Quizá sobre todas las infancias cae un telón. Lo que nosotros pretendamos prolongar luego de la nuestra, o conocerla a fondo, será literatura. Y yo no estoy ahora para murgas. No tengo más que verme, con este babero de colegio y esta carita de pazguata asustada. ¿Se llama a esto una época fácil y sin preocupaciones y bonita? Pensamos que la niñez es un edén del que fuimos expulsados; no es así. La expulsión no es salir de la infancia, es salir de la madre. Que el niño deba llorar en el instante de nacer no extraña nada. Y no porque el llanto abra la entrada del aire en sus pulmones, sino porque comienza una acorraladora agresión que no va a concluir. Más tarde habrá momentos, muy efímeros, en los que el mundo y sus brisas, sus olores, las doradas mañanas o el rocío, sean para la piel una caricia. Pero no entonces. Entonces sale uno de una bolsa pensada para él y a su medida. Y sale hacia el gran enemigo, hacia la convivencia y el desastre. Tengo tal necesidad de romper estas fotos…
Se dice que el olvido y la esperanza son las muletas sobre las que caminamos. La esperanza es la fuente de la infelicidad; pero el olvido es la más precisa condición de la vida: «Sano está quien olvida.» Ella selecciona lo que debe recordar y lo que debe abolir para seguir su marcha. Por eso aquella soledad primera -la más radical, la más incomparable- no está presente luego. Al contrario, el adulto se empeña en identificar niñez y paraíso. Apenas reflexionase, comprobaría que no; pero su corazón se le resiste. Y su cobardía consigo mismo. Prefiere convencerse de que, en una época de su vida, al principio, en la fase más lejana, él ha sido feliz porque estuvo acompañado; más aún, estuvo envuelto entre pañales de ternura y de generosidad y de protagonismo. Prefiere estar seguro de que, en algún momento de su vida, él fue el rey: un rey irresponsable. Los mayores han olvidado, de forma subconscientemente voluntaria, su niñez. Se hacen de ella una idea artificial y poética: por lo que hoy ven, por lo que desearon, por lo que ahora desean. Se remiten a ella con frecuencia, se refugian en ella, y joden a los niños con sus ficciones, porque creen comprenderlos, porque creen que deben exigirles la manifestación y el reconocimiento de su felicidad: una felicidad que los niños no sienten. Ignoran, no quieren reconocerlo, que lo que nunca se vivió no puede revivirse.
Ignoro lo que fuese tal edad venturosa para los demás; para mí transcurrió en una noche oscura del alma, si es que existe algo así. Del alma y del sentido, como hablaban los místicos de su avidez y de su acidia. Quizá por eso se refieran con tanta frecuencia a la infancia; espiritual o no, me da lo mismo. Alguien lo espera todo de su dios -quien lo ha puesto en el mundo-y su dios se le esconde, enmudece, se hace ininteligible. Alguien alza los ojos a la divinidad, y ella no comparece: igual que en una encuesta, no sabe/no contesta. Es la Noche del Huerto. La noche en que Jesús, sólo hombre ya, le suplica a su padre y, ante su silencio ausente, suda sangre, cosa que tiene tela. Alguien, que depende esencialmente de otro en lo físico y en lo espiritual, es abandonado. En la infinita noche silenciosa, o peor, crujiente como ésta. Solitaria, o peor, surcada de presencias como ésta. Negra, o peor, iluminada por asechanzas y destellos, los de estas fotos hijas de la gran chingada… Abandonado el niño cuando más hambre o más necesidad tiene, entre monstruos feroces y riesgos incógnitos. Su dios está mirando hacia otra parte. Un día, al despertar y buscar con los ojos su benevolencia, y buscar con la mano el rostro que ama, no lo encontrará ya. No encontrará la boca que cantó nanas para que él se durmiera en los brazos que lo acunaban… Ésa es la puñetera historia. Lo demás son berenjenas en vinagre.
