Выбрать главу

– Voy a tener que irme -suspiró-, y querría no marcharme nunca…

El tiempo vuela como una pluma, pensó más tarde al volante de su coche. No he dicho eso por nada. Todo pasa tan rápido. Gary tenía razón: cuando terminaron las vacaciones, los niños volvieron de Mosquito bronceados como granos de café y la vida siguió su curso. No se volvió a hablar del artículo.

Un día, había ido a comer con Iris. Philippe y Alexandre estaban en Londres. Iban allí cada vez más a menudo. ¿Había decidido Philippe instalarse allí? Lo ignoraba. Ya no se hablaban, ya no se veían. Es mejor así, se decía para consolarse cada vez que pensaba en él. Habían comido las dos en el despacho de Iris, servidas por Carmen.

– ¿Por qué hiciste eso, Iris, por qué?

– Pensaba que era un juego. Quería que se hablase de mí y… ¡Me lo cargué todo! Philippe me evita, tuve que explicarle a Alexandre que se trataba de una broma pesada, me miró con tanto asco en los ojos que evité su mirada.

– ¿Fuiste tú la que envió las fotos?

– Sí.

¿Para qué hablar de eso?, pensó Iris, cansada. ¿Para qué reflexionar sobre ello? Otra vez me he comportado como una torpe y me han pillado. Nunca he sido capaz de comprender lo que pasa dentro de mí, no tengo la fuerza y, si la tuviera, ¿me interesaría realmente? No lo creo. No soy capaz de comprenderme, no soy capaz de comprender a los demás. Me abandono y los demás me abandonan a mí. No sé confiarme ni confiar. Nunca encuentro a nadie con quien hablar, no tengo auténticos amigos. Hasta ahora me ha ido bien así. Avanzaba sin pensar, la vida era fácil y dulce, un poco empalagosa a veces, pero tan fácil. Jugaba con ella a los dados y los dados me sonreían. De golpe, los dados dejaron de sonreír. Sintió un escalofrío y se tumbó en su gran sofá. La vida huye de mí y yo huyo de la vida. Mucha gente es como yo, no soy la única en tender la mano hacia algo que se escapa. Ni siquiera sé ponerle nombre a eso. No sé…

Miró a su hermana. El rostro grave de su hermana. Ella sí que sabe. No sé cómo lo hace. Mi hermana pequeña, que se ha hecho tan grande…

Acabar con todos esos pensamientos. El verano va a llegar, iremos a nuestra casa en Deauville. Alexandre crecerá. Philippe se ocupa de él ahora. No tengo de qué preocuparme. Sonrió en su interior. Nunca me he preocupado, sólo me preocupo de mí. Eres ridícula, querida, cuando intentas pensar, tus pensamientos no se sostienen, no van muy lejos, vacilan, se derrumban… Acabaré como mi señora madre. Sólo intentaré escupir algo menos de veneno. Guardar un poco de dignidad en esa infelicidad que he tejido punto por punto. Creí, al principio de mi vida, que sería ligera y dulce; todo me llevaba a creerlo. Me dejé llevar por los lazos de la vida y han terminado por tejer un nudo mortal alrededor de mí.

– ¿No te planteaste que ibas a hacer daño a tu alrededor?

Las palabras empleadas por Joséphine sonaron desagradables a sus oídos. ¿Por qué emplear palabras tan terribles? ¿El aburrimiento no bastaba para explicarlo todo? ¡Había que ponerle palabras, además! ¿Acabar de una vez por todas? Lo había pensado mirando la ventana de su despacho. Acabar con lo de levantarse por las mañanas, acabar con lo de decirse: ¿qué voy a hacer hoy? Acabar con lo de vestirse, peinarse, simular que habla a su hijo, a Carmen, a Babette, a Philippe… Acabar con la rutina, la sombría cantinela de la rutina. Sólo le quedaba un adorno: ese libro que no había escrito, pero cuya gloria y éxito brillaban aún. ¿Por cuánto tiempo? No lo sabía. Después… Después, ya vería. Después, será otro día, otra noche. Los afrontaría uno por uno y los endulzaría tanto como pudiese. No tenía fuerzas para pensar en ello. Se decía también que, quizás, un día, la antigua Iris, la mujer triunfante y segura, volvería y la tomaría de la mano, diciéndole al oído: «Todo eso no importa, ponte guapa y vente… Disimula, aprende a disimular». El problema, suspiró, es que todavía pienso… Estoy débil pero todavía pienso, debería dejar de pensar del todo. Como Bérengère. Todavía quiero, todavía deseo, me lanzo aún llena de esperanza, de deseo, hacia otra vida que no tengo la fuerza de construir ni siquiera de imaginar. Tener la sabiduría de replegarme y contar mis pobres fuerzas, de decirme: bueno, tengo tres céntimos de fuerza y no más, a ver qué hacemos… Pero seguramente es demasiado pronto, no estoy dispuesta a renunciar. Sintió una sacudida. Detestaba esa palabra, renunciar. ¡Qué horror!

