Una de mis iglesias predilectas es la de San Apolinario, que los venecianos, tan aficionados a afear todo cuando les viene en gana, llaman Sant Aponal, que tiene nombre de crema antihemorroides. Me encanta su campanile véneto bizantino. Es como un calendario: del siglo XI, restaurado en el XV. En la fachada, un Calvario, un Cristo resucitado, una virgen, la Oración en el Huerto, la Santa Cena, un Cristo en la columna, es decir, un arbitrario vía crucis. En la crestería, otro Cristo triunfante con San Juan y la Virgen. Y un medallón superior de la Madona con su hijo. Total, un disparatado terremoto. Entrañable, supongo, para quien tenga fe. Quizá quienes lo hicieron no tuviesen demasiada, pero amaban su trabajo y su arte. O su artesanía, que es casi más hermosa. Dentro ya, hay un rosetón de Cimabue, restaurado también, pero en 1583. Una, en Venecia, siempre espera que algunas manos experimentadas y piadosas la retoquen. Podría suceder en el momento menos pensado. Pero conmigo, no: yo estoy ya desahuciada.
Ser turista en Venecia es un mareo insaciable. Pero no serlo acaso sea peor; porque, al no tener cerrada la fecha de salida, corres el riesgo de caer en la adicción. Cambian tanto las luces que es fácil creer que, por donde has pasado muchas veces, es un lugar que tus ojos descubren por primera vez. Y eso a mí me obliga a desconfiar, me pone en guardia. He llegado a pensar que la municipalidad, con un cuidadoso registro de lugares y horas, coloca acordeones, pianolas, violines, viejos o viejas, niños jugando, vecinas dando voces o comentándote algo sobre otras vecinas… Ayer vi una señora muy mayor con un abrigo de pieles muy raído -hacía mucho calor- y un perro amarrado con una cuerda gruesa llena de nudos. Otra mujer, desde un balcón, me gritó: «La storia de questa dona e una tragedia continuativa.»
Pensé que, si le contaba la mía, podría repetirle lo mismo a quien viniera detrás de mí. Con toda la razón.
Yo me pregunto cómo a los venecianos, y a las venecianas aún más, les quedan todavía deseos de bromear y hablarles a los extraños sin reserva ninguna. Con frecuencia se escuchan fragmentos de conversación que nada significan: de paseantes sueltos, de alguien sentado a una mesa junto al ventanal de un bar, de vecinas que dialogan y manotean, con naturalidad y con largueza, de uno a otro balcón. El mismo día del portugués, desde uno de otra calle bastante concurrida, una mujer gorda y joven me contaba una anécdota de su vida. El marido, esa mañana, de una ojeada, con sólo contar los ojales de una camisa y los botones, y deprisa, se había dado cuenta de que le faltaba un botón. Aún tenía ella la camisa, bastante derrotada por cierto, entre las manos. Con orgullosa admiración me comentó: «Il mió marito e proprio matemático.» En realidad, esta gente vive una fiesta sin saberlo; quizá por eso me cae maclass="underline" vive una fiesta a la que yo no fui nunca invitada…
La sombra, que aumentaba casi insensiblemente, se empeñó en perseguirme: doblaba las esquinas tras de mí cuando yo me adentraba en cualquier callejón. Luego me pareció que me envolvía. Los peatones escaseaban. Por fin la sombra comenzó a precederme. La ciudad -lo que yo veía de ella: paredones desconchados, algún jardín ajeno a todo asomándose a un muro, los habituales puentes- anochecía. Los objetos, más delicados que bajo la luz, brillaban con una propina de resplandor final. Las piedras, más espesas y pesadas y densas, se hundían en lo oscuro como si hubiesen cumplido su dura jornada de trabajo diario. Las luces aún no se habían encendido. Daba la impresión de que la noche se resistía a caer…
La vida es como un día. Al principio parece interminable, aunque se produzca una muerte repentina; pero llega un momento en que se ve el final, aunque el telón se retrase en caer.
El otro día las chicas me dejaron de regalo un breviario de aforismos de Lichtenberg. Es muy curioso. Dice, por ejemplo: «Si de pronto ya no pudiera distinguirse a los sexos ni por la ropa siquiera, un nuevo mundo de amor surgiría.» Y «se recomienda pensar por sí mismo para discernir los errores ajenos…». En general yo he pensado mucho, mucho más de lo que he leído. Por desgracia dice también: «Es infalible señal de un libro bueno el que con los años nos guste cada vez más.» Menos mal que esto que escribo no es ni siquiera un libro y que jamás será leído. Luego se pega un tiro en la nuca: «El alemán nunca imita tanto como cuando quiere absolutamente ser original porque también lo son otras naciones. A los escritores originales de otras naciones jamás se les ocurre querer ser originales.» A mí ahora ni siquiera se me ocurre escribir.
He conseguido no escribir durante una semana. La culpa de esta recaída de hoy la tienen unas fotos que, maldita sea mi estampa, me traje sin darme cuenta en un bolso de viaje. Sólo a una descerebrada como yo se le ocurre moverse con semejante artillería: me ha explotado en las manos.
Simplemente mirar las fotos en las que voy creciendo me pone la carne de gallina. A cada una se le pone carne de lo que es.
No, no es que tengamos un cuerpo: ¿quién lo tiene, quién nos lo ha dado, quién puede reclamárnoslo, quién lo envejece a pesar nuestro? No tenemos un cuerpo; es que somos un cuerpo. Él, tan complicado y tan desconocido, es cuanto somos.
Cada día con mayor precisión, la ciencia puede localizar, sin posibles errores, el punto exacto del cerebro donde radican la verdad, la mentira, el placer sexual, la memoria, el atractivo, el celo… Nuestras actitudes, ideas y creencias, nuestras devociones proceden de la clase de vida que se nos da o que llevamos o que conseguimos. Es decir, son productos de la sociedad que nos rodea. Pero la condición más íntima, la condición estricta y peculiar de cada uno está en la sede de las neuronas, donde se desarrollan los procesos del conocimiento o cualquier otro del que dependa la toma de nuestras decisiones…
Yo veo estas fotos mías de niña, de adolescente, de desconocida jovencita, y, aparte de avergonzarme de ella y de cuanto la rodeó, me doy cuenta de que las cosas hubieran podido suceder de otro modo. Pues no, qué cabronada… La tragedia verdadera no es que las cosas o las personas desaparezcan bellas y jóvenes. O los ideales. O los sueños. La tragedia es que tengan tiempo de ajarse, de inutilizarse, de pudrirse. Porque somos, sí, un cuerpo: un cuerpo corruptible. Éramos pocos y parió la abuela.
No sé lo que les parecerá a los demás la suya: me refiero a su infancia, no a su abuela. Abuelos yo no conocí a ninguno. A mí mi infancia me parece lo contrario de un paraíso. La felicidad que se le achaca a la niñez es inventada. El ser humano necesita creer que, en algún momento, fue feliz; que en algún momento estuvo apoyado con firmeza y convivió con dioses familiares. Necesitamos creer que tuvimos una edad de oro. Como la Arcadia Feliz de la Humanidad, cuando no había ni vallas ni linderos separando propiedades privadas, cuando era común todo y disponible. A su imitación, el ser humano se inventa una infancia dichosa. Si pensáramos con detenimiento luego, como yo ahora ante estas putas fotografías, no nos recordaríamos felices. Mi infancia, al menos, no lo fue. La veo, desde ahora, con espanto. Con ella empezó el lío…