A partir de ese instante le asediarán las mortales ideas de la preterición, del abandono, de la contingencia. No volverá a recuperar su trono. Ha sido apeado de él. Lo abandonó su dios, que atiende otros quehaceres. Luego él era un quehacer más, no el absoluto, no la tarea única, no el dios para su propio dios como él creía. Si algo no sacara al indefenso de tal desolación; si la esperanza, si el olvido no fuesen los aliados de la vida -la primera, una aliada sólo anestésica-, si el niño o la niña supiesen qué es la muerte y cómo conseguirla, en ese instante se suicidarían. Su viaje ya ha perdido, recién inaugurado, toda su explicación, todo su norte… Pero el ser humano está hecho para el olvido de lo que ya es pasado y para la esperanza de lo que acaso pase, hecho para engañarse y consolarse… Cuando crezca, comenzará a creer que su infancia fue un concurrido paraíso. O quizá todo eso ocurra sencillamente porque cuanto viene después es aún peor.
La niña cateta y escuchimizada que veo en esta cartulina, por esa época, se miraba, a escondidas de todos, ante el armario del dormitorio de sus padres, en el único espejo de cuerpo entero que había en aquella pobre casa. Se abría el delantal, se bajaba las bragas hasta los calcetines, se miraba esa zona secreta del sexo, que nadie podía ver. Esa niña fue la que descubrió, en las primeras horas de una tarde de verano, después de un meticuloso plan de acecho, por una rendija entre las puertas, a su padre quitándose el uniforme. Lo iba dejando encima de la cama de matrimonio. Recogería luego el pijama para estar más fresco. Pero durante unos segundos permaneció desnudo. Y es esta niña quien vio su extraño sexo, más complicado y bonito que el suyo, su pecho con un vello bien distribuido, su vientre liso, sus costillas marcadas, sus anchos hombros y su cintura escurrida, sin caderas, hacia los muslos largos…
¿Deseó aquel cuerpo la niña? Ahora ya no lo sé. Pero creo que, en vez de desearlo, la niña deseó pasivamente ser deseada; que aquel miembro, omnipotente y recio, la dominase y la envolviese. Cada vez que su padre la besaba, desde ese día, ella lo recordó desnudo, y le correspondió de otra manera: una manera que él, con cierta sonrisa imperceptible, parecía comprender. Su padre era un hombre, o por lo menos un guardia civil, guapo, como está en esta foto: de nariz recta, frente ancha, boca gruesa y barbilla altiva… No me extraña que mi madre lo adorara y se desentendiese un poco de todo lo demás.
Se nota mucho en esta foto de ella. Su desgana, su desánimo ante las cosas. No tenía demasiado entusiasmo por vivir: era la esclava del señor. Descuidaba la casa; sentía el cansancio de la casa, que no era grande, y de los hijos, que éramos sólo dos. Quizá consistiera en algo físico: una debilidad, una enfermedad que no tuvo diagnóstico. Quizá era algo moraclass="underline" un pesimismo o un presentimiento de lo que iba a pasar, una pasión del ánimo. No tomaba partido ante ningún dilema. Quizá conocía la probable infelicidad de su marido, quizá la imaginaba y se la atribuía a sí misma, o no se consideraba bien correspondida, o preveía el alejamiento de los hijos, o alguna muerte próxima, porque de todo hubo…
Conmigo no se llevaba mal, como con una cómplice en la que ella pudiera descargar una responsabilidad, la de estar viva, que era incapaz de sostener. Había horas en que se dejaba invadir por un abatimiento imposible de superar. Se le notaba el peso sobre los hombros… De vez en cuando, por el contrario, reía con una risa muy joven y muy clara. Y aún quedaba la risa por el aire, cuando su dueña estaba ya asombrada por haberse reído: como escandalizada por haber cometido una falta que había de reprocharse. Y entonces perseveraba un tiempo con los ojos perdidos, plegados aún los labios, con las manos cruzadas encima de la falda, como pidiendo un poco de perdón…
No la recuerdo apenas sino con trajes negros. Como está retratada aquí. Alguien, no sé quién, sacó la foto. Un primo mío quizá. Y ella antes pidió permiso unos minutos para cambiarse de ropa, porque estaba vestida con una bata azul claro. En seguida bajó con su traje negro. Mi padre la miró sin sorprenderse; luego me miró a mí. Yo le sonreí, y él me correspondió encogiéndose de hombros. Como si entendiera lo que yo no entendía: la relación entre mi madre y yo. Yo la amaba y la odiaba: en realidad cualquier relación de amor tiene esa duplicidad. Quería ser ella y a la vez me avergonzaba de ser mujer. Para las dos había un hombre sólo.