Выбрать главу

Aquello era peor que una rueda de prensa de las del corazón. Peor que las entrevistas de los periódicos y las televisiones, que a mí me hicieron pagar las setenas mientras el resto se atiborraba ya de aperitivos. Entre unos y otros pretendían sin duda dejarme sin cenar. Y lo consiguieron. Creo que la primera pregunta, ya sentados y con las servilletas, me la hizo una mujer muy guapa. Una indudable bella oficial, con el pelo de un rubio veneciano y, en consecuencia, más falso que Judas.

– Yo he leído su novela El deber de las rosas… La nueva que prepara, por la que ha venido aquí para tomar apuntes, ¿es también una historia romántica de amor?

– En cierta forma, sí. Es la segunda parte de la última novela que he publicado, Los comensales. Sólo que en esta nueva, los comensales son otros muy distintos: los que sustituyen en la mesa, una mesa como ésta, a los de la primera… Muy distintos: opuestos…

– Pero ¿también de amor?

– Sí, del amor más grande: el amor de los desprovistos, de los desheredados, de los que se quedan siempre sin cenar…

Una voz que no localicé dijo:

– Pero ¿de verdad confía usted en ese cambio? ¿Cree usted que cenarán por fin? -Era una pregunta con muchísima guasa. Y yo me guaseé:

– Si no confiara, ¿qué haría hoy aquí? Estoy convencida de que todos ustedes propiciarán el cambio. -La mirada de Buonatesta, que coincidió un segundo con la mía, me disuadió: estaba absolutamente equivocada. Pero insistí-: A nadie puede mirársele desde arriba, ¿no piensan ustedes así?, como no sea para ayudarle a levantarse.

Por un momento tuve la certeza de que era yo la que debería levantarme e irme. Unas risitas generalizadas me dieron la razón.

– ¿Conocía Venecia? -me preguntaba un hombre calvo.

– Sí, como muchísimos recién casados, pasé aquí mi luna de miel.

– Otro libro suyo es precisamente Bajo la luna nueva… -era un hombre distinto, que agregó con picardía-: ¿Lo pasó usted muy bien?

– No me enteré: cuando cambia la luna es cuando se ve menos… Y, si es de miel, no puedes ni despegar los párpados.

Unos cuantos que, más o menos, entendieron el chistecito, se rieron. Muy pocos.

– ¿Le gustan los venecianos?

– ¿Se refiere a los hombres, o en general?

– Digamos que a los hombres. -Se trataba de un joven, de una belleza un poco relamida; un artista quizá, pero no sé de qué arte.

– Si no recuerdo mal se llama usted Fabrizio, ¿no es cierto? -Él afirmó-. ¿Pero Fabrizio Lupo?

Es el protagonista de una novela de Cario Coccioli, titulada así, que trata de la terrible historia de un homosexual. Yo la leí con diecisiete años, me impresionó muchísimo. Entonces, por fortuna, ignoraba cuál iba a ser mi historia.

– No, Fabrizio Baldoni.

– Pues yo conozco a un hombre hermoso. No sé siquiera si es de aquí, pero aquí lo conocí. Su nombre es Aldo… El señor Buonatesta me dijo su apellido, pero lo he olvidado… Por lo visto se crió en un orfanato. Y es, de verdad, no un hombre de una vez, sino del mayor número posible de veces… ¿Cómo se llama de apellido, Arrigo?

Buonatesta, después de mirar con desgana a uno y otro lado, dijo:

– Aldo Ucceli. -Se oyó un suave murmullo de desaprobación-. ¿Lo ha vuelto usted a encontrar?

– Qué más hubiese yo querido… Hay que ver lo que dan de sí los orfanatos. Jean Genet, como ustedes saben, estuvo en uno en Francia. Pero su corazón no lo llamaba al bien. A este italiano, sí. Aldo no es ni resentido ni violento. Sólo emplea la violencia justa para tratar de que la justicia nos iguale a todos. -Nadia no levantaba los ojos de su plato. Los camareros, ahora en silencio o casi, iban y venían atendiendo a los comensales-. Él será, si lo consigo, el protagonista de algo más que de mi próxima novela.

