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Iris insistió. Había cambiado otra vez de tono. Ahora hablaba con voz dulce, envolvente, una voz que a la vez la tranquilizó y la relajó, dándole ganas de echarse a llorar.

– Estoy aquí, cariño, sabes que siempre estoy a tu lado y que nunca te abandonaré. Te quiero como a mí misma, y eso significa mucho.

Joséphine ahogó una carcajada. ¡Iris podía llegar a ser tan divertida! Hasta su boda habían compartido numerosos ataques de risa. Y después se había convertido en una señora, una señora responsable y muy ocupada. ¿Que tipo de pareja formaba ella con Philippe? Nunca les había sorprendido abandonándose, intercambiando una mirada tierna o un beso. Parecían siempre representar un papel.

En ese momento, sonó el timbre de la puerta y Joséphine se interrumpió.

– Deben de ser las niñas… Te dejo. Y te lo suplico: ni una palabra mañana por la noche. ¡No tengo ganas de que sea el único tema de conversación!

– Vale, hasta mañana. Y no lo olvides: ¡Cric y Croe se comieron al gran Cruc, que creía poder comérselos!

Joséphine colgó, se secó las manos, se quitó el delantal, el lápiz del pelo, se tocó el cabello para ponerlo en orden y corrió a abrir la puerta. Hortense fue la primera en entrar en casa sin decir hola a su madre ni siquiera mirarla.

– ¿Está papá? ¡Me han puesto un notable alto en expresión escrita! ¡Con esa puta de Ruffon, además!

– Hortense, por favor, ¡sé más educada! Es tu profesora de lengua.

– Una tía asquerosa, eso es lo que es.

La adolescente no se precipitó para besar a su madre o darle un mordisco a un trozo de pan. No dejó caer su mochila ni su abrigo en el suelo, sino que depositó la primera y colgó el segundo con la gracia distinguida de una debutante que abandona su largo abrigo de baile en el vestuario.

– ¿No le das un beso a mamá? -preguntó Joséphine comprobando con molestia un tono de súplica en su voz.

Hortense tendió una mejilla suave y aterciopelada en dirección a su madre, mientras levantaba la masa de su pelo color caoba para ventilarse.

– ¡Hace un calor! Tropical, diría papá.

– Dame un beso de verdad, cariño -suplicó Joséphine perdiendo toda dignidad.

– Mamá, ya sabes que no me gusta que te me pegues así.

Rozó la mejilla que su madre le tendía para decir inmediatamente después:

– ¿Qué hay de comer?

Se acercó a la cocina y levantó la tapa de una cacerola esperando oler un plato cocinado. Con catorce años, tenía ya la gracia y el aire de una mujer. Vestía ropa bastante simple, pero se había remangado la camisa, cerrado el cuello, añadido un broche y ajustado el talle con un cinturón ancho, transformando su ropa de estudiante en un figurín de moda. Su pelo cobrizo enmarcaba una piel clara, y sus grandes ojos verdes expresaban una ligera extrañeza, matizada por un imperceptible desdén que mantenía a los demás a distancia. Si había una palabra que parecía estar inventada para Hortense, esa era «distancia». ¿De quién ha sacado esa indiferencia?, se preguntaba Joséphine cada vez que observaba a su hija. No de mí, desde luego. ¡Parezco tan desastrosa al lado de mi hija!

Es fría como un témpano, pensó después de abrazarla. Y como se arrepintió inmediatamente de haber formulado esa idea, la volvió a abrazar, lo que molestó a la chica, que se zafó de ella.

– Huevos fritos con patatas…

Hortense hizo una mueca.

– Muy poco dietético, mamá. ¿No hay un filete a la plancha?

– No, yo… Cariño, no he podido ir a la…

– Entiendo. No tenemos suficiente dinero, ¡la carne es cara!

– Es que…

Joséphine no tuvo tiempo de terminar su frase porque otra niña apareció en la cocina y se lanzó contra sus piernas.

– ¡Mamá! ¡Mamaíta querida! ¡Me he encontrado con Max Barthillet en la escalera y me ha invitado a ver Peter Pan en su casa! Tiene el DVD… ¡Se lo ha traído su padre! ¿Puedo ir esta tarde después del colegio? No tengo deberes para mañana. ¡Di que sí, mamá, di que sí!

Zoé alzó un rostro repleto de confianza y amor hacia su madre, que no pudo resistirse y la abrazó fuertemente diciendo: «Claro que sí, claro mi niña, mi muñequita, mi bebé…».

