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– ¿Y qué ha dicho?

– Que no le extrañaba. Que ya había sido un milagro que hubieses encontrado marido y que si lo hubieses conservado, habría sido un supermilagro.

– ¡Eso ha dicho!

– Palabra por palabra… y no se equivoca. Te has comportado como una idiota con papá. Porque, mamá, francamente, para que papá se largue con…

– ¡Hortense, ya basta! No quiero oírte hablar así. Espero que no hayas dado detalles.

Joséphine se preguntó, en el mismo momento en el que planteaba la cuestión, por qué se rebajaba a hacerla. ¡Por supuesto que ha debido de decírselo! Y sin omitir nada: la edad de Mylène, la altura de Mylène, el cabello de Mylène, el trabajo de Mylène, la blusa rosa de Mylène, su sonrisa falsa para ganarse propinas… Debió incluso de exagerarlo para dar lástima, pobrecita niña abandonada.

– De todas formas se sabrá, así que mejor decirlo enseguida. Pareceremos menos tontas.

– ¿Por qué estás segura de que papá se ha ido? -preguntó Zoé.

– Oye, eso es lo que me dijo ayer por teléfono.

– ¿De verdad te dijo eso? -preguntó Joséphine.

Se maldijo una vez más. Había caído en la trampa tendida por Hortense.

– Creo que ha pasado la página definitivamente… En fin, eso es lo que me pareció entender. Me dijo que iba a meterse en un proyecto que «la otra» financiaría.

– ¿Tiene dinero?

– Ahorros de familia que pondría a disposición de papá. ¡Parece loca de amor! Papá ha añadido incluso que ella le seguiría al fin del mundo. Está buscando un trabajo en el extranjero, dice que no hay futuro para él en Francia, que este país está acabado, que necesita cambiar de aires. De hecho, tiene ya una ligera idea que me ha contado y que me parece muy interesante. Tenemos que volver a hablar de ello los dos…

Joséphine estaba atónita: Antoine se confiaba con más libertad a su hija que a ella. ¿La consideraba pues como una enemiga? Prefirió concentrarse en el trayecto. ¿Paso por el Parque o cojo el periférico en Puerta Maillot? ¿Qué camino tomaba Antoine? Cuando conducía, nunca miraba por donde pasaba, confiaba totalmente en él, me dejaba llevar mientras soñaba con mis caballeros, mis damas, mis castillos, en las jóvenes novias que viajan en su litera cerrada echadas al camino para encontrarse con un hombre que no conocían y que iba a acostarse desnudo contra ellas. Sintió un escalofrío, sacudió la cabeza y volvió a su itineriario. Decidió cortar por el Bois esperando que no hubiese demasiada circulación.

– Eso no quita que hubieras podido preguntarme antes de hablarlo -retomó Joséphine tras haber cogido la ruta del Bois.

– Escucha mamá, no vamos a andarnos con chiquitas, no tenemos medios para eso. Vamos a necesitar el dinero de Henriette, así que mejor metérsela en el bolsillo haciéndonos los cachorrillos perdidos al borde del camino. Ella adora que la necesiten…

– Pues no. No nos haremos los cachorrillos perdidos. Nos las arreglaremos solas.

– ¡Ah! ¿Y cómo esperas arreglártelas con tu sueldo miserable?

Joséphine dio un volantazo y aparcó al borde del camino del Bois.

– Hortense, te prohíbo que me hables así, si te empeñas en ser desagradable, me voy a ver obligada a castigarte.

– ¡Ay, ay, ay! ¡Qué miedo! -rio Hortense-. No sabes hasta qué punto tengo miedo.

– Sé que no me crees capaz, pero puedo apretarte las tuercas. Siempre he sido amable y buena contigo, pero ahora te estás pasando de la raya.

Hortense miró a Joséphine a los ojos y vio una firmeza nueva que le hizo pensar que su madre podría poner en práctica sus amenazas y enviarla a un internado, por ejemplo, cosa que ella temía. Se echó atrás en su asiento, puso cara de ofendida y soltó, desdeñosa:

– Vamos, encadena frases. Eres muy buena en ese jueguecito. Pero lo de desenvolverte en la vida, eso es harina de otro costal.

