La mayoría piensa que inspira a los otros emociones más fuertes, más decididas, más individualizadas que las que en realidad inspira. La gente suscita, en los demás, sentimientos comunes, nebulosos, inconcretos, y nada arrebatados ni impetuosos: ni en contra ni a favor. Los seres humanos se ignoran unos a otros. El hombre, por ejemplo, no aspira ni siquiera a desear conocer ni entender a la hembra. Le basta con creer o convencerse a sí mismo de que es incomprensible, y se recrea en ello. Cuando lucha contra otros hombres, como los ciervos en la berrea, no lucha por la hembra sino por el poder. Como quien tiene un perro -yo lo sé bien, porque siempre los he tenido- al que conoce, pero no del todo y mucho menos de lo que supone. Pero disfruta con esa diversión de adivinar, de vez en cuando, si es que se toma la molestia; de imaginarse lo que busca y lo que quiere; del juego de calcular sus reacciones. Si una mujer aspira a ser comprendida por un hombre, siempre fracasará. Y no porque el hombre sea un alcornoque incesante, sino porque tiene a la mujer como un espejo en que se mira: defectuoso, ya por más ya por menos, pero nunca riguroso ni exacto. Tampoco él aspira a un espejo perfecto. Ni él se buscaría en tal espejo, salvo para salir mejorado. Si no fuese así, acabaría por romperlo… Y supongo que a la mujer, ahora que lo pienso, le sucederá igual. Por eso hay tanta violencia de género: de uno y de otro… En cuanto a mí, creo haber estado siempre del lado oscuro del espejo: nadie me ha reflejado.
Pero por lo que hace a la niña Asun, se encontraba en el trance de tener que llamar la atención de los hombres sobre ella, constante y como fuese. En eso consistía su afirmación: en ser sólo un reflejo, qué errada estaba la jodida (lo de jodida es un decir). Una mañana, yendo en autobús a Málaga, se sentó al lado mío un hombre muy andaluz, de ojos depredadores y brillantes, de tez morena y cuarteada. Las manos ásperas las llevaba apoyadas sobre las rodillas. Quizá al pasar un bache, la izquierda cayó sobre mi muslo derecho. Se detuvo allí unos segundos más de lo imprescindible para recuperar su posición. Yo no reaccioné en contra. Me apoyé cuanto pude sobre su cuerpo. Y en silencio, esperé. Su respiración empezó a apresurarse. Yo lo observaba como la araña a la mosca. Alargué mi mano derecha y la deposité, con toda suavidad, sobre la entrepierna del hombre, que permanecía inmóvil y ajeno a cualquier cambio. Pero no del todo. Algo, bajo su bragueta de pana y mi mano, se inflamaba. Yo moví los dedos y toqué el sexo que se endurecía, toqué la blandura de los testículos. Su cabeza se reclinó sobre el respaldo del asiento. Respiró hasta lo más hondo. Después me miró de refilón, entre sorprendido y aterrado. De nuevo respiró. Ya como suspirando… Después se levantó y se cambió de sitio. Tuvo miedo de mí. No me extrañó ni entonces ni después.
En otro autobús, que el colegio tenía para hacer excursiones, no demasiado largas ni demasiado numerosas, un conductor simpático y sonriente me tocaba las nalgas y algo más cuando fingía ayudarme a subir. Me sentaba delante junto a él, porque me lo pedía con una sonrisa que hacía asomar, entre sus labios gordos, unos dientes muy blancos. Me gastaba bromas, me hacía guiños, me provocaba, tropezaba y me asía más de lo imprescindible, me manoseaba con cualquier pretexto… Hasta que un día, yo fingí buscar algo en el suelo, una vez detenido el autobús. Dejé bajarse a los otros compañeros y, al incorporarme, me apoyé en la rodilla del chófer -se llamaba Ricardo- y deslicé mis dedos muslo arriba. Él por unos instantes, miró al frente como si nada sucediera, luego, a un lado y a otro. Mi mano ya alcanzaba su bragueta cuando él se puso en pie casi de un salto, y se apeó por la puerta de su lado. Nunca jamás volvió a tocarme el culo. Qué cobardes los tíos, qué calzonazos. Sólo jadean por lo que no se les ofrece. Que se jodan.
