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Nadia se giró hacia Bianca:

– La alegría es el valor que más cotiza hoy en nuestra bolsa. ¿No es cierto? -Bianca se echó a reír, cosa que hacía cuando no estaba segura de querer decir algo.

– Tener una bolsa en común es la alegría ya… Antes debía de ser así. -Y seguí, sin saber por qué, metiéndome en un berenjenal que no era el mío ni el de nadie-. Herodoto visitó Egipto, y cuenta, de los habitantes del Nilo, que eran las mujeres las que compraban y vendían en el mercado mientras que los hombres tejían en las casas. Las mujeres transportaban las cargas sobre los hombros; los hombres, en la cabeza. Ellas orinaban de pie; ellos, sentados o en cuclillas, como hacía un rey de España, marido de Isabel II, don Francisco de Asís, que era mariquita.

– ¿Mariquita? -Bianca frunció las cejas.

– Sí, homosexual… Antes no era así. Contra lo que pensamos hoy, la magia, la religión y la poesía eran parte de la vida de hombres y de mujeres. Desde el juego infantil hasta el primer contacto erótico con quien quiera que fuese… Desde el pensarse solas hasta saber que una forma parte del mundo… Entonces el mundo era de otra manera. -Se hizo un silencio atento que me obligó a seguir-. Quizá yo me he engañado a mí misma durante mucho tiempo… Hasta una época en que los hombres eran sensibles y delicados como mujeres, propensos a llorar y a ser artistas, propensos a los abismos, primorosos y desconfiados entre ellos; engalanados y presumidos, con largas melenas rizadas; muy dados a conversar junto al fuego en invierno y a reír de cualquier cosa…

– ¿Y cómo eran entonces las mujeres?

– Más maduras quizá, más dominantes… Lo que hoy llamamos «femenino» era para ellas un defecto… Ha habido tiempos en que los dos sexos eran a la vez pacíficos y femeninos, pero también destructivos y masculinos… No creo que nosotros hayamos nacido en el mejor momento. Ni en el más natural.

– ¿Por qué lo dices? -preguntó alarmada Bianca.

– Quizá porque hoy nuestros problemas son individuales, porque cada uno o cada una es un caso singular que cada uno o cada una tiene que resolver.

– ¿Quieres decir que hemos inventado el psicoanálisis? -Era Bianca, riéndose otra vez.

– O quizá algo peor: nos hemos enfrentado unos y otras. El sexo del hombre está claro, visible, agente y ostentoso. Y su función, también: su deseo y su oficio es penetrar. El sexo nuestro es pequeño, oculto y, sobre todo, doble: clítoris y vagina, actividad y pasividad, placer localizado y una especie de sexualidad total.

– En ese caso, yo habría elegido ser lo que soy: mujer -aseguró Bianca, mientras Nadia callaba-. Y bisexual -concluyó.

– Lo peor es que ellos nos llevan ventaja en casi todo lo que es el sexo… Es de eso de lo que yo estoy hasta el coño… -Como rompiendo una tensión, las dos soltaron una carcajada-. No, no es cosa de risa -añadí yo, también riendo-. El hombre crea y folla cuando se inspira, cuando está poseído…

– ¿Se necesita estar inspirada para eso? -preguntó, inquieta, Nadia.

– Se necesita haber sido poseída. Bien o mal, lo cual tiene cojones… -Caí en que barbarizaba, pero no me frené-. Tendríamos que llegar a la autoposesión, recuperar para nosotras ese pequeño y escondido espacio que el hombre avasalla, ese espacio interior… Tendríamos que conseguir encontrar en nuestro propio cuerpo la inspiración y el placer: al mismo tiempo… A mí no me ha resultado tan difícil. Por eso os dije antes que yo era autosexual.

– Pero hay algo mejor -los ojos de Bianca eran dos picardías-: utilizar el hombre a nuestro modo, como un consolador, cuando creamos que es más conveniente.

– No deja de ser un reto aceptable. Aunque no sé si da buen resultado siempre. Como consolador, el hombre es un poco rebelde: suele tener más fuerza que nosotras. -Di unos pasos sin rumbo.

– El secreto está en saber utilizar su fuerza en nuestro beneficio. Haciéndole creer que es en el suyo, por descontado. -La cara de Bianca era pura o impura malicia. Yo me volví hacia Nadia interrogándola con los ojos.

– Yo soy mucho menos complicada. Y más dócil. Prefiero ser utilizada si es que me gusta la persona que me utiliza.

