Yo -no quisiera escribir esa palabra- era simplemente un horror. Mi hermano, una preciosidad. Todas las visitas daban a mis padres la enhorabuena al verlo. Lo ponderaban. Lo piropeaban. Mi padre fruncía el entrecejo:
– Un hombre no tiene que ser guapo.
– Pues tú lo eres -le decían las mujeres en voz baja, echándole a él la culpa.
Yo sabía lo que sucedería después. Me miraban, callaban un instante, y decían deprisa:
– Bueno, esta niña también tiene unos ojos muy bonitos.
Yo aprendí en seguida dos cosas: que el adverbio también puede difundir un desastre irremediable, y que todo lo que no fueran los ojos lo tenía feísimo.
Mi madre, detrás de mí, para protegerme me ponía sus manos en los hombros. Mi padre, frente a mí, fruncía los labios en un beso. Y yo quería siempre, con o sin visitas malintencionadas, con o sin familiares despectivos, ser no sólo sencillamente guapa sino maravillosa. O sea, que se esmeraron mucho en educarme mal.
Despliego la pequeña colección de fotografías. Son un sobre abultado, al que nadie se le ocurrió nunca ordenar en un álbum. Las fotos familiares de la época eran fotos en que las mujeres miraban a lo lejos, como esperando a alguien que no iba a venir nunca, con una mano falsamente recogida en la cintura y otra subiendo a la garganta. Con un aire -eso lo entendía yo muy bien- de aristócrata que trata de disimular su sangre azul, es decir, son fotos que retratan lo contrario de la realidad. Y en mi caso, mucho más aún. Yo en ellas intentaba reflejar el desdén que me producían esa postura y esa foto de pueblo. Quería simular un me fastidia y el deseo de que aquella tortura concluyese, cuando sucedía precisamente lo contrario: yo me moría porque me retrataran. Para eso había estado posando toda la vida. Toda la diminuta vida. Poniendo cuerpo y alma en reflejar no lo que había allí, sino lo que yo ansiaba que hubiera habido: una princesa, una actriz, una niña bellísima rubia en aquel corral maloliente, o cerca de aquellos aldeanos, despreciando a las personas que estaban a un lado y a otro míos, con facciones apretadas e insensibles… Desterrada, eso es: desterrada en aquellos poblachos y en aquella casa cuartel… Secuestrada en ellos… ¿Me gustaría saber ahora qué opinaban de mí quienes se retrataban conmigo? No ahora, en que supongo que estarán deslumbrados, pregonando que ya entonces adivinaban mi porvenir brillante, sino entonces. Entonces, ante esa cursi, ante esa impertinente huelepedos, ante esa niña estúpida que, con sus facciones de campesina como ellos, pretendía darse aires de grandeza. Ante esa subnormal que, con su actitud, ofendía a todos los de su alrededor… He llegado a la conclusión de que todos, mujeres y hombres, tenemos dentro un ejemplar gordo, bajo, aburrido y ridículo, al que sólo los más afortunados pueden impedirle salir toda la vida. En general, antes o después, sale y nos monta el número.
De esta foto que tengo ahora delante recuerdo que, para que me la hicieran y salir bien en ella, me tuve que poner una colonia, como si el olor fuese fotografiable, prestada por una niña. Supongo que se la habría birlado a su madre, que vivía también en la casa cuartel del Todo por la Patria. Y recuerdo que mi padre arrugó la nariz cuando se inclinó para besarme.
– ¿A qué hueles? -me dijo-. A tu edad las niñas no se ponen en el pelo esas porquerías.
– Déjala. -Mi madre hablaba en voz muy baja-. No tendrá muchas ocasiones de perfumarse en su vida.
En la foto estoy con la mirada inencontrable. Parezco una pésima cómica francesa de la segunda mitad del XIX: lo pienso ahora. Me veo tratando de improvisar una postura naturaclass="underline" la mano derecha en la cintura, como desmayada, un gesto muy de asco, una expresión despectiva por el mundo entero, no sólo por la humilde casa cuartel y los cuatro geranios de su patio. Y la inútil esperanza de que el fotógrafo, que era el padre de la niña de la colonia, hiciese una obra perfecta y a mi gusto. No fue así; el resultado, en blanco y negro, es borroso y no entra en detalles por fortuna. La boca, con la fingida sonrisa muy de vuelta de todo, es una triste mueca. Yo parezco contrahecha y medio tonta. Sin embargo, entonces, cuando la vi unos días después, me pareció una imagen seductora. Debía de tener mucha vida interior incomprendida. O, al menos, eso pensaba yo, que intentaba compensar con gurruminos artificios mi falta de atractivo. Tendría once años o doce: mala edad. La poca gente con la que nos veíamos -no nos relacionábamos mucho, la verdad- solía fijarse en mí, y comentar, en voz baja, alguna cosa. Y suponía que era su impresión aprobatoria y admirada. Me equivocaba por supuesto: me encontrarían sencillamente rara, algo de todas formas no ajeno a mi intención. Una pobre niña estirada e insólita, sin el menor motivo para ser estirada y con muchísimos para ser insólita. Ahora sé -ya no me ruborizo- que las risas apenas reprimidas y las frasecitas en tono menor, que atribuía yo entonces a mi encanto, eran la lógica reacción ante el ridículo espantoso que hacía constantemente.
