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Me miró de un modo que me estremeció. Volví a otro lado la cabeza. Tropecé con la mirada de Buonatesta y él rehuyó la mía. Pero, al hacerlo, me interrogó con muy mal café:

– ¿Tiene algún escritor italiano preferido?

– Sí; dos o tres que dicen lo que piensan: seguro que los conoce usted. El resto escribe lo que no piensa: porque no son capaces de pensar, o porque son cobardes. Igual que sucede en todos sitios.

Empezaba a estar entre asustada y hasta el coño, cuando el señor de mi izquierda se puso de pie y levantó su copa. Hizo un brindis sin la menor originalidad, deseándome casi todo lo que yo deseaba para mí, menos lo más importante. Yo di las gracias con la misma falta de gracia.

– Vivir en Venecia -concluí- es como hacer un viaje interminable: ningún instante, ninguna luz, ningún rincón son iguales jamás unos a otros. Y, lo que es más extraordinario aún, tampoco son iguales a sí mismos. Espero que los venecianos sean más permanentes en sus afectos. Con esa ilusión y confianza os ofrezco yo el mío.

La verdad es que no me había comprometido mucho.

Los fotógrafos de prensa y las cámaras de televisión, que habían desaparecido casi todos desde la llegada al embarcadero, volvieron a inmortalizar los brindis y las bobas sonrisas de quienes brindábamos.

Fue entonces cuando tuve la tentación más grande de mi vida: decirles a todos, comensales y periodistas, que jamás escribiré ningún otro libro. Porque ahora sé que tengo cosas mejores que hacer. Y porque habíamos cenado muy bien, por lo visto, aunque sin enterarme yo de qué y sin el menor apetito, y habíamos bebido vinos caros y brindado con champán, con los eructos que provoca después de las comidas. Yo estaba a punto ya… Opté por hacerle una seña a Nadia. Nos levantamos.

– Perdónenme. Es sólo un momentito.

Fuimos al servicio y, después de eructar, nos endilgamos un par de rayas, que era lo que yo estaba necesitando para controlarme y no escupirle a toda esa manada de ricos, viejos o nuevos, que en el mundo hay una infinita hambre que, sin embargo, puede ser satisfecha. Porque la miseria embrutece, ¿no es cierto?, pero la insaciable búsqueda de la riqueza embrutece más aún… Eso nadie lo dice en una fiesta, porque todos lo saben y se han encogido de antemano de hombros para poder comer en paz y cenar y hacer negocios entre sí con los que seguir estrangulando a los hermanos que no están invitados. Debía decírselo yo: la diferencia entre la vida que vivimos, atroz, desigual, cruenta, falsa, y la exhibida en las novelas románticas, de exaltación y de éxtasis: esa, que para tranquilizarse y distraerse, gusta a Los comensales. Debía decírselo yo, no una novelista ni leches, sino la hija de un sargento de carabineros, más o menos, para que ellos lo entendieran. Una novela nueva es lo único que faltaba en un mundo superpoblado por hambrientos. Yo soy una de esos hermanos, que no tienen otra cosa (en cuanto me quite este traje lo seré) que el cuello para que los estrangulen…

Eso quería decir subida encima de la mesa, después de dar una patada a las copas y los platos para hacerme sitio. Después de atizarle a su eminencia con una cuchara en la crisma y hacer, con su cabeza, una tortilla de sesos. Después de gritarle que todos los ladrones quieren redimirse dando una limosna chiquitita mirando al cielo. Y gritarle que aquí todos los maridos llevan cuernos con sonajas, que las he oído yo. Y que la nobleza de que alardean tiene prohibidas, por lo visto, varias cosas: pagar lo que deben, no estafar, decir la verdad y trabajar; porque las manos de un cristiano viejo no trabajan: sólo sirven para usar la espada o el arma conveniente, y así gana su vida; si no, roba… Aquí no hay más que potentados y mendigos, y ninguno de los dos grupos hace nada… ¿No es hora de equilibrar un poco la balanza? Y he oído que, en secreto, la mafia, es decir, todos, canta una copla que define su oficio: «Matar de noche y de día. / Matar a diestro y siniestro. / Matar al ave maría / y matar al padrenuestro.»

Debía gritárselo: los inofensivos roedores de la tierra están siempre bajo los ojos ávidos de las aves de presa. Las naciones y las razas humildes y pacíficas, desprotegidas y sin armas de ataque, sin más aliado que sus necesidades, son como ovejas que van al matadero en silencio, acompañadas sólo por su resignación. O que se embarcan en pateras, que les cuestan todas las ganancias de su vida, y a las que el mar destroza antes de que lleguen a otras tierras donde, si llegan, sólo encuentran un futuro de humillación para ellos y los suyos.

