– Ya tienes una edad, Asun. ¿Cómo va todo? ¿Funcionan ya las cositas como deben?
Y me buscaba los ojos con los ojos e intentaba acariciarme. A mí me daban arcadas. No sé qué hacía con nosotros esa tarde. Nos retrataron por la calle, en Málaga. Habíamos ido en un autobús, sentado él a mi lado. Me rozaba como si no quisiera. Yo le daba la espalda mirando por la ventanilla los campos de naranjas y limones, con los montes al fondo, suaves y redondeados como en un nacimiento. De pronto me cogió una mano. Di tal alarido que estuvo a punto de pararse el autobús. Mi padre se volvió.
– He creído que íbamos a atropellar a un perro, niña. -Yo miré a aquel hombre con tal odio que enrojeció. El hijoputa se llamaba Alipio. Por si era poco. Y era feo de cojones.
Sin embargo, el nombre que mejor recuerdo de aquellos tiempos, que a mí entonces me parecían siglos y ahora minutos, es el de Eugenio. Tenía unos pocos años más que yo. No puedo decir si era o no guapo; sé que me amaba o eso creía yo, y también que le correspondía. Vivía en el pueblo de mi madre, donde fuimos a pasar algún verano. Estaba en Extremadura, y era un lugar callado y apacible. O quizá triste, no sabría decirlo. Eugenio, también. Me miraba a hurtadillas. Si yo lo sorprendía mirándome, desviaba los ojos, o sonreía con una especie de dulzura involuntaria que a mí me emocionaba. Al principio lo trataba con cierto menosprecio: yo era andaluza, hija de un guardia con graduación, escribía a la chita callando, tenía una forma de ser distinta a la de los otros… Luego me fui haciendo asequible. Salíamos con mi hermano hasta que, pasado el calor, la tarde declinaba de una manera muda e inexplicable. El era huérfano de madre, y su padre parece que bebía demasiado. Recuerdo que, después de acompañarnos a casa de mis tíos, desde el piso de arriba, antes de bajar para la cena, me asomaba a una ventana que daba casi al campo, sin encender la luz, y veía a Eugenio, apoyado el pie izquierdo, con la pierna doblada, contra una tapia casi derruida, mirando a esa ventana. Y, después de cenar, volvía a asomarme, y aún Eugenio estaba allí, en la misma postura. Yo sentía una agitación muy especial. Pensaba que, si no hubiese estado todavía allí, yo me habría muerto. Era dada a inventar y fantasiosa, ¿qué le íbamos a hacer? Eugenio murió a los diecisiete años, nunca supe de qué. Fue el primer chico al que di un beso.
En la fotografía que tengo aquí delante, y que sacó mi hermano, estamos los dos solos. Él me enseña a hacer aquello de lo que se sentía más orgulloso, por lo que le tenían envidia los muchachos del pueblo: tirar piedras al agua. Piedras que se deslizaban dando saltos de rana: tres, cuatro, cinco… Muchos años después supe que ya se jugaba en Grecia así y que su nombre era epostracismo. A mí me parecía al mismo tiempo una idiotez y un prodigio. Las que tiraba yo, se hundían de un modo irremediable y sordo. Yo comencé a admirarlo por esa habilidad, que me brindaba sólo con los ojos, como el novillero que brinda la muerte de su toro a quien ama. Cuando yo fracasaba una vez y otra, él no se burlaba nunca de mi torpeza. En la fotografía yo estoy lanzando una piedra, que él había elegido para mí, bajo su mirada alentadora. O eso creo. No sé si estoy inventando o suponiendo. Sé que todo aquel verano tuve la hermosa certeza de ser amada, respetada y venerada por alguien que jugaba a la rana, la chata, la raya, la coca, las chavas, las tejas, o como se llame ahora ese juego en cada sitio, mucho mejor que nadie.
