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Recuerdo, sobre todo, los veranos, porque entonces los encontraba inusitados, y lo eran. Y, no obstante, ahora me parece que todos formaban un solo verano interminable, lleno de eras y de parvas, de bieldos que aventaban la paja sobre el grano. Con unos mediodías demasiado deslumbrantes y unas noches muy breves. Ya no distingo bien entre lo sucedido y lo inventado a través del recuerdo: nunca lo he distinguido. Todo parece un letargo muy largo y a la vez repentino, irrespirable casi, del que no debería haberme despertado… Y evoco cosas mínimas: una mancha sobre una alfombra en una casa que no era la nuestra; yo la contemplo sin poder despegar los ojos de ella, mientras me están riñendo. Creo que soy la causante de la mancha. Es la hora de la siesta. Yo prometo limpiarla. Mis padres, que debían de ser quienes me reprochaban, desaparecen. Mientras, de rodillas, froto con agua tibia la alfombra, que era sólo de esparto, escucho unos extraños gemidos. Vienen desde la habitación donde duermen mis padres…

O evoco una noche, en que todo se había reducido al blanco y al negro. Y en la que alguien gritó.

O recuerdo el tozudo acoso de un tío mío, que me mira los pechos aún casi lisos con ojos muy abiertos y una respiración que se acelera. Y yo, asombrada y fría, observándolo; dando un paso hacia atrás cuando alarga las manos grandes, con gruesos dedos de uñas ennegrecidas… No sé si esto es verdad. O turba mi memoria un anochecer junto al mar: el rebalaje en medio de las olas, la retirada del agua, su retorno sobre la arena empapada. ¿Las olas son el mar, me preguntaba, o el mar es sólo lo que apenas se mueve? «La mer, la mer, toujours recomencée», que luego, muchísimo más tarde, leería llorando, como una maribobales.

Y, por encima de todo, recuerdo un sentimiento permanente -o así lo veo ahora- de soledad. Cada noche, mi padre me mandaba al piso de arriba a buscar su arqueta de tabaco de picadura, que él mezclaba y liaba al terminar la cena. Yo subía, no sé si con miedo, cantando en voz bajita. Sola, absolutamente sola, olvidada de todos, dando las luces, alargando la mano a los interruptores con la certidumbre de que mi mano tropezaría sobre ellos con otra mano muerta. Y me liberaba, pero casi me decepcionaba, no encontrarme con ella. Envuelta en mi manto de soledad, demasiado grande para mí, que arrastraba por la escalera, subía y cogía el tabaco y regresaba al comedor y tropezaba con una interrogación en los ojos de mi padre: ¿qué quería decirme? Cada noche. Todas las noches hasta que sucedió lo más terrible.

Hablo de una soledad no siempre imaginada, no interior siempre. Un agosto, en un pinar de un pueblo de Segovia, donde vivían unos primos lejanos de mi madre, me quedé yo olvidada no sé por qué, ni cómo, ni de qué manera. Era muy pequeña. ¿Cómo pudo suceder eso? Oigo ahora, igual que entonces, el sonido semejante al de un retal de seda que se rasga, del vuelo de una torcaz. Casi me dio en la cara… Y la infinita espera, sentada contra el tronco de un pino, debajo de una cazoleta de barro que recogía la miera, la resina manando gota a gota de una herida hecha aposta. Me dormí mientras la noche invadía, de tronco en tronco, toda la pineda, mientras se acomodaban aleteando las palomas… Me despertaron por fin los gritos de quienes me buscaban. Tendría yo cinco años. Soñaba algo agradable. Me acuerdo, más que nada, del fastidio del ruido, la interrupción tan brusca del silencio y del sueño, el alborotado reproche de las palomas… Volví a cerrar los ojos y me dormí sobre el hombro de mi padre. Por eso deduzco que tendría cuatro o cinco años. Nunca volvió nadie a hablar de aquella pérdida, de mi extravío. Se trataba de una cosa sólo mía: no lo habría consentido yo. Después he escrito tanto de tantas cosas que eran tan sólo mías, que, en primer lugar, han dejado para siempre de serlo; en segundo lugar, ya lo confundo todo: no distingo lo que es real de lo que yo he agregado. De ahí que no hace mucho llegué a la conclusión de que, quien está solo, está también muy mal acompañado.