Su mirada se fijó en su hermana. Tenía menos talento que yo al nacer, y le va muy bien. La vida no es generosa. Es como si reclamara la cuenta, hiciese el cálculo de lo que había dado, de lo que había recibido y presentase factura.

– Ni siquiera Hortense quiere verme más -soltó en un último sobresalto que todavía mostraba su interés por la vida-. Sin embargo, nos llevábamos bien… ¡También le debo de dar asco!

– Está preparando la selectividad, Iris. Trabaja como una loca. Quiere sacar matrícula, ha encontrado una escuela de moda en Londres para el año próximo…

– ¡Ah! Así que quiere trabajar de verdad… Creía que decía eso por decir.

– Ha cambiado mucho, sabes. Ya no me manda al cuerno como antes. Se ha dulcificado…

– ¿Y tú, qué tal? Ya no te veo mucho a ti tampoco.

– Estoy trabajando. Trabajamos todos en casa. Se respira una atmósfera de mucho estudio en mi casa.

Se le escapó una risita traviesa que terminó en una sonrisa confiada, tierna. Iris adivinó una ligereza de mujer alegre, feliz, y deseó más que nada estar en su lugar. Sintió ganas por un instante de preguntarle «cómo lo haces, Joséphine», pero no tenía ganas de conocer la respuesta.

No se dijeron nada más.

Joséphine se había ido con la promesa de volver a verla. Es como una flor cortada, se dijo al marcharse. Habría que volverla a plantar… Que Iris echara raíces. No pensamos en las raíces cuando somos jóvenes. Es hacia la cuarentena cuando ellas se acuerdan de nosotros. Cuando no se puede contar ya con el impulso y la fogosidad de la juventud, cuando la energía empieza a faltar y la belleza se borra imperceptiblemente, cuando echamos cuentas de lo que hemos hecho y de lo que hemos dejado pasar, entonces nos volvemos hacia las raíces y tomamos de ellas, inconscientemente, nuevas fuerzas. No lo sabemos, pero nos sostenemos en pie gracias a ellas. Siempre he contado conmigo, con mi trabajo de hormiguita laboriosa; en los peores momentos, tenía mi tesis, mi informe de habilitación que realizar, mi investigación, mis conferencias, mi querido siglo XII, que estaba allí y que me decía: «Mantente firme»… Leonor me inspiraba y me tendía la mano.

Aparcó delante de su edificio y descargó las compras que había hecho antes de pasar por casa de Luca. Tenía mucho tiempo para preparar la cena, Gary, Hortense y Zoé no volverían hasta una hora más tarde. Cogió el ascensor, los brazos cargados de paquetes, se reprochó el no haber previsto sacar las llaves, voy a tener que dejar todas las bolsas por el suelo. Avanzó a oscuras buscando el interruptor de la luz.

Una mujer estaba allí, esperándola. Hizo un esfuerzo por saber a quién le recordaba, y entonces apareció un triángulo, rojo: ¡Mylène! La manicura del salón de belleza, la mujer que se había marchado con su marido, la mujer del codo rojo. Le pareció que había pasado un siglo desde que había coloreado con rabia el triángulo rojo que sobresalía de la ventanilla del coche.

– ¿Mylène? -preguntó con voz insegura.

La mujer asintió, la siguió, le ayudó a recoger los paquetes que se deshacían mientras Joséphine buscaba sus llaves. Se instalaron en la cocina.

– Tengo que preparar la cena para los niños. Van a volver pronto…

Mylène hizo el gesto de marcharse, pero Joséphine la retuvo.

– Tenemos tiempo, sabe, no volverán hasta dentro de una hora. ¿Quiere beber algo?

Mylène negó y Joséphine le hizo una señal de que no se moviera mientras guardaba las compras.