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Y ante la franca figura con la boca abierta de la que ella percibía el ridículo pero también, de pronto, toda la bondad y la generosidad, se sintió llena de remordimientos y sólo supo repetir.

– Lo siento, lo siento… No quería hacerte daño.

– No te preocupes, mi pequeña Jo, no me he caído de un guindo.

Joséphine enrojeció. Hubiese querido ahorrarle la escena, pero no había podido controlarse.

– ¡Me salió de golpe!

Enunció esa evidencia mientras su madre, muda y lívida, se había dejado caer en el sofá y se abanicaba con una mano, amenazando con desmayarse con la finalidad de atraer la atención sobre ella.

Joséphine le lanzó una mirada exasperada. Pronto pediría un vaso de agua, se incorporaría, pediría que le pusiesen un cojín en la espalda, empezaría a gemir, a temblar, a lanzarle una mirada oscura, asesina y desfilarían los subtítulos que se sabía de memoria: «Después de todo lo que he hecho por ti, tratarme así, no sé cómo podré perdonarte, si es mi muerte lo que quieres, no tendrás que esperar mucho, prefiero morir a soportar una hija como tú…». Sabía de maravilla cómo crear un sentimiento de culpabilidad atroz en el otro con el fin de tenerlo a sus pies pidiendo perdón por haber osado contradecirla, enfrentarse a ella. Joséphine se lo había visto hacer, primero, con su padre y, después, con su padrastro.

Por un instante pensó en abandonar el gran salón para ir a reponerse a la cocina con Carmen. Echarse un poco de agua en la cara y pedirle una aspirina. Estaba agotada. Agotada pero… feliz, había osado ser ella misma, Joséphine, esa mujer que no conocía muy bien, con la que convivía desde hacía cuarenta años sin prestarla realmente atención, pero ante la que se moría de ganas, ahora, de conocerla. Era la primera vez que esa mujer se enfrentaba a su madre, la primera vez que le levantaba la voz, que se atrevía a decir lo que pensaba. La forma no había sido muy elegante, un poco grosera, un poco embrollada, lo reconocía, pero en el fondo le había encantado. Así que, por esa mujer, antes de dejar la habitación, decidió dar el golpe de gracia y, enfrentándose a su madre que gemía en el sofá, añadió con una voz suave pero segura:

– ¡Ah! Lo olvidaba, mamá… no te pediré nada, ni un sólo céntimo ni el menor consejo. Voy a arreglármelas sola, completamente sola, ¡aunque nos muramos mis hijas y yo! Escúchame bien, hoy te voy a hacer una promesa: ¡nunca, nunca más seré el pajarito perdido al borde del camino al que tú des lecciones y pongas en el buen camino! Porque ¿sabes qué? Soy una mujer, madura y responsable, y te lo voy a demostrar.

Debería tener cuidado: no podía dejar de hablar.

Henriette Grobz apartó violentamente la cabeza como si la vista de su hija le fuese insoportable y emitió algunos gruñidos que decían ¡que se vaya! ¡Que se vaya! ¡No puedo más! Me quiero morir…

Joséphine, divertida por lo previsible de las reacciones de su madre, se encogió de hombros y salió del salón. Cuando empujó la puerta, oyó un pequeño grito, era Hortense que escuchaba, con la oreja pegada a la puerta que había abierto.

– ¿Qué haces aquí, hija?

– ¡Estamos buenos! -le contestó-. ¿Ya has montado tu numerito? Ahora te sentirás mejor, espero.

Joséphine prefirió no responder y se refugió en la primera habitación al lado del salón. Era el despacho de Philippe Dupin. No lo vio enseguida pero escuchó su voz. Estaba de pie, en parte ocultado por las pesadas cortinas de terciopelo rojo bordadas de pasamanería, y hablaba en voz baja con el teléfono pegado al oído.

– ¡Oh, perdón! -dijo ella cerrando la puerta tras de sí.

Él se interrumpió inmediatamente. Ella le oyó decir «te llamaré luego», y colgó.