Debía decirles que siento la tentación de volver a escribir. Empezando por una cuestión: la de descubrir mi incompetencia y mi incapacidad de dar testimonio de lo que veía y de lo que había visto, para escandalizar hasta a las piedras, para estremecer hasta a los muertos. Porque, con lo que hay alrededor en este mundo, es suficiente para saciar a cualquier niño hambriento, pero un tercio de ellos se mueren de hambre. Y los países deudores dejan de cultivar los alimentos suyos para cultivar lo que les da dinero, coca incluida, y contentar a los bancos de este puto mundo y pagar las deudas a los matones poderosos, que a tiros o a machetazos protegen a los desarrollados… ¿Es ése el desarrollo? ¿En qué nos hemos convertido? ¿Qué excusa lo que hacemos? Poner la gente por debajo de los beneficios, la moral por debajo del dinero, la decencia bajo los dividendos, la justicia bajo los fanatismos, la agonía de los pobres bajo nuestras estúpidas comodidades… La culpa es lo único que compartimos aquí, la perversión de los valores, un orden falso y nauseabundo… ¿Y qué esperamos? ¿Que llegue la revolución proletaria para que fracase de nuevo? ¿O el juicio final, en el Valle de Josafat, que a nadie le importa en dónde leche está? No, no, no. Ahora. Tiene que hacerse, lo que hay que hacer, ahora. Sobre las pocas leyes justas que hay. Contra una avalancha de egoísmos inmensa que se está perpetuando. Desde esta misma noche. Ahora, ahora. ¡Ya!

Debía decírselo. A eso había ido hasta allí, porque ahora sí que vivo de verdad. Vivo para algo y alguien. Y estoy lista para pisotear a quienes pisotean, a todo ese rebaño de canallas que dicen, para excusarse de mentirijillas, eso de que a los hambrientos es mejor enseñarles a pescar que darles peces; para que después nadie les enseñe ni les dé un chanquete siquiera. Por eso siento ahora, con esta compañía de Jesús delante, vergüenza por vivir holgadamente. Y por llevar este traje, aunque sea del color de la flor de achicoria… Y como estoy prácticamente borracha, en lugar de seguir parloteando y haciendo la payasa, lo que debo hacer, lo que debería hacer, era irme antes de tirarle la copa a la cara de ardilla de este cura. O apretar los dientes para impedirme decir al cejijunto, que sé que me odia tanto como yo a él, que adivino que es él quien ha matado toda su vida hasta a su propia gente: quienes fueron a secuestrar a Bianca, por ejemplo. Y puede que me acuerde y acabe, por decirle dónde se están pudriendo sus cadáveres… Para que así escarmienten todos los padrinos y los capos y las familias y los ahijados, que ya no defienden a nadie ni sustituyen los vacíos del gobierno, sino que le sacan las castañas del fuego y, sin más ni más, sin apagar las llamas, se llevan tranquilamente las castañas.

Con decir algo de eso, sin levantar tanto la voz y una vez sólo, habría sido suficiente. Pero no.

Me estoy despidiendo, junto a Nadia que me toma con ligereza del codo izquierdo. Y tiendo mi mano derecha para que hagan el gesto de besarla llevándosela casi hasta los labios. Y rozo mis mejillas con las de las señoras. Y me dan sus pendientes de brillantes un golpe en mis orejas desarmadas… Qué ganas de ensuciar…

Pero mi venganza será sonada. Mañana saldrá la reseña de este hermoso y solidario acto, y sus fotografías, en todos los diarios y en los programas de televisión, tan dada a esta idiotez de suscitar envidias, y en las revistas del corazón, que inventarán un romance, al que maldita la falta que le hace ya ser inventado, y hasta el argumento de la inexistente próxima novela… Yo me cago en sus muertos… «La mejor escritora española de novelas de amor, agasajada por la Venecia invernal y neblinosa, más romántica que nunca.» Y así servirá de publicidad para el turismo de la primavera y del verano. Una ciudad tan intelectual, tan madre de todas las madres y tan antigua como la inteligencia humana. Una ciudad que es obra de esa inteligencia más que de la naturaleza. Hecha por el hombre para el hombre. Y para la mujer naturalmente: más que nada, para la mujer. Donde la mafia gobierna sin hacerse visible por buen gusto. Vía de comunicación entre Occidente y Oriente, pero no para el tráfico de divisas, ni de drogas, ni siquiera de reliquias en otra época: sólo para la comunicación y el intercambio del arte y de las letras… Todos los topicazos reunidos… Todos los mandamases reunidos… Todos los buitres carroñeros.