– Egoísta por activa y por pasiva -la acusó, señalándola con el índice, Bianca. Entonces fui yo quien tuvo que reír.

Nos estábamos mirando las tres. Las acompañé en silencio hasta la puerta. Me besaron para despedirse.

– Hasta muy pronto -dijimos las tres al mismo tiempo.

Cerré la puerta. Y de repente me sorprendí a mí misma preguntándome a qué había venido esa lección de clítoris. Me negué a contestarme. Y me sigo negando.

Pero antes de volver a sentarme y escribir a rachas estos párrafos, recordé, también sin saber por qué, unos antiguos versos de Rosetti:

Ya estuve antes aquí,

pero cuándo o cómo no lo puedo decir:

recuerdo la yerba detrás de la puerta,

el dulce olor amable,

el suspiro, las luces en torno de la orilla…

No todo el turismo es en Venecia idéntico. Hay turistas expertos, turistas vulgares y turistas desdeñosos. Existen también los desengañados como yo. Y los apasionados, a quienes los venecianos palaciegos (que quieren casi a toda costa mudarse a un apartamento de proporciones humanas), después de inventarse sobre sus incómodos caserones, para salir de ellos, las más disparatadas leyendas, engatusan a yanquis millonarios o a advenedizos del dinero. En todo caso, Venecia es la gragea de Italia, su consomé, la concentración exagerada de todo lo italiano: como Sevilla y Córdoba y Granada al mismo tiempo, que ya es decir.

Aquí hay que andar a la buena de Dios. En ella, tires por donde tires, te pilla Ramírez. A primera hora de la tarde escucho una guitarra que suena a Albinoni. Es un muchacho esbelto y no muy limpio quien la toca. Está cerca del Sestier de San Polo. Esta ciudad es un producto barroco de la suma de todos los estilos y de todos los tiempos. En ella se amontona de tal manera el arte, o lo que sea, que cada persona ve una ciudad distinta, muchas ciudades distintas, cada día. Y las confunde todas, porque es vieja y engaña. Como la Celestina. Creo que disfruta despistando a las visitas. A mí no le es difícil porque voy enmimismada, y no hay demasiadas maravillas que llamen mi atención si es que me queda alguna. En el Sestier, una ventana exhibe unas peonías rosas y blancas. Siento predilección por el Campiello de San Giovanni siempre que no haya actos que, en lugar de fijar mi atención, me la enturbien. Si está vacío, me siento en la base de su torre descuidada, que yo creo que me gusta a mí sola. Luego me levanto y camino. Me encuentro con el Renacimiento en el Campiello de la Scuola Grande. El cielo, como un toldo impoluto encargado por la municipalidad, tiñe con una inmóvil luz las piedras…

Sigo por la calle del Ogio o del Carpentier, por el Ponte del Cristo, bajo las ropas tendidas a secar de la calle San Zuana, para acercarme, si es que no me pierdo, al campo de San Polo. Pero me pierdo como siempre. Me pierdo precisamente porque creo que conozco el terreno… Cerca del río de San Stin estaba el hotel donde nos alojamos, en nuestro falso viaje de novios, Gabriel y yo… Calle del Escaleter y calle Bernardo, un paisaje húmedo y sombrío siempre en reparación. Después de unos tanteos llego por fin al Campo de San Polo. En uno de los bancos medio rotos, una anciana de luto me mira un segundo sin el menor interés. Yo le pago con la misma moneda, bajo la luz tamizada por los almeces, las acacias y los castaños. Me siento en otro banco también deteriorado, donde hay escritos nombres, iniciales, alusiones y fechas: varias generaciones han dejado su huella. Un grupo de niños juega con una pelota grande. Se levanta una brisa amable y fresca. En este Campo, separadas por la iglesia del santo, conviven una cara noble y otra cara plebeya… Pienso en lo que no quiero pensar. Un momento después, por la calle de la Madoneta atravieso otro río. Pero retrocedo, porque me lleva al Puente Rialto y siempre lo he temido: hay demasiada gente que acaba por llevarte a donde tú no quieres. Allí, el miércoles, un portugués aproximadamente de mi edad me pidió que le firmara un libro mío. Era el que más amé y el que más odio, Los comensales, el último, el fracasado. Estuve por decirle que yo no era la autora, pero me pareció que su intención no era mala. Quizá leído en castellano por un portugués resulte algo mejor. O quizá el resultado no depende de la lectura sino de las intenciones del lector.