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Si me quedo…

Si me quedo, prolongo un malentendido que dura mucho tiempo. Prolongo un confort en el que llevo adormilada desde hace mucho tiempo también.

Su mirada recorrió la pequeña habitación, elegante, refinada, de boiserie clara en la que le gustaba refugiarse. La mesa baja Leleu de tres patas con tabla redonda de vidrio transparente, el jarrón pico de loro Colotte de cuerpo ovalado en cristal blanco con detalles tallados a mano, la lámpara de techo Lalique de vidrio soplado y cordones dorados, el par de lámparas de cristal opalescente retorcido. Cada objeto le transmitía belleza y nada le gustaba más que permanecer encerrada en su despacho y desplazarse con la vista por la habitación para contemplarlos. Esa belleza me la enseñó Philippe, y ahora no puedo estar sin ella. Su mirada se detuvo en una foto que los representaba, a Philippe y a ella, el día de su boda, ella toda de blanco, él en traje gris. Sonreían a la cámara. El había colocado su brazo sobre su hombro, en un gesto de protección amorosa, ella se abandonaba como si nunca pudiese pasarle nada. Se distinguía el sombrero de su suegra en una esquina de la foto, arriba a la izquierda: una gran pamela rosa con lazos de gasa fucsia y malva.

– ¿Y ahora se ríe sola? -preguntó Carmen que entraba en el despacho, trayendo la bandeja con un vaso de whisky, una botellita de Perrier y una cubitera.

– Mi querida Carmen… Créeme, es mejor que me ría.

– ¿Tan grave es, que podría usted llorar?

– Si yo fuese normal, sí, Carmencita.

– Pero usted no es normal…

Iris suspiró.

– Déjame, Carmencita…

– ¿Pongo la mesa para esta noche? He preparado un gazpacho, una ensalada y un pollo a la vasca. Hace tanto calor. No tendrán hambre… No he pensado nada para el postre, ¿fruta, quizás?

Iris lo aprobó y le hizo una señal con la mano para que la dejase sola.

Sus ojos se posaron sobre el cuadro que le había regalado Philippe cuando nació Alexandre: Los enamorados de Jules Bretón. Ella había sentido un flechazo ante ese óleo durante una subasta en beneficio de la Fundación para la Infancia, y Philippe, forzando la puja, se lo había regalado. Representaba a dos enamorados en el campo. La mujer pasaba el brazo alrededor del cuello del hombre, y él, arrodillado, la atraía hacia sí. Gabor… La fuerza de Gabor, el cabello negro y espeso de Gabor, los brillantes dientes de Gabor, las caderas de Gabor… Ella no habría renunciado a ese cuadro por nada del mundo. Se agitaba sobre su silla, y la mano de Philippe vino a posarse sobre su nuca. El había hecho una ligera presión para decirle: cálmate, querida, tendrás ese cuadro.

Iban a menudo a las salas de subasta. Compraban cuadros, joyas, libros, manuscritos y muebles. Compartían la pasión por descubrir, por catalogar y por pujar. La Naturaleza muerta con flores de Bramvan Velde, la habían comprado en Drouot, hacía diez años. El ramo de flores de Slewinski, el Barceló adquirido después de la exposición en la fundación Maeght, los dos jarrones del mismo artista, de cerámica, completamente abollados que ella misma había ido a buscar a su taller en Mallorca. Y la larga carta manuscrita de Cocteau en la que habla de su relación con Nathalie Paley… Sus palabras resonaron en la memoria de Iris. «Él quería un hijo, pero se comportaba conmigo de forma tan eficaz como lo puede ser un perfecto homosexual atiborrado de opio…». Si abandonaba a Philippe, quedaría privada de toda esa belleza. Si abandonaba a Philippe, debería empezar de nuevo.

Sola.