En ese momento Joséphine perdió la calma y el dominio de sí misma. Golpeó el volante gritando tan fuerte que la pequeña Zoé, asustada, se echó a llorar y a gemir «¡quiero volver a casa, quiero mi osito! ¡Sois malas las dos, muy malas, me dais miedo!». Sus llantos ahogaban la voz de su madre y, en un momento, se produjo un concierto de gritos en el pequeño coche que, antaño, sólo había conocido trayectos silenciosos o acompañados por la voz de Antoine al que le gustaba explicar el origen de los nombres de las calles, la fecha de construcción de un puente o de una iglesia, o la evolución de una vía y de su trazado.

– Pero ¿qué te pasa desde ayer? ¡Estás insoportable! ¡Tengo la impresión de que me detestas! ¿Qué te he hecho yo?

– Lo que me has hecho es que mi padre se ha largado porque eres fea y asquerosa, y para nada quiero empezar a parecerme a ti. Y por eso estoy dispuesta a todo, incluso a hacerme la niña guapa y sumisa delante de Henriette para que nos dé dinero.

– ¡Ah! ¿Y qué piensas hacer? ¿Arrastrarte a sus pies?

– ¡Me niego a ser pobre, me horrorizan los pobres, la pobreza apesta! Sólo tienes que mirarte. Eres fea a más no poder.

Joséphine la contempló con la boca abierta por el estupor. No podía pensar, no podía decir palabra. Apenas podía respirar.

– ¿Es que no lo comprendes? ¡No entiendes que la única cosa que ahora importa a la gente es el dinero! ¡Pues yo soy como todos, salvo que no me avergüenza decirlo! ¡Así que deja de jugar a las desinteresadas porque eres tonta, mamaíta, tonta!

Era necesario que hablase, pronunciar alguna réplica a lo que su hija estaba diciendo.

– Te olvidas de algo, hija mía, ¡y es que el dinero de tu abuela pertenece a Chef! Que no está a su disposición. Vas demasiado deprisa…

No es eso lo que debería haber dicho. En absoluto. Tengo que darle una lección, forjarle una moral y no decirle que ese dinero no le pertenece. ¿Pero qué me sucede? ¿Qué me pasa? Todo va mal desde que se fue Antoine… Ni siquiera soy capaz de pensar correctamente.

– El dinero de Chef es el dinero de Henriette. Como Chef no tiene hijos, ella lo heredará todo. No soy idiota, lo sé. Punto y final. ¡Y deja de hablar del dinero como si fuera mierda, sólo es un medio de ser feliz, y yo no tengo ninguna intención de ser desgraciada!

– Hortense, ¡en la vida hay más cosas que el dinero!

– Qué anticuada puedes llegar a ser, mamaíta. Hay que volver a educarte. Venga, ¡arranca de una vez! Sólo faltaría que llegásemos tarde. Ella lo odia…

Y después, volviéndose hacia Zoé, sentada en el asiento trasero, llorando en silencio con el puño en la boca:

– ¡Y tú deja de lloriquear! Me pones de los nervios. ¡Joder, la que me ha tocado con vosotras dos! Entiendo que papá se haya largado.

Bajó el parasol y verificó su imagen una vez más, gruñendo en voz alta:

– ¡Ya está! Con todo esto se me ha borrado el gloss. Y no tengo más. Si encuentro uno por ahí en casa de Iris, se lo robo. Ni siquiera se dará cuenta, los compra por docenas. He nacido en el sitio equivocado. ¡Qué mala suerte!

Joséphine contempló a su hija mayor como si fuera una criminal evadida de la cárcel, sentada en el asiento a su lado: la aterrorizaba. Quiso protestar pero no encontró palabras. Todo iba demasiado deprisa. Se encontraba en la pendiente de un tobogán por el que caía sin ver el final. Así que, a falta de aliento y de argumentos, volvió su vista a la carretera. A los árboles en flor a lo largo de la avenida del Parque, a los poderosos troncos, a las largas ramas cargadas de hojas nuevas de un verde vivo, de capullos a punto de germinar que se inclinaban ante ella dibujando una bóveda florida que la luz de esa tarde de verano atravesaba manchando de blanco cada rama, cada hoja, cada capullo tierno. El lento balanceo de las ramas tranquilizó a Joséphine y, mientras Zoé, las manos tapándose las orejas, los ojos cerrados y la nariz arrugada, lloraba en voz baja, arrancó el motor y puso en marcha el coche rezando para que no se hubiese equivocado y que la avenida que había tomado desembocase en la puerta de la Muette. Después sólo tendría que aparcar… Y eso sería otro problema, se dijo suspirando.