Se incorporó y percibió las estrellas en el cielo. Pensó en su padre y se puso a hablar en voz alta.
– No sabe, entended, es tan joven, todavía no ha vivido nada… Es la edad, es normal. ¡Hubiera preferido tener a Iris como madre! Pero ¿qué tiene Iris más que yo? Es guapa, es muy guapa, ha tenido una vida fácil… Es esa pequeña diferencia la que ve mi hija. ¡Y no ve más que eso! Esa pequeña cosa es tan injusta, que se recibe cuando se nace, no se sabe por qué, ¡y que facilita toda la vida! Pero la ternura, el amor que le he dado desde que nació… No lo ve. ¡Y, sin embargo, lo tuvo a mares! Ese amor que le he dado desde que era un bebé, ese amor que hacía que me levantase por la noche cuando tenía una pesadilla, que me producía un nudo en el estómago cuando venía triste del colegio porque le habían hablado mal, porque le habían mirado mal. Quería coger todos sus sufrimientos para que no tuviese penas, para que caminase hacia delante, despreocupada y ligera… Hubiera dado mi vida por ella. Lo hacía con torpeza, pero porque la amaba. Se es siempre torpe con la gente que amamos. Los aplastamos, los sobrecargamos con nuestro amor. No sabemos hacerlo bien. Se cree que el dinero lo puede todo, pero no es el dinero el que hacía que yo estuviese allí cuando volvía del colegio, todos los días, preparaba su merienda, preparaba su cena, que preparase sus cosas para el día siguiente para que fuese la más guapa, que me privaba de todo para que tuviese su bonita ropa, buenos libros, bonitos zapatos, un buen filete en su plato… que me borrase para dejarle todo el sitio. No es el dinero el que ofrece todas esas atenciones. Es el amor. El amor que damos a un hijo y que le da su fuerza. El amor que no se cuenta, que no se mide, que no se convierte en cifras… Pero ella no lo sabe. Es demasiado pequeña aún. Lo comprenderá un día… Haced que lo entienda y que la vuelva a encontrar, ¡que vuelva a encontrar a mi niña! La quiero tanto, daría todos los libros del mundo, todos los hombres del mundo, todo el dinero del mundo para que me dijese un día «mamá, te quiero, eres mi mamaíta querida»… Os lo suplico, estrellas, haced que comprenda mi amor por ella, que no me desprecie. No es difícil para vosotras hacerlo. ¿Veis todo el amor que tengo en el corazón? Entonces, ¿por qué no lo ve ella? ¿Por qué?
Dejó caer su cabeza entre sus manos y permaneció allí, apoyada en el balcón, rezando con todas sus fuerzas para que las estrellas la escuchasen, para que la pequeña estrella al final de la Osa Mayor se pusiese a brillar.
– Y tú, papá… ¿Cuánto tiempo me hizo falta para comprender que me habías amado, que no estaba sola, que obtenía mi fuerza de ti, de tu amor por mí? No lo supe cuando todavía estabas aquí, no pude decírtelo. Lo comprendí después… mucho después… No demasiado tarde, porque, ves, siento demasiada pena cuando ella me rechaza. Me duele una y otra vez, no me acostumbro.
Entonces sintió algo posarse sobre su hombro.
Creyó que era un efecto del viento, una hoja caída del balcón de arriba, que venía a posarse sobre ella para reconfortarla. Creía con tanto ardor que las estrellas la escuchaban.
Era Hortense. No la había oído entrar. Hortense, de pie, detrás de ella. Se irguió, la percibió, le dirigió una sonrisa penitente, sorprendida mientras se quejaba.
– Estaba mirando las plantas de papá… Están muertas desde hace mucho. He olvidado ocuparme de ellas. Debía haberles dedicado más tiempo, significaban tanto para él.
– Déjalo, mamá, déjalo… -dijo Hortense con voz dulce y suave-. No te excuses. Ya plantarás otras…
Añadió, cogiendo a su madre.
– Venga, vamos. Ve a acostarte, estás cansada… Y yo, también. No pensaba que pudiera ser tan cansado hablar como lo he hecho esta noche. ¿Me has escuchado?
Joséphine dijo sí con la cabeza.
– ¿Y bien? -preguntó Hortense, esperando el juicio de su madre.
Durante el trayecto de vuelta en taxi, había pensado en su madre, en la idea que tenía de su madre, en la forma en la que había hablado de ella delante de toda esa gente que no conocía. De pronto Joséphine se convirtió en un personaje, en una desconocida que ella veía desde el exterior. Joséphine Cortès. Una mujer luchadora. Es ella la que lo ha escrito, sola, escondiéndose porque necesitaba dinero para nosotras, no para ella… No lo hubiese hecho por ella… En el taxi que avanzaba bajo las pálidas luces de las farolas, la había visto como si no la conociese. Había visto todo lo que su madre hacía por ella. Se había convertido en una evidencia que crecía a medida que se acercaba a su edificio.
Y después había entrado, la había escuchado hablar sola, había comprendido su abandono, su angustia.
– Me has defendido, Hortense, me has defendido… Soy tan feliz, tan feliz… ¡Si supieras!
Volvieron al salón. Hortense sostenía a su madre. Joséphine sentía cómo las piernas iban a derrumbarse, tenía frío, temblaba. Se detuvo y exclamó:
– Creo que no voy a poder dormir. Estoy demasiado excitada… ¿Nos hacemos un café?
– ¡Eso seguro que nos va a despertar!
– Tú me has despertado… Tú me has despertado, ¡soy tan feliz! Si tú supieras… Me repito pero…
Hortense la interrumpió, le cogió la mano y le preguntó:
– ¿Tienes ya una idea para tu próximo libro?
Agradecimientos
¡Ha viajado tanto este libro mientras lo escribía!
Lo empecé en Fécamp, lo continué en París, me lo llevé a Nueva York, a Megéve, a la playa de Carnau, a Londres, a Roma. Cada lugar me ofrecía una atmósfera, una historia, un detalle que me apresuraba a robar. Me topé con los cocodrilos en Nueva York, en las páginas del New York Times, a Shirley en Londres en Fortnum and Mason, Marcel Grobz nació en Megéve (¡¡!!), Hortense de una silueta entrevista en una tienda de zapatos, en la calle Passy, la historia de Florine en la casita de Carnau, en la playa… y Joséphine encarna todas las confidencias que las mujeres me murmuran al oído.
Así pues, gracias a Svetlana, Réjane, Michel, Colette, que han dejado que pusiera mi ordenador sobre la mesa de su cocina o de su salón…
Gracias a todos los que me soportan y me rodean cuando escribo: ¡Charlotte y Clément en primer lugar! Coco, Laurent, mi primer lector, Jean, Mireille, Christine y Christine (!), Michel, Michéle… Todos están aquí.
Gracias a Sylvie, que me ha leído a medida que escribía y me ha apoyado.
Gracias, Huguette, por la serenidad que me aporta (sin saberlo).
Gracias a La Revue de Pierre Bergé, que hojeo con placer y que me ha permitido tomar prestado muebles, joyas y cuadros para las necesidades de mis personajes.
Gracias a todos los que me escribís a mi página en Internet y que me enviáis amor, amor, amor y, a veces, ¡ideas! (¡Guiño a Hervé!)Gracias, Jean-Marie, que velas por mí en las estrellas…
Katherine Pancol