Esa única palabra le provocó un escalofrío. Las mujeres solas le horrorizaban. ¡Había tantas! Siempre corriendo, desviviéndose, el rostro pálido, el gesto ávido. La vida de la gente es terrible hoy en día, se dijo mojando los labios en su whisky. Flota en el aire una angustia espantosa. ¿Cómo podría ser de otro modo? Les agarran por el cuello, les obligan a trabajar de sol a sol, les embrutecen, les producen necesidades que no tienen nada que ver con ellos, que les pierden, que les pervierten. Se les prohíbe soñar, rezagarse, perder el tiempo. Se les usa y se les tira. La gente ya no vive, se gasta. A fuego lento. Gracias a Philippe, al dinero de Philippe, ella disfrutaba de ese privilegio incomparable: no se gastaba. Se tomaba su tiempo. Leía, iba al cine, al teatro, no tanto como hubiese podido, pero se divertía. Desde hacía algún tiempo, en el mayor de los secretos, escribía. Una página cada día. Nadie lo sabía. Se encerraba en su despacho y garabateaba palabras, en torno a las cuales, si la inspiración no llegaba, dibujaba alas, patas de mosca, estrellas. Avanzaba a duras penas. Copiaba fábulas de La Fontaine, releía Los caracteres de La Bruyére o Madame Bovary para ejercitarse en encontrar la palabra exacta. Se había convertido en un juego, a veces una delicia, a veces una tortura, el encontrar el sentimiento y vestirle con la palabra justa que debía envolverle, como un abrigo. Se encerraba entre las cuatro paredes de su despacho. E incluso si tiraba muchas de las hojas que escribía, debía reconocer que ese trabajo minucioso añadía cierta intensidad a su vida. Ya no tenía ganas de dejarla pasar entre comidas insípidas o tardes de compras.

Ya había escrito antes. Guiones que quería rodar. Lo había dejado todo cuando se casó con Philippe.

Si quisiera, podría volver a escribir… Si tuviese valor, claro. Porque hace falta valor para permanecer encerrada durante horas triturando palabras, dibujando patitas velludas o alas para que se echen a andar o a volar.

Philippe… Philippe, repitió estirando ampliamente una larga pierna bronceada mientras tintineaban los hielos de su whisky con Perrier, ¿para qué abandonarle?

¿Para meterme en esa estúpida carrera? ¿Para parecerme a esa pobre Bérengère que bosteza después de hacer el amor? ¡Ni hablar! Ahí no hay más que llanto y rechinar de dientes. ¿Dónde están los hombres? Gritan las mujeres amotinadas. Ya no hay hombres. Ya no puede una enamorarse.

Iris se sabía de memoria su lamento.

O bien son guapos, viriles e infieles ¡y lloramos!

O bien son vanidosos, fatuos e impotentes ¡y lloramos!

O bien son cretinos, pegajosos, idiotas ¡y les hacemos llorar!

Y lloramos por quedarnos solas llorando.

Pero continúan buscándoles, siempre esperándoles. Hoy son las mujeres las que buscan a los hombres, son las mujeres las que los reclaman a voz en grito, son las mujeres las que están en celo. ¡Y no los hombres! Contratan agencias y rebuscan en Internet. Es la última moda. Yo no creo en Internet, creo en la vida, en la carne de la vida, creo en el deseo que arrastra la vida, y si el deseo se agota, es que ya no eres digna de él.

En otro tiempo amaba la vida. Antes de casarse con Philippe Dupin, había amado la vida con locura.

Y en esa vida anterior, había deseo, esa «fuerza místeriosa que hay detrás de cada cosa». ¡Cómo le gustaban esas palabras de Alfred de Musset! El deseo que hace que toda la superficie de la piel se alumbre y desee la superficie de otra piel de la que no se sabe nada. Antes de conocerse ya son íntimos. Ya no se puede vivir sin la mirada del otro, sin su sonrisa, sin su mano, sin sus labios. Se pierde el rumbo. Se vuelve uno loco. Se le seguiría al fin del mundo, mientras la razón dice: Pero ¿qué sabes tú de él? Nada, nada, ayer mismo no sabíamos ni su nombre. ¡Qué hermoso ardid inventado por la biología para el ser humano, que se creía tan fuerte! ¡Qué triunfo el de la piel sobre el cerebro! El deseo se infiltra en las neuronas y las embota. Nos encadenamos, nos privamos de libertad. En la cama, en todo caso…