– ¿Qué le pasa a su hija?
– Nada que yo sepa. ¿Por qué lo dice? -replicaba mi madre.
– Porque parece que le deben y no le pagan.
Había, sin embargo, personas más explícitas.
– Esta niña es una meona -afirmó convencido un niño de mi clase. Y aquello me dolió.
– No, peor: es una pobre mema -aclaró otro. Y aquello me dolió más todavía, sobre todo porque se largaron dándose uno a otro empujones y soltando carcajadas.
Un par de meses después, casi al finalizar el curso, el que me había llamado mema no pensaba lo mismo. Me pidió que fuésemos juntos, solos, a la feria, para montarnos, acaso de la mano, en algún cacharro o entrar en alguna atracción de las que daban miedo y provocar así una proximidad acentuada. Fuimos. Yo, imaginativa y abundante, necesité convencerme de que me amaba. «Teníamos once años / y la palabra abril significaba / igual para los dos», pensaba yo, como lo escribió una vez, qué potra, Antonio Gala.
Él tenía un dinerillo ahorrado, y me invitaba a todo. Me invitó hasta a una horchata. Al pagarla, un golfillo que había junto a nosotros en el mostrador alargó la mano y le quitó un duro de la vuelta. Mi enamorado, que se llamaba Ambrosio, se lo exigió sin levantar la voz:
– Dame mi duro -dijo.
El otro ya se alejaba riéndose. Mi compañero fue tras él como un mendigo, o eso me pareció.
– Dame mi duro -repetía con la mano tendida. A mí me dejó sola en el puesto de las horchatas. «Dame mi duro, ladrón, dame mi duro», escuchaba cada vez más lejos… Comprendí que no me amaba. Si me hubiese amado, agarraría al ladrón por el cuello, le partiría ante mí, en honor a mí, la cara. Para lucirse como mi caballero fuerte y valiente delante de su dama… No; no lo hizo. Yo me fui sola de la maldita feria. No volví a dirigirle la palabra.
Ahora sé lo que era: una fantasiosa desacertada. No sé si fue entonces o algo después cuando me colocaba sombreros de mi padre, que me sostenía con un moño para que no me tapasen los ojos. O faldas antiguas de una tía muerta muy joven, que nadie se había atrevido a colocarse por pasadas de moda y por ser de una muerta. Consideraba la vida como un permanente carnaval. Gracias a que de todo eso no quedan testimonios en esta colección de fotos familiares y, por tanto, aburridas… En realidad, mucho de cuanto escribí después tiene una relación con eso, con ese fingimiento, con esa mascarada: no quería ser yo. Aspiraba a envolverme, a forrarme como un libro, a ocultarme tras apariencias inventadas… Y cuanto he escrito me parece ahora falso, porque me estaba falseando yo. Lo que sucedió es que los demás, Gabriel Roelas incluido, y también yo por añadidura, preferíamos al nuevo personaje, más llamativo y recompuesto, y respetábamos más a la ficción que a Asun Moreno Morales, que era gris y aburrida como ellos y más redicha que ellos. Preferíamos ya a la futura Deyanira Alarcón, deslenguada y de vuelta, una declasee a la inversa y voluntaria. ¿Cómo no se preguntaba nadie por qué camino se puede ir a menos cuando se viene de la nada? Una declasee auténtica sólo lo puede ser cuando la preceden cinco generaciones opulentas. O a lo peor aquello fue todo una cuestión de marketing. O se dejaron de veras engañar. No lo sé ni me importa. Ya no quiero saberlo. A ellos los cegaba una luz artificial, eléctrica para mayor humillación, que se interponía entre su mirada y la realidad; entre la literatura verdadera, si es que hay alguna que lo sea, y ellos.