Hortense escuchó.
– ¿Tampoco tiene teléfono? -preguntó.
– Debe de haberse quedado sin batería…
Hortense no parecía muy convencida.
– ¿Y tú, qué has venido a hacer a París?
– A buscar productos y a ver a mi abogado.
– Quería saber si podía llamar a Chef por lo de su negocio en China. Tu padre le dijo que se dirigiese a mí -intervino Joséphine.
– Chef-repitió Hortense con aire de sospecha-. ¿Qué tiene que ver él?
– Trabaja mucho con los chinos… -repitió Joséphine.
– Mmmm… bueno… -dijo Hortense.
Se retiró a su habitación, abrió sus libros y cuadernos, empezó a estudiar, pero la extrañeza de la situación, su madre en la cocina con Mylène, sus rostros arrugados y sus ojos enrojecidos no presagiaban nada bueno. Le ha pasado algo a papá y mamá no me lo dice. Le ha pasado algo a papá, estoy segura. Sacó la cabeza al pasillo y llamó a su madre.
Joséphine entró en su habitación.
– Le ha pasado algo a papá y no me lo dices…
– Escucha, cariño…
– Mamá, ya no soy un bebé. No soy Zoé, prefiero saberlo.
Había pronunciado esas palabras con un tono tan frío, tan determinado que Joséphine quiso cogerla en sus brazos para prepararla. Hortense se soltó con un gesto seco y violento.
– ¡Déjate de melindres! Ha muerto, ¿verdad?
– Hortense, ¿cómo puedes decir eso?
– Porque es verdad, ¿eh? Dime que es verdad.
Mostraba una expresión cerrada, hostil hacia su madre, provocando su cólera. Tenía los brazos pegados al cuerpo y toda su actitud la rechazaba.
– Está muerto y tienes miedo de decírmelo. Está muerto y estás cagada de miedo. Pero ¿de qué sirve mentirnos? ¡Tendremos que enterarnos algún día! Y yo prefiero saberlo ahora… ¡Odio las mentiras, los secretos, la gente que disimula!
– Ha muerto, Hortense. Devorado por un cocodrilo.
– Ha muerto -repitió Hortense-. Ha muerto.
Repitió esas palabras varias veces, sus ojos permanecieron secos. Joséphine intentó acercarse de nuevo, pasar su brazo alrededor de sus hombros, pero Hortense la rechazó violentamente y Joséphine cayó sobre la cama.
– ¡No me toques! -gritó-. ¡No me toques!
– Pero ¿qué te he hecho yo, Hortense? ¿Qué te he hecho para que seas tan dura conmigo?
– No te soporto, mamá. ¡Me vuelves loca! Me pareces, me pareces…
Le faltaban palabras y suspiró, exasperada, como si todo el horror que le inspiraba su madre fuese demasiado grande para expresarse con palabras. Joséphine se encogió de hombros y esperó. Comprendía el dolor de su hija, comprendía su violencia, no comprendía por qué ese dolor y esa violencia se volvían contra ella. Hortense se dejó caer sobre la cama, a su lado, manteniendo una distancia con el fin de que Joséphine no la tocara.
– Cuando papá se quedó en el paro… Cuando iba de un lado a otro por la casa… tú ponías tu cara de monjita, tu cara dulce, para hacernos creer que todo iba muy bien, que papá estaba «buscando empleo», que no importaba, que la vida iba a volver a ser como antes. Nunca volvió a ser como antes… Tú intentaste hacérnoslo creer, intentaste hacérselo creer.
– ¿Qué querías que hiciese? ¿Que le echase a la calle?
– Había que sacudirle, ponerle la realidad delante de las narices, ¡no alimentar sus ilusiones! Pero tú estabas allí, siempre con tu lalalá… ¡diciendo tonterías sin parar! Siempre intentando que todo se arreglase a base de mentiras.
– ¿Es a mí a quien odias, Hortense?
