– Ven aquí, querida, para que hablemos las dos -le dijo llevándosela a un sofá, al fondo del salón.
Iris se unió inmediatamente a ellas.
– Bueno querida -atacó Henriette Grobz-, ¿qué piensas hacer ahora?
– Continuar… -respondió Joséphine con obstinación.
– ¿Continuar? -preguntó Henriette Grobz sorprendida-. ¿Continuar qué?
– Pues… eh… Continuar con mi vida…
– En serio, querida…
Cuando su madre la llamaba «querida», la cosa se ponía fea. La piedad, el sermón, la condescendencia iban a sucederse como los cuplés de una cantinela gastada.
– En fin… ¡Eso no es asunto tuyo! -balbuceó-. Es problema mío.
Joséphine había dado a su respuesta, demasiado rápida para controlarla, un tono agresivo al que no estaba acostumbrada la autora de sus días, que se ensombreció inmediatamente.
– ¡Así es como me contestas! -replicó Henriette Grobz alterada.
– ¿Qué has decidido? -retomó Iris con su voz dulce y envolvente.
– He decidido arreglármelas completamente sola -respondió Joséphine de una forma más brusca de lo que hubiese querido.
– ¡Ah! Resulta realmente ingrato rechazar la ayuda que se te propone -dijo Henriette Grobz afectada.
– Quizás, pero así son las cosas. No quiero que se hable más de ello, ¿de acuerdo?
Su voz había ido aumentando de volumen y el final de su frase se convirtió en un grito agudo que desentonó en la atmósfera acolchada de aquella velada tranquila.
Vaya, vaya, ¿qué es ese jaleo?, pensó Chef aguzando el oído. ¡Se me esconde todo! En verdad soy el último mono en esta familia. Abandonó como si nada el periódico sobre la mesa baja para acercarse al sitio en el que se sentaban las tres mujeres.
– ¿Arreglártelas cómo?
– Trabajando, dando clases particulares… ¡yo qué sé! Por el momento estoy saliendo, creedme, ya es bastante duro así. Todavía no me he repuesto, creo.
Iris miró a su hermana y admiró su coraje.
– Iris -preguntó su madre-, ¿tú que piensas?
– Jo, tiene razón, todo está aún muy reciente. Dejémosla reponerse antes de preguntarle lo que piensa hacer.
– Gracias, Iris… -suspiró Joséphine, que se atrevió a pensar que la tormenta había pasado.
Pero no había contado con la obstinación de su señora madre.
– Yo, cuando me encontré sola para educaros, me remangué y me puse a trabajar, trabajar…
– ¡Pero si yo trabajo, mamá, trabajo! Pareces olvidarlo siempre.
– A eso no lo llamo yo trabajar.
– ¿Porque no tengo despacho, jefe ni cheques restaurante? ¿Porque no se parece a nada de lo que tú conoces? Yo me gano la vida, lo quieras o no.
– ¡Un sueldo de miseria!
– Me gustaría saber cuánto ganabas con Chef cuando empezaste. No debía de ser más.
– No me hables en ese tono, Joséphine.
Chef, excitado, se incorporó. Cojones, amenaza tormenta, se dijo. La velada empezaba a ser, por fin, divertida. La marquesita iba a enganchar sus mejores caballos, apilar mentira tras mentira, rebuscar en su memoria y exhibir la vieja imagen de viuda piadosa y madre protectora que se había sacrificado por sus hijas. Se sabía el numerito de víctima de memoria.
– Cierto que fue duro. Que nos apretamos el cinturón, pero mis cualidades hicieron que Chef me promocionase enseguida… y pude hacer frente…
Se pavoneaba aún emocionada por aquella victoria increíble ante la adversidad, y una imagen se impuso sobre su discurso: la de una mujer hermosa, alta, heroica, haciendo frente al fuerte oleaje como un mascarón de proa, arrastrando a las dos huérfanas de nariz enrojecida por el llanto. Había sido mérito suyo el haber sabido educar, sola, a sus dos hijas, su Marsellesa, su Legión de Honor.
