, hasta que hayas vaciado tu saco de odio y vuelve a casa… ¡Medita sobre fu suerte! Aprende sabiduría y modestia. ¡Es un buen programa para una buena vejez! Considérate afortunada, te dejo un techo, una dirección y dinero para comer todos los días que Dios, en su inmensa bondad, tenga a bien concederte.

– Has bebido, Marcel. ¡Has bebido!

– No te equivocas. ¡Lo estoy celebrando desde esta mañana! Pero tengo la cabeza clara, y ya puedes contratar a todos los abogados del mundo, estás jodida, querida, ¡jodida!

Henriette colgó furiosa. Y divisó el coche conducido por Gilíes girar al final de la calle, abandonándola a su nueva soledad.

* * *

El día en el que el pequeño Marcel Grobz entró en su hogar, el día en que, en los brazos de su madre, todo cubierto de azul como el azul de sus ojos y el azul de los ojos de su padre, penetró en el suntuoso edificio que sería a partir de entonces su residencia, le esperaba una sorpresa. Un inmenso dosel de percal blanco había sido instalado en la entrada del inmueble y formaba una arcada impecable, majestuosa, bajo la que pasó mientras que, disimulados detrás de los pliegues a modo de olas blancas y tirando puñados de arroz, Ginette, René y todos los empleados de la casa Grobz se pusieron a cantar al unísono: «Si yo fuera carpintero y tú te llamaras María, ¿querrías ser mi mujer y alumbrar a nuestro hijo?».

Johnny, el gran Johnny Hallyday, no había podido desplazarse, pero Ginette, con su bella voz de corista, cantó todas las estrofas mientras que Josiane derramaba lágrimas sobre el bonete de encaje de su hijo y Marcel agradecía al cielo tanta felicidad e informaba a los curiosos que se preguntaban si aquello era una boda, un nacimiento o un entierro.

– ¡Es todo a la vez! -decía alegremente Marcel-. Tengo una mujer, un hijo y entierro los años de infelicidad; ¡a partir de ahora voy a lanzar peladillas hasta el mismo cielo!

* * *

– ¿En qué piensa usted, Joséphine?

– Pienso que va a hacer seis meses que duermo en sus brazos casi todas las tardes…

– ¿El tiempo le parece largo?

– El tiempo me parece ligero como una pluma…

Se volvió contra Luca, quien, apoyado sobre un codo, la miraba y recorría su hombro desnudo con un dedo. Ella retiró su mechón de pelo y le besó.