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Marcel Grobz se partía de la risa.

Pero había seguido con Henriette. La había nombrado finalmente presidenta del consejo de administración. Bien a su pesar: si no, ella se exacerbaba. Y cuando Henriette se exacerbaba, de insoportable pasaba a ser detestable. Así que había cedido. Se habían casado con un contrato de separación de bienes, y él había realizado una donación a su nombre. Cuando muriese, ella heredaría todos sus bienes. Había caído en la trampa. Cuanto peor le trataba, más se ataba a ella. Llegó a decirse que le habían dado demasiadas tortas de pequeño, y que le había cogido el gusto; el amor no estaba hecho para él. Era una explicación que le convenía.

Y entonces llegó Josiane. El amor había entrado en su vida. Pero hoy, con sesenta y cuatro cumplidos, era demasiado tarde para volver a empezar. Si se divorciaba, Henriette reclamaría la mitad de su fortuna.

– Y de eso nada -protestó en voz alta.

– Pero ¿por qué, Marcel? Le podemos hacer un buen contrato sin darle participación o simplemente una pequeña para que se sienta implicado y no tenga ganas de irse a otra parte.

– Pequeñita, entonces.

– Bien.

– ¡Joder, qué calor! Se me están derritiendo las bolas. ¿Podrías ir a buscarme una naranjada helada…?

Ella salió de la cama entre siseos de bordados y muslos frotándose. Había engordado otra vez. Marcel no pudo evitar sonreír. Le gustaban las mujeres jamonas.

Sacó tabaco de su pitillera sobre la mesita de noche, se puso a cortarlo, a enrollarlo, a aspirarlo para después encenderlo. Pasó la mano sobre su calva. Hizo una mueca de disgusto. Habrá que vigilar a ese Chaval. No darle demasiado poder ni importancia en la empresa. También habrá que comprobar que la pequeña no esté colada por él… ¡Señor! Con treinta y ocho años, debe de tener ganas de carne fresca. Y de un buen sitio en primera fila. Siempre escondida, obligada a la ilegitimidad por culpa de la Escoba, eso no es vida ¡pobre Josiane!

– No puedo quedarme esta noche, bomboncito. Tengo cena en casa de la hija de la Escoba.

– ¿La puntiaguda o la redonda?

– La puntiaguda… Pero la redonda también estará. Con sus dos hijas. De las que una, no te digo que no, está bien espabilada. Tiene una forma de mirarme… Qué quieres que te diga: me cae bien, esa chavalilla. Me gusta, tiene mucha clase, ella también…

– Me tienes frita con tu clase, Marcel. Si no estuvieses allí haciendo de banca, estarían pasándolas canutas, esas. Harían como todo el mundo, ¡poner la boca o el culo!

Marcel prefirió no armarla y le dio una palmadita en el trasero.

– No importa -siguió ella-, tengo que terminar las nóminas e invitaré a Paulette a venir a ver una película. Tienes razón, ¡hace un calor! No soporta una ni las bragas.

Le acercó un vaso de naranjada helada que él se bebió de un solo trago, y después, rascándose la barriga, emitió un sonoro eructo y se echó a reír.

– ¡Ay, si Henriette me viese! Se le caerían las medias.

– No me hables de esa si quieres que siga siendo tu cariñito.

– Vamos, bomboncito, no te enfades… Sabes bien que ya no la toco.

– ¡Faltaría más! ¡Que te encontrase en la cama con la señora marquesa!

Le faltaban palabras y estaba a punto de ahogarse de indignación.

– ¡Esa golfa, esa puta!

Ella sabía que a él le gustaba oír insultar a la Escoba. Le excitaba que ella encadenara invectivas como quien desgrana un viejo rosario. El comenzó a retorcerse en la cama mientras ella continuaba con su voz grave y ronca: «Esa estirada con el culo seco, esa señoritinga amarilla como un membrillo, ¿es que se tapa la nariz cuando va al váter? ¿Es que no tiene nada entre las piernas, esa inmaculada? ¿Es que nunca se deja empalar por una buena pértiga bien afilada que la penetre hasta los dientes y le haga saltar los plomos?».

