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De ahí a inventarme un pasado y otra vida no hubo nada. Una familia nueva, una niñez, una falsa y alta posición social que me aburría por ser de nacimiento, una esmerada educación…, es decir, inventármelo todo. Que mi vida fuese mi primera obra de imaginación. Sustituir cuanto me disgustaba. O sea, me puse también por dentro la ropa de mi tía Eusebia, pero con otro nombre, con firmas de modistos, más ajustada, más recargada. El ensayo ya lo había hecho de pequeña. O mejor, de pequeña no había hecho otra cosa que ensayar. Pero todo a la medida de otra, tan falsa ya como mi tía y mi padre y mi madre imaginarios. Ahora ya no sé si lo siento o no lo siento. Ahora es que ya no sé quién es la verdadera. Desde luego yo, no. Ni falta que me hace.

Mi hermano, el guapo de la casa, que era compañero de los niños burlones, se avergonzaba un poquito de mí. O quizá más que un poco. Se llamaba Óscar, no sé por qué, aunque era el nombre que yo le hubiese puesto. Mi padre era José Moreno, y era sargento; mi madre, María, por descontado. Yo, tampoco sé por qué, Asunción. En cuanto pude me lo cambié por el de Deyanira. Un nombre que leí en un libro de mitología clásica. Estaba en la biblioteca pequeña del colegio y nadie lo había abierto jamás.

En esta foto estoy con otro chico de la casa cuartel. Éste quería ser guardia como su padre. Era rubio, con labios muy dibujados y nariz corta. No demasiado alto. Yo deseaba con ardor que me besara, pero él no parecía dispuesto a darse cuenta. En la fotografía lo miro con arrobamiento -tampoco se dio cuenta- mientras él, con el ceño fruncido, está impaciente por darle una patada a la pelota que sostiene en las manos. O quizá a mí.

Una tarde del mes de marzo, lleno el pueblo ya de olor a azahar, de ensayos de la banda para Semana Santa, de cielo terso y de una luz tan clara como si no existiera otra cosa que ella, me decidí a asediarlo. No sé cómo había conseguido que me acompañara a comprar algo al pueblo, a doscientos o trescientos metros de la casa cuartel. Él me miraba actuar, hablar, gesticular y reír de repente, con ojos sorprendidos. Al principio, después ya se asustó. No pude prolongar mucho el paseo. En cuanto comenzó a declinar el sol por los eucaliptos de la orilla del río, salió corriendo sin despedirse siquiera. Se llamaba, o se llama, Gonzalo, lo mismo que su padre y que el general Queipo de Llano. A mí su nombre me parecía aristocrático. A él, no. Ni yo.

– No está bien de la cabeza -le dijo esa noche a su madre-. Esa niña del sargento Moreno está como una chota. Yo creo que se ha querido reír de mí. Eso por lo menos. Pero anda, que va lista.

Aquel día, para atraerlo más, me había puesto un traje lleno de perifollos. Había conseguido que mi madre me lo hiciera con cuatro o cinco retales variados, en contra de la voluntad de mi padre, que me había prohibido ponérmelo.

– María, la niña tiene pendiente de ella a toda la casa cuartel.

– No se lo digas, Pepe, o no tendrá arreglo nunca… Es una niña, tú lo has dicho. Quiere ser ya una mujercita y presumir. Ya se le pasará.

Ninguno de los dos sabía nada de mí.

En el colegio, en Lengua, era yo la primera. Escribía vagos y soñadores poemas de amor en prosa. Eran una copia de Rabindranath Tagore, traducido por Zenobia Camprubí y rehecho a la manera de Juan Ramón Jiménez, es decir, un duermevela. Las ciencias, sin embargo, no se me daban bien: tenía que aprenderlas a fuerza de memoria, sin entender qué era lo que decía. Me parece.

– ¿Qué va a hacer con su vida? -se preguntaba mi padre, que era la personificación de la normalidad.