Pudiste hacer frente porque yo te pasaba sobres llenos de billetes con pretextos absurdos, y que tú hacías como si no te dieses cuenta para no tener que agradecérmelo, pensó Chef mojando su índice para pasar la página de su periódico. Pudiste hacer frente porque eras pérfida de nacimiento, más fría y sin piedad que la más materialista de las putas. Pero ya me tenías enganchado, y yo hubiese hecho cualquier cosa para gustarte, para ayudarte.
– …Y que inmediatamente fue reconocido mi trabajo por todos, incluida la competencia de Chef, que quiso conservarme a cualquier precio…
Tenía tantas ganas de seducirte que te habría propuesto un salario de director general sin que tuvieses que pedírmelo. Te hice creer que todos te querían para que aceptases el dinero que te daba sin ofenderte. ¡Qué tonto fui, pero qué tonto! ¡Tonto hasta decir basta! Y hoy te haces la virtuosa. ¿Por qué no le dices a tu hija cómo me sedujiste? ¿Cómo me dabas de comer en la palma de tu mano? Creía ser un marido y me he convertido en un sirviente. Te supliqué que me dieses un hijo y te echaste a reír en mis narices. ¡Un hijo! ¡Un pequeño Grobz! Tu boca vomitaba mi nombre como si ya estuvieses abortando. ¡Te reías! ¡Y eres tan fea cuando te ríes, tan fea! ¡Cuéntales eso también! ¡Diles la verdad! ¡Que lo sepan! ¡Que los hombres son niños grandes! ¡Que los llevan de acá para allá agitando una zanahoria! ¡Que marchan como un pelotón de soldados! De hecho, debería desconfiar de Bomboncito… Esa historia de Chaval no me gusta mucho.
– Haré como tú. Trabajaré. Y me las arreglaré sola.
– ¡No estás sola, Joséphine! Tienes dos hijas, te lo recuerdo.
– No hace falta que me lo recuerdes. Lo sé. Lo sé muy bien.
Iris escuchaba esa conversación y pensaba que, quizás muy pronto, se encontraría en la misma situación. Si Philippe se llenara de valor insensato, reclamaría su libertad… Le imaginó de repente disfrazado de mosquetero intrépido y la idea le hizo sonreír. ¡No! Ambos estaban atrapados en la misma red, en la de la respetabilidad. No tenía nada que temer. ¿Por qué temía siempre que el cielo se desplomara sobre su cabeza?
– Me parece que estás en las nubes, Joséphine. Siempre he pensado que eras demasiado ingenua para la vida de hoy en día. Demasiado débil, mi pobre hija.
Entonces Joséphine enrojeció. Años y años de ese tono lacrimógeno empleado con ella se dispararon de pronto como balas que le alcanzan el corazón, y estalló.
– ¡No me jodas, mamá! ¡No me jodas con tu discurso benefactor! ¡Ya no lo aguanto más! ¿Te crees que me trago tus historias edificantes de viuda meritoria? ¿Te crees que no sé lo que hiciste con Chef? ¿Que no he adivinado tus maniobras rastreras? ¡Te casaste con Chef por su dinero! ¡Así fue cómo te las arreglaste, y no de otra forma! No porque fueses valerosa, trabajadora y meritoria. Así que no me des lecciones. Si Chef hubiese sido pobre, ni le habrías mirado. Habrías encontrado a otro. Nunca me he chupado el dedo, ya ves. Yo lo habría aceptado, habría entendido que lo hacías por nosotras, lo habría encontrado incluso hermoso y generoso si no te hubieses hecho siempre la víctima, si no hubieses empleado ese tono condescendiente cuando te diriges a mí como si fuese una fracasada, una despreciable… Ya no aguanto más tu hipocresía, ya no aguanto más tus mentiras, ya no aguanto tus brazos en cruz, tu sacrificio… Esa forma de darme lecciones en cada momento, ¡mientras que tú te has limitado a ejercer el oficio más viejo del mundo!
Y después, volviéndose hacia Chef, que escuchaba ya sin disimular:
– Lo siento, Chef…