Esa él nunca la había oído. Fue como si un sablazo le atravesara los riñones y le proyectara hacia delante, las piernas estiradas, el cuello y la nuca proyectado contra la cabecera de la cama. Atrapó los barrotes de bronce con sus peludas manos, extendió las piernas, tensó el vientre, sintió cómo su sexo se endurecía hasta el dolor y, mientras ella continuaba soltando invectivas cada vez más groseras, cada vez más soeces, soltando insultos como quien tira de la cadena del váter, sintió que no podía más y la atrapó y la pegó contra él jurando que iba a comérsela una y otra vez.

Josiane se dejó caer en la cama suspirando de placer. Ella amaba a su osito. Nunca había visto otro hombre más generoso y vigoroso. ¡A su edad! Y dispuesto varias veces al día. No era del tipo de los que se aliviaban solos mientras que la otra contaba las moscas del techo. A veces había que ponerle a tono. Ella tenía miedo de que un día se le quedase tieso entre sus piernas, con su apetito de ogro hambriento.

– Qué haría yo si no estuvieses aquí, Marcel.

– Encontrarías a otro tan gordo, tan feo y tan tonto para que te mimara. Eres una llamada al amor, tortolita. Serían miles los que querrían relamerse contigo.

– No me hables así. ¡Me da miedo! Me sentiría tan indefensa si te fueses.

– Que no… que no… Venga, ven con papaíto… Se está poniendo triste…

– ¿Seguro que me has dejado algo si alguna vez tú…?

– ¿Si estiro la pata? ¿Es eso, tortolita? Por supuesto, y puedo incluso afirmar que estarás en la primera fila de los mejor servidos. Quiero que ese día te pongas guapa. Que te cuelgues tus perlas blancas y tus diamantes. Que estés a mi altura en el despacho del notario. Que se mueran todos de rabia. Que no se diga «¡y es esa golfa a la que ha dejado toda esa pasta!». Al contrario: ¡que se inclinen! Ay, me gustaría tanto estar allí para verle la jeta a la Escoba. No os haríais amigas…

Y Josiane, más contenta, descendió ronroneando hasta el sexo adornado de pelos blancos de su amante y se lo metió con apetito en su boca de tragona impenitente. No tenía ningún mérito: había aprendido desde muy pequeña lo que aplacaba a los hombres y les hacía felices.

* * *

Iris Dupin volvió a casa, dejó caer las llaves del coche y de la casa en la copa prevista para ese uso sobre el pequeño velador de la entrada. Después se libró de su chaqueta, tiró sus zapatos, su bolso y sus guantes sobre el gran kilim comprado en Drouot una tarde de invierno lúgubre y fría en compañía de Bérengère, pidió a Carmen, su fiel asistenta, que le trajera un whisky bien cargado con dos o tres hielos y un chorro de Perrier, y fue a refugiarse en la pequeña habitación que le servía de despacho. Nadie tenía permiso para entrar, salvo Carmen, una vez a la semana, para limpiar.

– ¿Un whisky? -preguntó Carmen, los ojos como platos. ¿Un whisky en plena tarde? ¿Está usted enferma? ¿Se le ha caído el mundo encima?

– Algo parecido, Carmen, y sobre todo, sobre todo ninguna pregunta. Necesito estar sola, pensar y tomar una decisión…

Carmen se encogió de hombros y murmuró «y ahora se pone a beber sola. Una mujer tan bien educada».

En el pequeño despacho, Iris se acurrucó en el sofá.

Su mirada recorrió su guarida como si buscara argumentos para una respuesta inmediata o un perdón distraído. Pues, se dijo extendiendo sus piernas sobre el sofá de terciopelo rojo cubierto con un chal de cachemira, la cosa es simple: o me enfrento a Philippe, declaro que la situación es insoportable y emprendo la fuga llevándome a mi hijo, o espero, sufro, me aguanto, rezando para que este mal asunto no crezca demasiado. Si me voy, daré la razón a las malas lenguas, expondré a Alexandre al escándalo y perjudicaré los negocios de Philippe, y por ende los míos… Además, me convertiré en objeto de una piedad insana y malintencionada.