Luego, cuando de forma casual me enteré de que los hermosos efebos de Grecia se divertían del mismo modo ante la mirada de los sabios amantes (una mirada de condescendiente superioridad quizá, pero subyugada por la posición de los brazos y las piernas, el giro repentino, el veloz lanzamiento que estiliza las formas deseadas), caí en la cuenta de que yo, sin saberlo entonces, me comportaba igual ante Eugenio…
Y también he sabido que los físicos, hoy, han estudiado con detenimiento tal fruslería: la utilización de piedras planas y redondeadas, el tiro enrasado que las haga girar sobre sí mismas, el hecho de que, cuanto más gira la piedra, más estable es y más rápida va y más posibilidades tiene de rebotar un mayor número de veces. Y he aprendido, por desgracia muerto Eugenio ya, y acaso como un inconsciente homenaje, que el ángulo ideal que ha de formar la piedra con el agua debe de aproximarse a veinte grados y no superar jamás los cuarenta.
Y que, para una piedra de cinco centímetros, la velocidad ha de ser de un metro por segundo; y que el tamaño no influye en el acto físico del rebote, pero sí en la velocidad, y que, cuanto más deprisa gire la piedra, mejor rebotará: por eso el movimiento rápido de muñeca que me enseñaba Eugenio es esencial para que la piedra golpee el agua paralela a ella…
Y recuerdo a Eugenio en aquella casi noche en que yo lo besé y él se dejó besar y yo corrí y él me alcanzó después de superar su sorpresa y me adelantó y se volvió de pronto y me tendió los brazos con los ojos muy abiertos y me asió por los míos y me besó en la mejilla izquierda y luego echó a correr como un loco de atar ya desatado…
Ni que decir tiene que sigo sin saber jugar al epostracismo. Jamás he intentado aprenderlo. Me ha sucedido siempre igual con todo. El milagro de conducir los rebotes de una piedra no era un milagro: no hay milagros aquí en ninguna parte. Y el que más se aproxime muere de muerte prematura.
En la infancia siempre hay una mañana en que parece que se entreabre un resquicio y asoma como un atisbo del futuro. Así supe yo que tenía que escribir. No, no que me gustara, ni que pensara que sería ése mi modo de vida, ni tampoco que lo considerase esta vez elegante y distinto, ni que fuese mi modo de salir del pozo en que me parecía haber nacido: un pozo lleno hasta arriba de estrechez y escaseces que marcan para siempre… No, más bien como otro sueño que tuve, no despierta como aquél, no hace mucho, ya en mi plena desgracia. Un sueño plácido, bondadoso, lleno de resplandor, de una felicidad ultraterrena y jamás presentida. Son regalos que la vida te hace, probablemente para compensar, o acaso para joderte más cuando salgas del sueño y veas la sangre empapando tu almohada.
No sabría decir ahora cuándo se abrió esa puerta enigmática que da a una habitación llena de cadáveres como en el cuento de Barba Azul. Porque para mí escribir era contar dolores, sólo dolores y desasosiegos. Esa idea me asaltó en forma de deseo de hacer algo yo sola. Sola y a solas: tiene mandanga el gran proyecto. Quizá intuí que toda vida, para ser verdadera, tiene que dirigirse a algo o a alguien… Algo secreto que no necesitara compañía de nadie ni aprobación de nadie. Algo que me volvía hacia mí misma, fuera de la pobretería que cada vez resultaba alrededor más evidente. Necesitaba irme, volar, salir. Y escribía mis idioteces de noche, entre mosquitos y ladridos de perros, que eran mi única verdadera compañía. Una hija de un guardia civil, ¿a qué otra cosa podría llegar más que a maestra de pueblo si es que se decidía a vivir por ella misma con decencia? Salvo que se dedicara a ser criada…
Mi adolescencia fue terrible. Como todas. Pero la mía, más. (Claro, no podía ser de otro modo: yo soy el centro del orbe. Qué equivocada estaba y sigo estando.) Todavía escucho -ahora como si tuviera puestos unos tapones de cera en las orejas- los gritos de la casa cuartel, las peleas y reproches entre las vecinas por cualquier incidente, los escándalos a causa de lo malo o de lo bueno que sucediera, los chismes y las aviesas miradas… Una noche, en mi cuarto, a solas y en voz alta, me juré que mi vida no sería así. Aunque tuviera que matar, que venderme, que prostituirme, que traicionarme, que vivir aparte como una leprosa para siempre… No, no quiero pensar en todo aquello.