– Lo que quiera. O lo que la dejen. Como todas, se casará. Será una desgraciada. Se llenará de hijos… Qué sé yo.

Yo estaba escuchando a mis padres desde el pasillo a través de la puerta que habían dejado abierta.

– ¿Eres tú una desgraciada? ¿Te has llenado de hijos?

Mi padre había levantado un poquito la voz. Por la forma de sonar sus últimas palabras, supuse que mi madre le tapaba la boca con la mano. Oí su risa breve y la envidié. A pesar de que, con su luto perpetuo y su melancolía, me avergonzaba algo. Quien me enorgullecía era mi padre: el jefe, el que mandaba, el justo. Incluso después de pasar lo que pasó. No, después más todavía. De momento consideré a mi madre una obtusa desagradecida, que no se daba cuenta de lo que tenía al lado.

Un día en que mi padre no almorzó con nosotros porque algo sucedió en la capital, que era Málaga, mi madre, en la cocina, dejó de repente de fregar la vajilla y, sin secarse las manos, se llevó una a la mejilla en un gesto muy suyo, se pasó un dedo por la ceja, y me dijo mirándome a los ojos:

– Ojalá seas más feliz que yo… Yo ni siquiera he sabido morirme a tiempo. Y eso es lo peor que nadie puede hacer.

No entendí nada entonces. En casa se hablaba muy poquito. Cuando supe que a los niños no los traía la cigüeña, con lo cual tuve un alegrón porque las cigüeñas me parecían horrendas, me pregunté cómo habíamos sido concebidos mi hermano y yo. No encontraba respuesta. Ahora veo una foto de mis padres el día de su boda. Mi padre, de uniforme, en pie, con el tricornio en el brazo derecho; mi madre, de negro, con velo blanco y una coronita de azahar, sentada en un sillón incomodísimo. Están guapos los dos. Pero mirando al frente, como si no tuvieran que ver uno con otro… ¿Cuándo se besaban? Cuando se abrazaban, ¿qué se decían? ¿Por qué disimulaban delante de nosotros? ¿O no disimulaban y eran así de secos siempre?

Hay una foto para algún carné de familia o algo similar. Mis padres y mi hermano están catetos pero naturales, como eran. Mi padre con su tricornio encasquetado, mi hermano como si no estuviera, mi madre con la raya en medio y el pelo recogido, con una cara desvaída, prescindible, casi inexistente. Y los tres deseando terminar cuanto antes. Pero yo, por el contrario, encantada y pretenciosa: más cateta por tanto que ellos tres. ¡Deyanira! Mira que el nombrecito… Ahora mismo recuerdo que, la tarde de esa foto en la capital, un perro grande aullaba sin consuelo cerca de donde estábamos. Estuvo aullando sin cesar, todo el tiempo que duró aquel posado.

– Es que ha muerto su amo -dijo el fotógrafo.

– Lo sentimos muchísimo -dije yo de todo corazón. Sin venir a qué y con un ribete de superioridad. Quizá porque nosotros no aullábamos. Mi padre me miró, volviendo la cabeza, con ojos extrañados.

Aquí está con nosotros, con mi padre y conmigo, el tercer guardia de la casa cuartel. Yo no tendría ni diez años. O quizá sí, más: sigo quitándome años. Él me miraba mucho. Y yo, sin saberlo del todo, sabía muy bien por qué. Cuando me preguntaba algo delante de la gente, nunca le contestaba. Si nos encontrábamos a solas, solía salir corriendo. Lo detestaba. Me producía una repulsión parecida a la que sentí una vez que el tonto de mi hermano, con la mano cerrada, me dijo:

– Voy a hacerte un regalo. Tómalo.

Y me puso un sapo en mi mano extendida. Grité tan alto y durante tanto tiempo que mi padre tuvo ocasión de reírse, de reñirme, de volver a reírse de mí, de mandarme callar a voces más grandes que mis gritos. De cogerme en sus brazos y apretarme y besarme y darle un pescozón a Óscar… Pues ese mismo asco me daba aquel imbécil.