– ¿Max Barthillet? -se lamentó Hortense-. ¿La dejas ir a su casa? ¡Tiene mi edad y está en la clase de Zoé! No para de repetir, terminará siendo aprendiz de carnicero o de fontanero.

– No hay de qué avergonzarse por ser carnicero o fontanero -protestó Joséphine-. Si no se le dan bien los estudios…

– No me gustaría que se metiera en la familia. ¡Tengo miedo de que se sepa! Tiene muy mala reputación, con esos pantalones enormes, sus cinturones con tachuelas y su pelo demasiado largo.

– ¡Oh, la miedica! ¡Oh, la miedica! -gritó Zoé-. Primero, no es a ti a quien ha invitado, ¡sino a mí! ¡Sí que voy, ¿eh, mamá?! Porque a mí ¡me da igual que sea fontanero! ¡Incluso le encuentro muy guapo! ¿Qué comemos hoy? Me muero de hambre.

– Huevos fritos con patatas.

– ¡Ummmm! ¿Me dejarás romper la yema del huevo, mamá? ¿Podré aplastarla con el tenedor y poner un montón de ketchup encima?

Hortense se encogió de hombros ante el entusiasmo de su hermana pequeña. Con diez años, Zoé tenía todavía los rasgos de un bebé: mejillas redondeadas, brazos regordetes, pecas en la nariz y hoyuelos que marcaban sus mejillas. Era toda redonda, le gustaba dar besos fuertes que marcaba ruidosamente tras haber cogido carrerilla y placado al feliz destinatario como un defensa de rugby. Tras lo cual se acurrucaba contra él ronroneando mientras jugaba con un mechón de su cabello castaño claro.

– Max Barthillet te invita porque quiere acercarse a mí -declaró Hortense masticando una patata frita con la punta de sus blancos dientes.

– ¡Oh, la chulita! Se cree siempre que hay alguien detrás de ella. Me ha invitado ¡solamente a mí! ¡Na, na, na! Ni siquiera te ha mirado en la escalera. Ni queriendo.

– La ingenuidad roza a veces la estupidez -contestó Hortense, mirando a su hermana por encima del hombro.

– ¿Y eso qué quiere decir, mamá? Dime.

– ¡Quiere decir que os calléis y comáis en paz!

– ¿Es que tú no comes? -preguntó Hortense.

– No tengo hambre -respondió Joséphine, sentándose a la mesa con sus hijas.

– Ese Max Barthillet puede seguir soñando -dijo Hortense-. No tiene ninguna posibilidad. Lo que yo quiero es un hombre guapo, fuerte, tan viril como Marión Brando.

– ¿Quién es Marión Bardot, mamá?

– Es un actor americano muy famoso.

– ¡Marión Brando! Es guapo, ¡pero qué guapo es! Salía en Un tranvía llamado deseo, fue papá el que me llevó a ver esa película… Papá dice que es una obra de arte.

– ¡Ummm! Tus patatas fritas están riquísimas, mamaíta.

– Por cierto, ¿papá no está? ¿Tiene una cita? -se preguntó Hortense secándose la boca.

Era el momento que tanto temía Joséphine. Posó sus ojos en la mirada interrogante de su hija mayor y después sobre la cabeza inclinada de Zoé, absorta mientras mojaba sus patatas fritas en la yema de huevo manchada de ketchup. Tenía que decírselo. De nada serviría dejarlo para más tarde o mentir. Tarde o temprano se enterarían. Habría sido mejor hablarles por separado. Hortense estaba tan unida a su padre, lo veía tan «chic» y con tanta «clase», y él hacía cualquier cosa por complacerla. No había querido que se hablara delante de sus hijas la falta de dinero o la angustia de un futuro incierto. Sólo se comportaba así con su hija mayor, no con Zoé. Ese amor sin fisuras era todo lo que le quedaba de su pasado esplendor. Hortense le ayudaba a deshacer las maletas cuando volvía de viaje, acariciando la tela de sus trajes, alabando la calidad de las camisas, alisando las corbatas con la mano, alineándolas una a una en las varillas del ropero. ¡Qué guapo eres, papá! ¡Qué guapo! El se dejaba querer, se dejaba alabar, cogiéndola a su vez en sus brazos y dándole un pequeño regalo sólo para ella, un secreto compartido. Joséphine les había sorprendido varias veces en sus conciliábulos conspirativos. Ella se sentía excluida de su complicidad. En su familia existían dos estamentos: los señores, Antoine y Hortense; y los vasallos, Zoé y ella.