– No quería molestarte…

– Ha sido un poco más largo de lo que pensaba…

– Quería solo descansar un poco… lejos de…

Se secó la frente cubierta por un ligero sudor y colocó un pie tras otro esperando a que la invitase a sentarse. No quería fastidiarle, pero tampoco quería volver al gran salón. El la contempló un momento preguntándose lo que convenía decir y cómo debía enlazar la conversación que acababa de dejar con esa mujer, incompetente, farfullante, que le contemplaba esperando algo de él. Siempre se sentía torpe ante la gente que esperaba algo de él. Le repugnaba. Era incapaz de sentir la menor empatía cuando le obligaban o se la mendigaban. La menor irrupción en su intimidad le volvía frío y colérico. Joséphine le inspiraba piedad. Y sentir piedad le daba asco. Claro que se decía que había que ser amable, ayudarla, pero sólo quería una cosa: quitársela de encima lo antes posible. De pronto, tuvo una idea.

– Dime Joséphine, ¿hablas inglés?

– ¿Que si hablo inglés? ¡Claro que sí! Inglés, ruso y español.

Aliviada de que por fin se dirigiese a ella, que le hiciese una pregunta personal, había usado una vocecita aflautada para recitar sus habilidades. Tosió y se recuperó. Había presumido de manera evidente. No estaba acostumbrada a ensalzarse, pero la cólera, esa noche, había acabado con sus inhibiciones.

– He oído decir a Iris que…

– ¡Ah! ¿Te lo ha contado?

– Podría encontrarte un trabajo para que ganases algo de dinero. Se trataría de traducir contratos importantes, contratos de negocios. ¡Oh, muy aburrido! Pero no está mal pagado. Teníamos en el gabinete una colaboradora que se encargaba de ello, pero acaba de marcharse. ¿Has dicho ruso? ¿Lo hablas suficientemente bien como para conocer las sutilezas del lenguaje de los negocios?

– Lo hablo bastante bien, sí…

– Podríamos ver eso juntos. Te pediría que hicieses una prueba…

Philippe Dupin permaneció un largo rato en silencio. Joséphine no osaba interrumpirlo. Ese hombre tan perfecto la intimidaba y, sin embargo, de forma extraña, nunca le había parecido tan humano. El móvil de Philippe volvió a sonar y no respondió. Joséphine se lo agradeció.

– La única cosa que te pido, Joséphine, es no decírselo a nadie. Absolutamente a nadie… Ni a tu madre ni a tu hermana ni a tu marido. Preferiría que todo esto quedase entre nosotros. Entre nosotros dos, quiero decir.

– A mí también me gustaría -suspiró Joséphine-. Estoy harta, sabes, de tener que justificarme todo el tiempo ante toda esa gente que piensa que soy blandengue y lela…

Las palabras «blandengue» y «lela» le hicieron sonreír, y la tensión desapareció de golpe. Ella no se equivoca, pensó él. Hay algo de insípida en ella. Son exactamente las palabras que yo emplearía para describirla. Sintió de pronto una oleada de simpatía hacia esa cuñadita torpe pero enternecedora.

– Te aprecio mucho, Jo. Y también te estimo mucho. ¡No te sonrojes! Me pareces muy valiente, muy buena…

– A falta de ser bella y enigmática como Iris…

– Es cierto que Iris es guapa, pero tú tienes otra clase de belleza…

– ¡Oh, Philippe, para! Me voy a echar a llorar… Me siento frágil en este momento. Si supieses lo que acabo de hacer…

– Antoine se ha ido, ¿es eso?

No es eso en lo que ella estaba pensando, pero sí, ahora lo recordaba: Antoine se había ido. Contestó:

– Sí…

– Son cosas que pasan…

– Sí -profirió Joséphine con una sonrisa-, ya ves, en mi desgracia, ni siquiera tengo el consuelo de la originalidad.

Se sonrieron y permanecieron un momento silenciosos. Después Philippe Dupin se levantó y fue a consultar su agenda.

– Digamos mañana a las tres de la tarde. ¿Te viene bien? Te presentaré a la persona encargada de supervisar las traducciones…

– Gracias, Philippe. Muchas gracias.

Se llevó el dedo a la boca para recordarle el secreto que se había comprometido a guardar. Ella afirmó con la cabeza.

En el salón, sentada sobre las rodillas de Marcel Grobz, pasando una y otra vez la mano sobre su calva cabeza, Hortense Cortès se preguntaba lo que su madre y su tío podrían estar contándose para permanecer encerrados tanto tiempo en el despacho, y cómo podría reparar la enorme metedura de pata cometida esa noche por su madre.