(Eso que acabo de escribir tampoco es del todo exacto. Si sigo escribiendo como una novelista que inventa, ni este ni los otros papeluchos valdrán la pena. Tampoco pretendo que la valgan: nadie los va a leer. Los novelistas son muy malos escritores, si lo sabré yo… Con tal de conseguir cualquier efecto, de sorpresa o de atracción o de rechazo, son capaces de todo. Y escribir es otra cosa. Siempre escribir, se haga como se haga, es otra cosa. Por eso estoy yo aquí, comiéndome las uñas.)
Si bien se mira, toda obra es autobiográfica. Pero nos cuidamos muy bien de que no se identifiquen con la realidad los pasajes que más lo son: violaciones, abusos de un familiar o de alguien que se sitúa cerca para sacar partido… Pero la verdad es que a los lectores todo eso les afecta menos de lo que al novelista le parece y es, en el fondo, su intención. Desde hace poco, según he comprobado, yo ignoro lo que sea escribir. Antes fue una manera de identificarme, de arraigarme, de asirme. Escribir lo que fuera, porque siempre seguía reflejándose una… Ahora, no. Ahora no podría ser. Escribir es para mí ya sólo un pasatiempo, en el más riguroso de todos los sentidos. Ha dejado de ser, por decirlo de una manera cruda, una publicidad. Es más preciso: una identificación, una manera de reflexionar, que buena falta me hace. Esto que ahora escribo nunca será leído, por suerte para todos. Yo, la primera: no lo releeré. ¿Podría dejar de escribirlo entonces? Por supuesto. Podría destruirlo cada noche o cada mañana, como algo inservible, como un desahogo cuya misión ha sido ya cumplida. Pero necesito, como por el momento necesito mi cuerpo, estos cuadernos que me representan más mal que bien. Los necesito como un carné de identidad. Ellos son lo más mío, lo único mío que me queda. Aquí, trasterrada, esto es yo. Estos rayajos de tinta, este papel tan malo en que casi se corren, son yo. Poquita cosa, ya lo sé. Mejor.
Hay algo que nunca pensé que contaría. No ya por escrito sino de palabra que se la lleva el viento. Es ese asunto de la pérdida de mi virginidad. Y juro que me digo: «Tengo que no mirar atrás. No me importa que lo que dejé fuese cuanto tenía, fuese lo único que tenía. Desde ahora tendré otras cosas. Aunque no me tenga ya a mí, ¿qué importa eso?» Y es que la vida (creo que mil veces lo he escrito ya) al principio parece interminable, aunque la muerte nos aceche en la próxima esquina; pero llega un momento en que se ve el vacío. Para mí ya ha llegado. Por eso tengo -¡al fin!- que reflejarme, como fui, en este espejo: nunca tuve otro.
Lo que sucede es que, del día en que perdí la virginidad, no me acuerdo de nada. Sé, faltaría más, que no fue algo ni bello ni delicado, ni se derramaron rosas de cariño, de ternura o deseo… Menos mal que en el mundo, antes de aquel día e independientemente de aquel día, existe la belleza gratuita. De vez en cuando debemos recordarlo, aunque no se tropiecen nuestros ojos frecuentemente con tal don. Si no, yo no sería capaz de escribir ni de mi puta vida ni de la puta vida en general. Tendría que adobarla, adornarla, perfumarla, disfrazarla, travestirla… Y la pobre se quedaría desollada, falsa, incómoda y horrenda igual que una drag queen. Es curioso que sea ahora cuando caiga en la cuenta del horror verdadero de la vida y del maldito gozo de la vida. Pero ahora ya soy incapaz de contarla. No me siento llamada. Ha ardido La Fenice. Sólo quedan las cenizas del Fénix, y este Fénix ya no renacerá. La Fenice, por idéntica que sea a la que ardió, tampoco será nunca la misma: inaugurarán una costosa réplica, de esas a las que Venecia nos tiene tan acostumbrados. Ha ardido todo, y el León -el mío por lo menos, no sé si el de San Marcos- ha perdido las alas. Es un león a pie, que cruza las calles por los pasos de cebra, y sólo sirve para asustar criadas… Por el contrario, todo el resto se ha convertido, de repente, en un ejército -en lo que fue un ejército- que huye. No va a dejar nada vivo detrás de sí: quema, destruye, asola, pulveriza, despedaza y mata, mata, mata, con tal de huir y huir. Sin saber ya de qué.