Eso me trae a la memoria un pequeño milagro. Alguien, no sé quién, trajo a un estanque chiquito que cavaron no sé por qué en el patio de la casa cuartel, un pez de color rojo, del tamaño de una mano mía, e incansable. Un año entero poco más o menos dio vueltas solitario dentro de aquella rústica pecera. Mi hermano y yo le echábamos no sé qué porquerías para que las comiese. En verano, en una acequia que bordeaba la casa, encontramos otro pez del mismo color rojo y más pequeño. La acequia hacía una curva leve y se apresuraba, al llegar a ella, la corriente. El pez se resistía mordiendo con sus dientecillos invisibles el verdín de la pared, como si adivinara que allí estaba su destino y traspasar la curva era encontrar la muerte. Mi hermano y yo no dudamos de que era una hembra. Y que había sucedido un milagro; ¿qué pintaba un pececito de color en una acequia agraria? Se la llevamos al estanque, como un regalo, al pez más grande, que no se comió al chico. Al revés: se juntaron allí dos soledades, que desaparecieron al juguetear una al lado de la otra. Parecían besarse, darse la bienvenida y girar alrededor de su encuentro, manifestar su recíproco gozo… Pero no existen, yo lo he sabido siempre, los milagros. Aquel invierno, en el campo, fue terrible. Sucedió lo que nunca: se heló hasta el agua del estanquito de palmo y medio de profundidad. Murieron los amantes. Cuando lo descubrí, supe lo que yo intuía de antemano: así iba a ser porque tenía que ser. El milagro había sido una traición… Ni se me ocurrió pensar en el regalo de la compañía…

***

Creo que debería reflexionar, es decir, escribir, que para mí es lo mismo, sobre la actitud que aquella niña tenía ante el sexo. Parece imposible que ella fuese mi primera edición. No me reconozco de ninguna manera en lo que me viene a la mente; pero sí debo reconocer que ella era así… Un momento: si lo pienso bien, en algo no he cambiado. La inmediatez y la sinceridad de Asun Moreno siguen siendo las mías. Ella se recreaba, en general dormida pero a veces despierta y nada más intuir lo que el sexo era, con ser acariciada, pellizcada, lamida, absorbida, llena de equimosis y moratones, macerada, masticada, incluso devorada, entregada a las infamias desconocidas de otros cuerpos, amordazada y amarrada, frotada por amantes llenos de sabiduría, traspasada por ellos, puesta de pie en la cama por sus penetraciones… Sin amor desde luego. El amor limpia y pacifica; ella era partidaria acérrima de la guerra sucia. Antes de conocer a Sade, antes de haber leído a Lucrecio, que identificaba al enamorado con un enfermo triste, barruntaba ya el placer que es más puro para quien está sano por no hallarse apresado entre altas emociones… Es lo que yo fantaseaba: torpe, ignorante, imaginativa sin motivos y a tientas. Gestos de amor a secas que me hicieran morir de placer, de desprecio, de olores corrompidos, de asco, de extenuación y miedo… Leí no hace mucho, en un autor de bestsellers, que sin amor no cabe placer en el acto sexual. Nunca imaginé que nadie pudiera afirmar semejante cursilería. Decir exactamente lo contrario puede que sea aventurado, pero también indiscutible. Por lo menos para quien verdaderamente sepa gozar del sexo. Te gusta un cuerpo, y lo deseas en pelotas contra el tuyo, bajo el tuyo, apretándose, moviéndose, erizándose por encima o debajo o frente al tuyo. No es el momento de andarse por las ramas parloteando de amor como dos mariconas. Aunque sea mentira, aunque sea una añagaza para llegar ahí. Una vez conseguida la llegada, ni una palabra más de amor, por dios bendito. Lo dice hasta Shakespeare, existiese o no: «¿Por qué una mirada engañosa e impura /va a tener que juzgar el hervor de mi sangre?» Eso era lo ideal para aquella atrevida señorita de mierda. Quizá consciente sin saberlo de que, al expresar un sentimiento o cualquier otra interioridad, se empequeñecen tan sólo con exteriorizarlos. Sólo los perfectos embusteros hacen creer lo contrario. En falso, claro está.

Y es que cualquier amor, todo amor, al expresarse engaña. Hasta cuando dice la verdad. Porque, seamos sinceros, la dice indiferente de ser o no creído. Como una satisfacción íntima y personal. O quizá es que el amor nace sólo para engañar si se pronuncia. El sexo, por el contrario, aparte de hablar poco, es natural, evidente, básico y obvio: él no sabe mentir; se nota cuando miente, se acepte o no la trápala. Salvo cuando nosotras, por dinero o por sincero afecto, fingimos bien nuestros orgasmos. Por otra parte, tan desacreditados. Qué triste ha de ser -lo es- follar sin quererlo; teniendo que pensar en otro cuerpo, teniendo que borrar los cuerpos que han estado donde el de hoy está ahora. Por eso yo toda mi vida he elegido a quienes me gustaban. Y había de ser yo quien les propusiera esa batalla compartida. Yo debía adivinar su decisión, preverla, estar pendiente, más aún, dependiente… Sin embargo, no me agradaba. Prefería que me pretendieran ellos; pero no cualquiera, sólo el que yo quería, porque lo que no me podía permitir es que fueran ellos los que me eligieran. Ellos, los infelices, que confunden la erección con la pasión y la eyaculación con la salvación del alma… ¡Una polla en vinagre!