Yo creo que fue a partir de ese momento cuando la conversación se fragmentó. Ya no era yo por fortuna el centro de ella, o esa ilusión me hacía. Un eclesiástico que estaba a mi derecha, con alzacuello y bastante buena pinta, rompió por fin a hablarme:

– ¿Puedo deducir que es usted católica?

– Soy cristiana más que otra cosa… ¿Y usted? -Él se llevó la mano al alzacuello con la intención de mostrar lo evidente-. Ya lo he observado. Pero a lo que me refiero es tan interior que se trasluce en obras y no en indumentarias.

El invitado, o quizá el anfitrión que se sentaba a mi izquierda, intervino muy oportuno:

– ¿Encuentra usted que ha cambiado Venecia?

– No tengo edad para contestar eso -me reí-. En realidad, Venecia es inmutable. Estoy convencida de que ella a mí, si se tomase el trabajo de mirarme, sí me encontraría cambiada, muy cambiada…

– Nunca para peor, puedo jurárselo -me halagó el anfitrión.

– Deyanira, qué hermoso nombre, por cierto -era una señora de cuello colgandero la que me hablaba- ¿tiene usted hijos?

– No, no soy nada valiente… No tengo nada ahora, sólo una esperanza casi recién nacida.

– ¿Está usted expecting?

– ¿Hay quien esté vivo si no espera?

– Es bastante. Hay quien no tiene ni eso.

– No es otra la razón de esa esperanza de que le hablo: poder hacer algo para compartir.

Habló una señora más joven:

– No la había imaginado así.

– ¿Cómo? -Me expuse entreabriendo los brazos y fingiendo curiosidad.

– Como la veo ahora. Alguna vez, en la televisión o en alguna revista, me pareció menos asequible, más dura si me permite decirle la verdad… Esta noche se asemeja más a una gran actriz que a una escritora.

– Quizá es que, en la edición de esta noche, vaya mejor encuadernada. -Señalé a la concurrencia-. Una edición de lujo para gente de lujo.

– ¿Por qué tengo la sensación de que habla usted siempre con ironía?

– Porque no es usted tonta -le sonreí y ella quizá entendió.

Un otoñal atractivo, bastante alejado, levantó la mano como pidiendo la vez, y dijo:

– Yo tengo una hija que quiere dedicarse a escribir. ¿Le podría dar usted algún consejo? Ella me ha pedido que la salude en su nombre: se llama Laura Negri.

– Nadie debe dedicarse a una cosa tan rara como escribir si no lo necesita; si no lo necesita para seguir viviendo: no hablo de dinero. Y, en el caso de que así sea, ya sabrá cómo hacerlo… Es como respirar, es como morir: nos es inevitable. Aunque el aire esté contaminado, hemos de respirarlo… -Me vino, tan evidente, el recuerdo de Aldo-. Dígale de mi parte que, cuando sepa cómo escribir, trabaje para los que saben por qué ha de escribir ella. Parece un trabalenguas, pero no lo es. Y si lo es, yo lo he resuelto ya. Ella lo hará también… Y añádale que no haga como tantos que se creen escritores: contar, con toda clase de misterios y en voz baja, lo que todo el mundo sabe.

El hombre maduro me hizo una inclinación de cabeza. Comprendí que no se había enterado de nada.

De vez en cuando consultaba una locución o una expresión con Nadia, más que nada para que hiciera su papel, y ella me la solucionaba como una traductora simultánea de la ONU, pendiente de mí siempre.

– ¿Cuánto tiempo se quedará entre nosotros? -Esta vez era un hombre malencarado, cejijunto y astuto (o eso creía él).

– Según como se mida. El tiempo es tan elástico, ¿verdad? No es lo mismo el valor de una semana para un niño de pecho que para usted. Y una décima de segundo, ¿es lo mismo para un corredor olímpico que para cualquiera de nosotros? Ni es lo mismo el tiempo para el agricultor que espera una cosecha que para quien espera, desde un balcón, la llegada de su amante.

– Y para usted, ¿qué es?

– Un perpetuo compañero de viaje. Pero no siempre tenemos los dos la misma prisa ni igual cansancio.

– Pero no ha contestado a mi pregunta: ¿cuánto se quedará?

– ¿Lo ve usted? Ya ha pasado su tiempo… Ayer, usted no existía para mí; mañana, no existiré yo para usted; hoy, de momento, coincidimos no sabemos en qué… Tiene usted razón. Muchísima más de la que cree.