– Sí. Te odio por tus aires bondadosos, dulces, ¡no te enteras de nada! Tu estúpida generosidad, tu gentileza idiota. Te odio, mamá, ¡no tienes ni idea de cómo te odio! La vida es tan dura, tan dura, y tú estás aquí pretendiendo lo contrario, intentando que todo el mundo se quiera, que todo el mundo comparta, que todo el mundo se escuche. ¡Y todo eso no son más que gilipolleces! ¡La gente se devora, no se quiere! ¡O te quieren cuando les das algo que comer! Tú no has entendido nada. Te quedas ahí como una idiota, llorando sobre el balcón, hablando con las estrellas. ¿Crees que no te he oído hablar con las estrellas? Tenía ganas de tirarte por el balcón. Debían de reírse bastante las estrellas escuchándote desvariar, de rodillas, las manos cruzadas. Con tu chándal asqueroso, tu delantal, tu pelo liso y caído. Y tú, lloriqueabas, pedías ayuda, creías que un ángel de la guarda iba a bajar del cielo a resolver tus problemas. Sentía piedad de ti y al mismo tiempo te detestaba. Entonces me iba a acostar y me inventaba una madre orgullosa, recta, sin piedad, una madre valiente, guapa, guapa, me decía: esa que está arrodillada en el balcón no es mi madre, esa madre que se sonroja, que lloriquea, que tiembla por tonterías…
Joséphine sonrió y la miró con ternura.
– Venga, vacíate toda, Hortense…
– Te detesté cuando papá se quedó en el paro. ¡Te de-tes-té! Siempre amortiguando, apagando fuegos; anda, ¡empezaste a engordar para amortiguar mejor! Te hacías cada vez más fea, más blanda, más… nada de nada, y él intentaba salir adelante, intentaba continuar, se ponía sus trajes, se lavaba, se vestía, lo intentaba, pero tú, tú le contaminabas con tu dulzura repugnante, tu dulzura pastosa, pegajosa…
– Sabes, no es fácil vivir con un hombre que no trabaja, que está todo el día en casa…
– ¡No tenías que haberle tratado como a un niño! ¡Tenías que haberle hecho sentir que todavía valía! Tú le reblandecías con tu dulzura. No me extraña que fuese a buscar a Mylène. Con ella, de golpe, volvía a sentirse un hombre. Te detesté, mamá, ¡si supieras cuánto te detesté!
– Lo sé… Sólo me preguntaba por qué.
– Y tus grandes sermones sobre el dinero, sobre los valores de la vida, ¡tenía ganas de vomitar! Hoy no existe más que un valor, mamá, abre bien los ojos y trágate eso de una vez, no hay más que el dinero, si lo tienes eres alguien, si no lo tienes entonces… ¡Buena suerte! Y tú no has entendido nada, ¡nada de nada! Cuando papá se fue, ni siquiera sabías conducir el coche, te pasabas las noches haciendo cuentas, contando los céntimos, no tenías nada… Fue Philippe el que te ayudó con las traducciones, Philippe, que tiene dinero, relaciones. Si no hubiese estado ahí, ¿dónde habríamos acabado, eh? ¿Puedes decírmelo?
– Hay más cosas que el dinero en la vida, Hortense, pero eres demasiado joven.
– ¡Dime ahora que soy joven! Porque yo he comprendido muchas cosas que tú, no. Y también te odiaba por eso, me decía: pero ¿adónde vamos con ella? No me sentía segura contigo y me decía: es demasiado pronto, pero un día yo tendré mi vida y me largaré de este sitio. Sólo pensaba en eso. Y todavía lo pienso, de hecho, comprendí perfectamente que sólo podía contar conmigo misma… Papá, si yo hubiese sido su mujer…
– ¡Ya hemos llegado!
– ¡Exactamente! Yo le hubiese puesto los puntos sobre las íes, le hubiera dicho: deja de soñar y toma lo que te ofrecen. Cualquier cosa, pero empieza por algo. ¡Le quise tanto a papá! Me parecía tan guapo, tan elegante, tan orgulloso… y tan débil a la vez. Lo veía pasearse por esta casa con sus ridículas ocupaciones, las plantas en el balcón, su partida de ajedrez, su flirteo con Mylène. Y tú no veías nada. ¡NADA! Me parecías tonta, tan tonta… Y, al mismo tiempo, no podía hacer gran cosa. ¡Me volvía loca de verle así! Cuando encontró ese trabajo en el Croco Park, me dije que iba a salir adelante. Que había encontrado un sitio donde poder realizar sus sueños de grandeza. Los cocodrilos acabaron con él. Le quería tanto… Fue él el que me enseñó a mantenerme recta, a ser guapa, diferente, fue él el que me llevaba a las tiendas y me vestía tan bien, después íbamos a un bar de un hotel de lujo en París y bebíamos una copa de champán escuchando una orquesta de jazz. Con él yo era única, era magnífica… Me dio ese pequeño algo de más, esa fuerza que él no tenía. Me la dio a mí, pero no supo dársela a sí mismo. Papá no tenía fuerzas. Era débil, frágil, un niño pequeño, pero para mí ¡era mágico!